La autora de esta historia, originaria de Eldorado, Sinaloa, retrata una situación que muy posiblemente no sea la única, sino que, con matices, se repite constantemente a lo largo y ancho de nuestro país. Escribir para visibilizar quizá sea una manera de conjurar para que situaciones como esta cada vez sucedan menos.
Diana Osiris Mendívil Mora
Aquel día doña Cleofás llevó a su nieta al hospital, a urgencias. Susana, una pequeña de escasos once años, llegó al servicio por un dolor intenso en el estómago. Había llegado de la escuela a su casa como a la una de la tarde con paso lento y forzado. Sin decirle a la abuela fue y se acostó un rato pensando que eso le calmaría el dolor, pero conforme avanzaba la tarde el dolor se fue intensificando.
Susana era una adolescente introvertida y callada. Su madre salía desde las seis de la mañana para trabajar en un gran almacén comercial. Muchas veces la mamá se quedaba a trabajar tiempo extra para lograr solventar los gastos diarios de la casa, por lo que Susana se quedaba en la casa bajo el cuidado de la abuela. La vivienda familiar era modesta, con habitaciones compartidas con sus hermanos y la abuela.
La tarde había pasado sin que el dolor de estómago disminuyera. El dolor era tan intenso que la niña sudaba copiosamente. Había ido al baño en varias ocasiones, pero el dolor no cedía por lo que la abuela se vio forzada a llevar a Susana al hospital. Ya pasaba de la media noche cuando la chiquilla asomó su carita por la ventanilla de la recepcionista en turno. Con el rostro pálido y sudor en la frente se recargaba en el brazo protector de la abuela para no caer. La asistente llevó la nota al médico y comentó la condición en que estaba la niña. El médico pediatra abrió la puerta del consultorio y llamó a la niña por su nombre.
Una vez dentro del consultorio el pediatra en turno auscultó a la paciente que tenía el rostro desencajado por el dolor. Las manos del médico palparon el abdomen de la niña: la boca del estómago, el lado izquierdo del abdomen, el lado derecho, el vientre bajo… de pronto el médico gira el rostro para mirar a la abuela que permanecía sentada en una silla en espera del resultado de la auscultación.
El médico le pregunta a la niña:
—¿Cuántos años tienes?
La chiquilla apenas logra decir con voz baja su edad. El pediatra se dirige hacia el escritorio donde se encuentra la abuela. Se sienta y suspira profundo antes de dar el diagnóstico.
Bien. dice el médico, con tranquilidad, buscando las palabras adecuadas para que la abuela no se altere. Por fin, habla.
—Madre, su nieta va a parir.
El rostro de la abuela se transforma por unos segundos sin comprender las palabras del médico, por lo que la abuela frunce el ceño y abre la boca queriendo hablar, pero sin saber qué decir. Respiró profundo y le exigió al médico que repitiera lo que acababa de decir.
—Sí señora: su nieta tiene dolores de parto y está a punto de parir. Al parecer la dilatación, por los tiempos de contracción que trae, está completa. La voy a internar ya en este momento. Segundos después el rostro de la abuela se transformó en uno de indignación y de ofensa, y al siguiente segundo se puso de pie para insultar al médico por aquello que acababa de decir. Le exigió que se disculpara por la ofensa recibida.
El médico le habló a la enfermera y le dio una orden.
—Señorita, ingrese a la niña a la cama seis y me pide en CENDI un equipo para recibir un parto. Y por favor llame a neonatos para que venga alguien a recibirme la criatura.
‒Claro que sí doctor.
La abuela levantó a la niña de la cama de auscultación, la jaló de la mano y la llevaba casi a rastras hacia la puerta de salida del consultorio, más la niña se quejaba del fuerte dolor por las contracciones en ese momento. El médico la detuvo y le pidió que por favor pasara a la cama donde iba a atender el parto de la niña. La abuela, aun vociferando e insultando al médico, de mala gana lo siguió. El galeno le arrimó a la abuela una silla y la sentó justo a un lado de él, para que viera con sus propios ojos a su bisnieto en el momento preciso en que éste se asomara al mundo y lanzara su primer grito de aliento para continuar su camino en la vida.
No habían pasado cinco minutos cuando la chiquilla ya estaba en posición de expulsión De pronto, el grito prolongado de la pequeña y un gran esfuerzo permitió el asomo, por entre sus piernas, de una cabecita llena de pelo negro, que fue resbalando por la entrepierna de la niña, dejando ver sus velludos hombros y el resto del cuerpo que se fue deslizando hacia el exterior, abriéndose camino por el canal vaginal. Al ser expulsado del vientre infantil de aquella niña madre y ante la sorpresa y mirada incrédula de la abuela, el médico cortó el cordón umbilical, manipuló al pequeño hasta escuchar un grito de llanto: el primer llanto a la vida. Mientras, doña Cleofás derramaba lágrimas de vergüenza por lo que acababa de ver y porque no podía comprender cómo había pasado aquello frente a sus narices.
La abuela Cleofás salió del área pediátrica hacia la sala de espera, se sentó en una de las sillas llorando en silencio, bajó la cabeza poniendo su mano en la frente, escondiendo la mirada. Luego se levantó y salió al área de las ambulancias. No habían pasado diez minutos cuando la asistente la llamó, la voceó como el familiar de la niña Susana para llenar los documentos de ingreso al hospital y subirla a piso a una cama en el área de pediatría. Sin embargo, la abuela ya no estaba. Se retiró en silencio, sin dejar información sobre aquella niña, ni dirección ni teléfono, ni a quién llamar en caso necesario. La asistente salió a buscarla, recorrió los teléfonos públicos pensando que estaría llamando a algún otro familiar. Pero no, la abuela Cleofás se había marchado. La niña subió al hospital.
Pasaron cuarenta y ocho horas y nadie se presentó por ella. Nadie preguntó en admisión hospitalaria por la niña que llegó con dolor abdominal a parir a media noche, “la niña mamá”. Nadie le llevó ropa para que se vistiera, o ropita para cubrir el cuerpecito de su bebé. No le obsequiaron flores. Ni besaron su frente. Ni cuidaron su sueño reparador. No hubo un “felicidades”.
La Trabajadora Social llamó al DIF para reportar el suceso, y fue esta institución quien finalmente se hizo cargo de ella y su bebé.