Las tribulaciones que le toca vivir al autor en su pequeño departamento muy seguramente son compartidas por miles y miles más, porque la convivencia en espacios reducidos no es fácil y, encima, las paredes parecen cada vez más delgadas. ¿Qué hacer para aguantar? Quizá escribirlo sea el primer paso para empezar a conjurar.
Víctor César Villalobos
Mi depa mide 35 metros cuadrados. La habitación del departamento justo arriba del mío, 350. Esto, si juzgamos los innumerables pasos que un niño, un adolescente, la mamá y la bebé –ah, y el esporádico papá—, transitan, bailan, menean, serpentean, hinojosean (cuando los niños juegan con carritos, juguetes, fichas y más dispositivos lúdicos); o bien cuando mueven de lugar muebles justo en el momento en que estoy conciliando el sueño. Es cosa digna de maravilla cómo este edificio, con sus 16 departamentos bien distribuidos en sus cuatro pisos y sus escaleras centrales de 14 escalones por nivel y descanso por la mitad y sus 12 metros de altura, puede convertirse en una oda al insomnio.
Con algarabía escuchamos el atronador chillido del cancel del citado departamento que indica a todos los condóminos urbi et orbe que la vecina, el papá de medio tiempo, el adolescente, el infante o hasta la niña bebé, sale –¿salen?– a horas tan tempranas como las cinco de la mañana o tan entrada la noche como la una y media. Creo que la peregrina idea de engrasar los goznes que custodian su noble y leal posesión no ha llegado a esos castos oídos y entendederas, pero para los del resto del vecindario es un imperativo hasta biológico, no sé, quizá relacionado con los ciclos circadianos.
Pero uno es pobre porque quiere, no hay duda: en algún momento, en el chat de vecinos, le reclamaron educadamente a la señora en cuestión su extrovertida sonoridad por un suceso que trascendió los muros de su casto hogar y tuvo a bien compartir para deleite vecinal. Sí, a lo largo de la noche. En las Escaleras. En la fosa de acceso al edificio. En las pisadas de corridas escalera arribabajo. En los gritos ininteligibles. En la bulla dramática de un suceso que se quedó en el anecdotario del chisme: ¿el hijo adolescente se drogó y tuvo una crisis que movilizó la angustia marabúntica? ¿La mamá –entonces embarazada de pocos meses, supimos después— estuvo en riesgo de perder al vástago? ¿El niño se habría quemado jugando con la estufa? ¿El intermitente papá habrá ejercido violencia en contra de alguno de ellos? Misterio. Porque somos pobres y apretados, y hasta los orgasmos, los gritos y las mentadas hemos compartido, pero no quiera el Dior de los ejércitos —¡Maldito sea el estado de Israel!— que se le cuestione a tan modélica ciudadana por su quilombo kilométrico, porque contestará con la finura ejemplar de una fiera herida rematando su arenga vergonzosa con un lapidario: «Así deberían de callarse cuando suben todo el puto volumen a su estéreo de música ridícula que a nadie le gusta. Y pues si no les gusta [el ruido], paguen un lugar residencial». Pobre es uno porque quiere, pues.
Hay una novela The house of leaves, de Mark Z. Danielewskyen en la que una familia se muda a una casa cuyas dimensiones interiores rebasan por 35 centímetros las exteriores, lo que provoca un cisma en la familia y en la historia de la casa, detonando el horror.
¿Cuántos decibeles caben en 35 metros cuadrados? Todos los sonidos del mundo. Sobre todo, cuando este que escribe está ya pestañeando, saboreándose sus bien ganadas –nose burlen lo dise encerio— horas de sueño. No falta el arrastre de una cama: truuum, groooom, trum groor, gror; el chasquido de una moneda: chiiich, chiich, brabrabra; los innúmeros pasos: plap, plap, plap; la cadena del váter: fluuuuush y la corriente que suena en mi cuarto como una vena ventosa, ventruda.
¿Tiene el despistado lector pastillas para no soñar? ¿Unos audífonos que cancelen las vecindades verticales? Cualquier información, yo la agrdeceré.