Quizá más por algunos noticieros sensacionalistas es que logramos encasillar a ciertos territorios como más peligrosos que otros, cuando en realidad en general, en México vivimos por todos lados la terrible inseguridad. La autora de esta crónica nos comparte un poco de su experiencia viviendo en esa parte del estado de México tan satanizada y quizá poco conocida.

Gabriela Gutiérrez González

Hace aproximadamente 8 años, de los 40 que tengo (es decir, el 20% de mi vida), llegué a vivir a Chalco. Lo primero que me dijeron conocidos y desconocidos, preocupados y metiches, cuando mencioné que me mudaría aquí fue: “¡Está bien feo!”, “¡es muy peligroso!”, “¡ahí matan a las mujeres!».

Desafortunadamente no todo lo que me dijeron es falso, aunque tampoco es absoluto. Chalco de Covarrubias se encuentra en la zona oriente del Estado de México y forma parte de la Zona Metropolitana del Valle de México. Su cercanía con la Ciudad de México lo coloca en una posición compleja en términos de desarrollo en áreas como educación y trabajo. Un alto porcentaje de sus habitantes se desplazan diariamente en trayectos que van de los 90 a los 150 minutos para estudiar o trabajar en la CDMX, utilizando un transporte público que está entre los más inseguros de la zona.

Con toda esta información y habiendo sido advertida tanto por propios como por extraños sobre la mala decisión que había tomado al aceptar mudarme aquí, los primeros meses en el barrio fueron altamente estresantes. Me sentí insegura incluso en mi propia casa: salía poco y, de ser posible, lo hacía acompañada. Los trayectos en el transporte público estaban llenos de sobresaltos: si veía a alguien «sospechoso» subir, abrazaba mi mochila y les pedía a los dioses que por favor no fuera un asaltante. Por fortuna mis ruegos se escucharon y siempre fueron hombres desalineados que, como yo, venían cansados ​​de sus trabajos. Ellos también abrazaban su mochila, pero no por miedo, sino para asegurarla y poder «echar pestaña» mientras llegaban a casa.

Un día, al volver a casa, me encontré con mi perro amarrado a la reja de mi puerta. La vecina del lado izquierdo me contó que se había escapado por la ventana y andaba haciendo travesuras por toda la calle, tirando basura. Antes de que alguien lo sacara de la privada y se perdiera, decidió atraparlo y amarrarlo a mi puerta. Pensé: «tan malas no deben ser las personas si se preocupan por los perritos de los demás», y desde ese día comencé a saludarla cada vez que la encontraba.

Poco tiempo después de mi llegada a Chalco, ocurrió el terremoto de 2017. Estaba varada con un montón de vecinos en la ciudad. «No hay combis», nos dijeron en la base del transporte. La ciudad era un caos: todos queríamos llegar a casa con la esperanza de encontrarla en pie. Había quienes aún no lograban contactar a sus familiares y el ambiente era angustiante. Algunos consideraban caminar por la orilla de la autopista porque lo urgente era regresar, sin importar cómo. En ese momento, un vecino que conducía una camioneta de mudanzas y había salido de Chalco para ver en qué podía ayudar, se estacionó frente a nosotros y dijo: «Súbanse, vamos hasta Villas, los que quepan y ahorita damos otro viaje». Nos acomodamos unos junto a otros para caber más, se les cedieron los espacios a las señoras y señores de bastón que también tenían prisa por llegar y avanzamos en silencio bajo un cielo estrellado que sabía algo que nosotros en ese momento no: Chalco estaba bien, pero su gente ya estaba movilizándose para ayudar a los municipios cercanos que no lo estaban.

Mi prejuicio fue desvaneciéndose, no porque el barrio no sea peligroso (lo es), sino porque también es un sitio donde la mayoría de los que habitan aquí se levantan a las cuatro de la mañana para llegar a las ocho a sus trabajos y escuelas. Como diría mi abuela: “son personas de bien”, que se ganan la vida honradamente.

Durante la pandemia, cientos de personas perdieron sus trabajos y ocurrió un fenómeno particular en el barrio. Las calles principales —contrario a lo que se indicaba—, se llenaron de vida por las noches, al son de foquitos que alumbraban puestos de postres, hamburguesas, quesadillas, alitas e incluso micheladas. ¿Negacionismo? ¿Desobediencia civil? ¿Ignorancia? ¿Necedad? No: necesidad de dar sustento a la familia. Ahí estaban con cubrebocas y guantes puestos, con letreros de «solo para llevar» o «servicio a domicilio», los vecinos comprando a los vecinos para apaciguar un poco la crisis. En esos mismos días, cuando las niñas y niños estaban sin clases, se comenzó a ver en los postes de luz anuncios de mamás que daban clases. No eran maestras, pero habían terminado la prepa y podían ayudar a quienes difícilmente habían terminado la primaria.

Sí, en este barrio he visto a un hombre sangrando después de ser apuñalado en una pelea, pero también he aprendido a dejar la llave de mi casa para que cuiden a mis perros mis vecinos, y sé que es seguro. Ya no me da miedo vivir en Chalco, lo que no significa que no viva con precaución. Aquí, en este pueblito medio urbano, medio rural, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo de la ciudad y del volcán, se pueden construir redes para aprender a vivir con tranquilidad.