Y tenía que llegar el día de las invasiones: la de los niños ya nos la sabíamos; la del candidato la esperábamos, pero no la imaginábamos así. Pura estampa bonita.

David Izazaga

El viernes caótico que vivimos en la FIL, que fue tomada por miles y miles y miles de estudiantes con uniformes de colores tan diversos como sus humores y sus hormonas, sólo debíamos haberlo tomado como una premonición. Pero somos lectores, no adivinos.

   La advertencia del caos original, el patentado, que llegó muy temprano hoy -casi con los primeros rayos del sol- con todo y todos los que antecedieron la llegada de Enrique Peña Nieto, candidato presidencial ya ungido por su partido: el pertinente y siempre amable Estado Mayor y el tierno cuerpo de seguridad, brazos de nombres tan distintos como policías, guaruras, agentes, encubiertos o descubiertos, que están a la entrada, en la calle, en la banqueta, arriba, abajo y si te descuidas, a un lado de ti mientras estás frente al mingitorio, esculcando si es que no se te ha ocurrido guardar una portentosa arma en algún lugar de tu escroto. Como si fueras El Asesino Solitario que sólo existe en la novela de Elmer Mendoza.

   Y luego, entrando al salón en donde el candidato va a presentar un libro que posiblemente no escribió (ni leyó, por supuesto), la vaporosa gama de olores que van del Chanel numbrer 5 al Carolina Herrera saturan el ambiente y se ven en lontananza los cientos de copetes de las señoras que quién sabe a qué horas se tuvieron que despertar para fabricarse en sus cabezas eso y están ahí, acompañando a sus esposos desde temprano para poder sino alcanzar un asiento, aunque sea estar cerca de la valla humana que le arman al candidato. Llama la atención que no haya edecanes mujeres, sino hombres, chavitos bien peinaditos, rasuraditos, oliendo al Old Spaice Sport for ever, colocados a lo largo del camino que llevará al candidato hasta el estrado en donde lo aclamarán las multitudes.

   Ya nadie puede entrar, ni salir: el salón está lleno, hay cientos y cientos de personas mostrando sus mejores estratagemas para lograr pasar, como la señora que le dice al guardia que ella sólo quiere ir al baño y ante la negativa a dejarla pasar, grita: pues me orino aquí. Pero el corazón de los guaruras es –ya se sabe- impenetrable, blindado. Y se las conocen todas, porque la mujer, efectivamente, nunca se orinó, al menos no ahí.

   Todos están detrás de las vallas, unos se acercan más, otros sacan sus cámaras, sus teléfonos y hay quien hasta tiene la esperanza de que el candidato le dé un autógrafo, pues se aproxima con pluma y cuaderno. Una mujer joven vestida de negro, que porta en su chamarra un pin con el escudo del PRI se ha logrado colar hasta adelante, ahora se seca las palmas de la mano, sudorosas, en su pantalón. Unos chavos comienzan a desenrollar una manta que seguramente debe ser de apoyo, pues sino cómo fue que lograron pasarla aquí con tantos filtros. La tensión se acrecienta cuando comienzan a pasar, uno tras otro, los guaruras enchamarrados con su radio.

   Parece que todo mundo está aquí: los que lo aman y los que lo odian, los pocos que no saben quién es, pero se aproximan como lo harían a un puesto de tacos donde se ve mucha gente, y ahí hay que comer, porque seguro es el más bueno, si no no tendría gente.

   El ruido de los flashazos de las cientos de cámaras es impresionante: se escucha como si la gente caminara sobre los restos de botellas de cristal quebradas, pero no, no se han quebrado: la borrachera apenas empieza. Y el candidato se deja querer: no camina hacia su meta, pues él sabe que ya llegó. Se detiene, sin prisa, a saludar, mano por mano, mientras su esposa –a la que le gritan “¡Gaviota!”, “¡Ángélica!”, como si la conocieran de siempre, como si la hubieran tenido con ellos en sus casas todas las noches mientras cenaban y veían la telenovela, se aproxima también, amable y saluda y sonríe y sigue a su esposo que pasa el umbral de la puerta y a lo lejos –pero ya muy cerca- los aplausos casi no dejan escuchar el comentario de la mujer que ha tomado una foto apenas unos segundos antes: “¡qué chaparrito está!”.

   El candidato entra al salón, todo mundo se acomoda y aparecen, como si fueran voceadores, varios chavos ofreciendo el libro a quien lo desee. Tanto que lo aplauden, que lo quieren y lo vienen a ver o a que los vea, pero nadie es capaz de gastar los menos de ciento cincuenta pesos en comprarle el libro.

   El candidato, impecable en su vestir, con su peinado encopetado que a estas alturas ya debe estar registrado en el IMPI da su discurso, responde preguntas, recibe aplausos y regresa al camino ya andado, sólo para llevarse de la gente que lo esperó y lo sigue esperando –como quizá no esperarían ni a Luis Miguel, ni a Justin Bieber ni al Papa- más aplausos, flashazos, piropos y mucho, mucho amor.

   Como para que no haya duda que también de su lado –y no nada más en la izquierda- hay República del amor.

(Crónica leída el sábado 3 de diciembre en el programa Como en Feria, de Radio Universidad de Guadalajara, conducido por Alfredo Sánchez y Sofía Solórzano)

David Izazaga es cronista, padrino laico de Regina Carranza Nieva, ciclista urbano reciente y editor de la revista KY. Pensó que iba a llegar a los 40 años, impoluto, sin que el azar interviniera para que le dieran puntadas en alguna partecita de su cuerpo. Se equivocó. Dice que sobre eso tratará su siguiente crónica (pues sí, como ya se acabó la FIL…)