PJ20. México, DF. 24 de Noviembre, Foro Sol. Este es un texto escrito por un fan de Pearl Jam y padece de sus facultades mentales. Quien busque objetividad y datos duros puede irse a leer la nota del periódico. O cualquier otra cosa.

 Por Víctor César Villalobos «El Chiva»
 

“La espera me volvió loco”, mascuyó en castellano Eddie Vedder la primera vez que Pearl Jam pisó el Palacio de los Deportes del DF. Yo no estuve ahí. Aquel año me tatué el gráfico que acompañaba el sencillo “Alive”: una figura de palitos con el cabello largo y crespo, barba de chivo, mirada al cielo con los brazos y las piernas formando una «X», como en éxtasis. Para mí ese gráfico resume visualmente lo que la canción y la música de Pearl Jam significa.

En 2005 regresaron. Y yo no estuve ahí, tampoco.

Pearl Jam 20. A veinte años de la formación de la banda y ocho después de aquel 2003 en el Palacio de los Deportes, saldo mi deuda con una de mis bandas favoritas: Una que me salvó la vida en épocas de crisis y desencantos.

Antes de irse, los abridores presentan “a una gran persona”: Eddie Vedder sale al escenario con máscara de El Santo para cantar, “Devil Doll”. La espera me vuelve loco. Se apagan las luces. La gente grita y aplaude, expectante. Después de un breve intro, los primeros acordes de “Release” me ponen a saltar y gritar como desquiciado. A grito pelón -como la canto- desgarra mis cuerdas vocales. En ese mundo tengo dieciséis, de nuevo, en la sala de mi casa, intentando imitar cada tono de la voz de Vedder.

La sinergia que se forma con la banda de Seattle se intensifica con “Last Exit”, de Vitalogy. Como en los noventa, los chavitos de no más de veinte que me rodean cantan conmigo, bailan slam, levantan los brazos, brincan. Son un grupo de no más de siete, pero poco a poco nos van conjuntando a todos los que estamos alrededor.

Que «veinte años no es nada», dice el tango. Aquí sirven para manipular estupendamente al personal: Ya tocan una llegadora, “Daughter”, o la kilométrica “Elderly woman behind the counter in a small town”, por ejemplo; ya tocan “Faithfull”, “Given to Fly” o “Even Flow”, favorita entre la banda. También hay espacio para las del vocalista en solitario: “Severed hand” o “Setting Forth”.

“Este es nuestro último show, así que prepárense para disfrutar. Tenemos mucha noche todavía por delante”, dice Vedder, que luce playera negra y camisa de franela a cuadros en azul.

De pronto un par de chicos avientan y se instalan frente a Zahira y a mi. El olor a alcohol los delata. Intentan brincar a nuestro ritmo, se desbalancean. Uno se pierde un par de rolas. Regresa con cerveza, tambaleante. En algún momento, en “Spin the Black Circle”, ya en el primer encore, uno (el más alto, el que fue por la cerveza) la toma contra mí en el slam que se genera espontáneamente. El tipo me avienta, tira codazos: huyo por poco. “A este wey le van a poner una putiza. Se la está ganando”, escucho decir, no a mi cabeza, sino a uno de los chicos del grupo. Afortunadamente no llega a tanto.

Impera el baile fraterno. La masa informe que somos nos dejamos llevar por los solos de Mike McCready (a quien el director de cámaras prefiere ignorar, por más virtuoso que rasgue la guitarra); la impronta que deja Vedder y se conjuga con la energía de Jeff Ament, el bajista y Stone Gossard (segunda guitarra). Matt Cameron pontifica con cada uno de sus redobles desde su pequeño altarcito. Siempre es necesario tener en el recuerdo ese CD que es Ten y cuya portada era una oda al trabajo en equipo que muestra a la banda en fondo rosado y tipografía en plata, unida en un círculo, con el brazo derecho en alto. Todos convertidos en uno. También el público.

“Quiero agradecer a todos y cada uno de ustedes. Me enorgullece ver que llenamos hasta el techo (El Foro Sol: 55 mil personas). Sin ustedes no estaríamos aquí”, dice Vedder, provocando un rugido espectacular de los presentes.

De mesetas y éxtasis se llenan las canciones y los corazones. En “Black”, la luz de los encendedores de las gradas se ven rítmicamente encendidas, siguiendo el “tururú, tu ruru rú”, en oleadas.

Ya con las luces encendidas, invitan a la banda abridora a tocar con ellos. Como si nada, todos en el público derraman sus tragos de amargo licor, vulgo cerveza, en el cóver de Neal Young “Rockin’ in the free world” y después una lluvia de amarillo: los vasos de Sol -la cerveza- sirven para decorar como fatuos fuegos el cielo limpio y frío, a pesar del DF –La precipitación áurea. Al menos a mí no me tocaron miados.

“Indifference” y “Yellow ledbetter” marcan el final de todo. Agotados, felices y afónicos, todos nos saludamos, nos abrazamos. Los extraños hemos coincidido en el tiempo. Testificamos cómo somos uno. Cómo es posible cantar juntos a pesar de las diferentes edades y admirarnos de poder ver uno de los actos en vivo más potentes de nuestra época. Podemos ir en paz.

“No nos vaya a pasar lo del Lobohombo o el News Divine”

Escuchamos decir, en perfecto chilango, esta profecía camino a la salida. Lo tomo a broma porque la primera vez que vine al Foro Sol, en Radiohead, el flujo de gente no paró hasta que ya estábamos todos afuera.

Esta vez no contábamos con que la única posible salida era una escalera que daba al puente que cruza Río Churubusco (une al Palacio de los Deportes) y al parecer todos íbamos hacia allá. Fue tal el apretujamiento que pensé que no sobreviviríamos. Traté de resguardar a Zahira con los brazos, haciéndole espacio. La gente poco a poco comenzaba a gritar, a empujarse, presa del pánico. El espacio era asfixiante. No había para dónde hacerse. Los que lograban llegar a las escaleras volteaban y entorpecían el paso. Otros esperaban a un lado de las escaleras, fríos testigos de la mole que se formaba abajo. Otros -ya en el puente- tomaban fotografías desde su celular. Zahira y yo -como pudimos- logramos, un metro antes de llegar a las escaleras, alcanzar una orilla, debajo de ellas. Si bien me tocaron un par de golpes y la prisa por salir, sobrevivimos y nos sentamos en la otra salida posible que para el mundo que estábamos ahí, en el caos, nos resultaba imposible de ver o de alcanzar.

Ya más relajados, vemos que el problema no es en el puente, sino sólo en las escaleras.

Los taxis después de un concierto son también algo imposible. Después de una hora de que se terminó aún no podíamos conseguir uno: “Oiga jefe, ¿está en servicio’”. “No”, contesta un ruletero tan molesto como si le hubiera confesado que me acosté con su hermana. Otros simplemente movían el dedo a la Dikembe Mutombo en cuanto te acercabas. Por fin tomamos un clásico bocho verde/blanco como el del video de Café Tacvba (en blanco y negro, el video).

Víctor César Villalobos “El Chiva” (Guadalajara, 1978) no tiene mucho qué decir de sí mismo. Es melómano irredento y escribidor. Como Bartleby, preferiría no hacerlo.