La historia que se cuenta aquí ha sido, desgraciadamente, la de muchos esta temporada de lluvias en la zona metropolitana de Guadalajara: en menos de lo que te lo esperas comienza la tormenta y una mala decisión te deja expuesto a quedar en medio de una inundación. Pero aquí pasaron muchas cosas y el autor nos da cuenta de todo.
Moisés Navarro
La camioneta se encontraba casi completamente inundada. El agua cubría ya todo el cofre y buena parte atrás. Se trataba de una Duster que había sido atrapada por la corriente de autos y lluvia en la Calle 22 y Lázaro Cárdenas, cerca del Parque El Dean, en la Zona Industrial de Guadalajara. De la nada, dos tipos se asomaron por el banco que está en aquella esquina y comenzaron a observar alrededor. Iban vestidos con impermeables y botas de hule. Minutos después habían cruzado la calle para ofrecer sus servicios y sacar la camioneta. Aparentemente, estos hombres de no más de treinta años ofrecen este tipo de “trabajo” en épocas de lluvia a rescatar carros inundados del Dean y alrededores. Y siempre, en cada temporal, en cada lluvia estrepitosa alguien cae.
Semanas antes habíamos pasado por Lázaro Cárdenas, pero por el puente, y vimos cómo las aguas cubrían la totalidad de un taxi que había decidido cortar camino y quedó atrapado y no le quedó otra al chofer más que subirse al techo de su auto. El resto de la semana estuvimos viendo noticias de vehículos varados, de lagunas y de ríos que se formaban de la nada en toda la ciudad: Adolph Horn Jr., Mercado de Abastos, Expo Guadalajara, Río Nilo, San Juan de Dios, La Experiencia, Las Águilas, Estación España, el socavón de Avenida Malecón en el Bethel y el más trágico de todos: el desastre ocurrido en la Martinica.
Ese mismo día me dijeron que Villas de la Hacienda estaba hecho un lago. No se podía salir ni entrar del lugar. Más irónico aún: en un grupo de amigos habían estado hablando de inundaciones: que si Tlajo, que si Zapopan Norte, que Las Águilas. Días antes, había editado un texto de un alumno mío –cronista de Culiacán y El Dorado– que hablaba de la historia de los ríos en Culiacán y las tragedias que habían provocado. Incluso había estado hablando con un compañero urbanista de los ríos cubiertos: El Río Seco en la colonia El Briseño, El Chicualote por el Colli que desemboca a Plaza del Sol; el de avenida Patria, el San Juan de Dios, el Río Atemajac. Ahora que reviso el mapa realizado por mi ex profesor Arturo Gleason, observo que buena parte de las aguas que vienen del Álamo Industrial y del agua que viene del norte de la Colonia del Fresno y la Ferrocarril terminan ahí: Lázaro Cárdenas y el vaso regulador del Dean no es ni será suficiente para guardarlas todas.
Cerca de las ocho de la noche, mi hermano “el Doc” llamó a mi papá. No había desayunado nada ese día porque entró a una cirugía que pensó sería breve, pero se extendió más de ocho horas pues se complicó. Enfiló hacía su casa y terminó de ese lado de la ciudad, sin sentido alguno, pues vive cerca de la Penca, por Cruz del Sur y Conchitas. Cuando llamó a mi padre estaba completamente congelado.
–Pa, está entrando el agua a la camioneta y no sé qué hacer
Mi papá que estaba viendo el noticiero entró en alerta y rápido se levantó del sillón. “No sé qué hacer”, continuó diciendo mi hermano. “Las puertas no abren. Ya casi no tengo batería”.
Resulta que siguió el flujo vehicular, y para no irse a la Nogalera, quiso cortar camino en la última calle que vio factible. Dio vuelta en la calle 22 y vio que un taxi se había internado hacia la Zona Industrial. “No hay problema”, pensó; pero sí hubo. Cuando entró con la camioneta vio que el agua estaba más alta de lo que había calculado. La calle hace una cuneta brusca y tiene bocas de tormenta horizontales, de manera que cubren la calle, pero son insuficientes para toda el agua que baja y corre hacia ese lado y terminan en López de Legazpi. Dudó y cuando estaba decidiendo a girarse en U o dar reversa al vehículo, un tráiler pasó como si el agua fuera nada y levantó la corriente. La camioneta dejó de pisar el pavimento y se meció conforme al oleaje que puso en movimiento aquel trailero, se metió hacia lo profundo de la calle y el motor se apagó.
El agua comenzó a meterse por todos lados. Fue cuando llamó a mi padre y este le dijo: “¡Baja la ventana! ¡Rápido! ¡Antes de que el sistema eléctrico falle!”. “Revisa la calle. Si ves posibilidad salte y ponte a salvo. Deja la camioneta”. “Yo llamo al 911” Había otros siete vehículos ahí varados. Incluido al taxista que quiso seguir. Ellos ya habían cruzado la calle. Bajó la ventana. Salió por ella, llegó a la acera y se dirigió a la sucursal de Ferreterías Calzada. La gente le dijo que un momento el agua había cubierto el metro y medio de altura. No mentían, el agua deja su marca.
Entonces mi padre llamó al número de emergencias. Explicó que se trataba de su hijo, que no estaba en el lugar, y aún así le pedían la localización exacta. Una vez que se pudo explicar, le dijeron que los bomberos no tardarían en llegar. Después llamó al seguro. Dijeron que enviarían al ajustador en cuanto fuera prudente para después enviar la grúa. No paraba de llover.
Me pidió, que le buscara la mejor ruta para llegar. No había ninguna. En cualquiera íbamos a encontrar un punto fuerte de encharcamiento: por Cruz del Sur, por López de Legazpi, por Mercado de Abastos, por la Zona Industrial, por Lázaro Cárdenas. No le quedó de otra más que esperarse.
Los bomberos llegaron y movieron los vehículos como lanchas. Los sacaron de la zona más crítica y los fueron llevando hacia la zona un poco más alta, pegada a la avenida. Luego se fueron.
Cuando por fin la lluvia hizo pausa, nos fuimos a rescatar a mi hermano. Ya el agua había bajado y el tráfico también. Eran cerca de las nueve y media de la noche. Llegamos y aquel estaba como zombi. Detenido, viendo al infinito y culpándose en cada oportunidad que tenía. Bajamos las cosas y las cambiamos de camioneta. Llamamos al seguro. Los del seguro o tenían sobrecarga de trabajo o hueva de ir. Solo mandamos fotos. No llegó nunca ningún ajustador. Quedaron en enviar la grúa. Mi madre tuvo complejo de perro San Bernardo y le llevó un chocolate caliente para que se le amainara el frío. Llegamos y de los siete autos que dijo mi hermano que había ya solo quedábamos nosotros y el taxi. Pronto llegó su grúa.
Esperamos pacientemente, media hora, una hora, dos horas: nada. Comenzó a volver a llover, con una intensidad que nos espantó y tuvimos que refugiarnos en la camioneta que llevábamos. Debimos sacar la Duster cuando estuvo seco, pero confiamos en la puntualidad de la grúa y la calidad Quálitas. Vaya error.
El agua volvió a cubrir la camioneta. Esperamos una hora más. Eran cerca de las doce de la noche cuando por fin llegó el servicio de la grúa que iba a librarnos de aquella ligera pesadilla. Pero la vida no es tan fácil. Ni las pesadillas. La lluvia no había parado. A veces parecía querer hacer una pausa para darnos una tregua, pero la tregua ya nos la había dado y el servició falló. El operador al ver la cantidad de agua ni se paró. Observó, llamó y dijo que iba a ver y se fue. Mi papá le regresó la llamada y mejor ni contestó, luego llamó a la empresa de grúas y dijeron que ya era cosa del seguro.
Así que ahí vamos otra vez: “Bienvenidos al sistema Quálitas, si ha sufrido un percance o un accidente marque 1, si quiere saber el estatus de su servicio marque 2, para repetir el menú marque asterisco” Y ahí estábamos, intentando pasar las contestadoras para poder hablar con una voz humana. Y cuando llegaba la voz humana “permanezca en la línea, vamos a revisar su número de reporte”: Música de Enya que se extendía cinco, diez minutos hasta que mejor colgaban. Y de nuevo. Nadie quería hacerse responsable. Y la camioneta ahí hundiéndose. Una hora más; dos horas más.
Por ahí de las dos de la mañana, aparecieron los emprendedores. Ofrecieron sus servicios, pusieron la camioneta en neutral y la sacaron del agua y la subieron a la banqueta. Mi padre les dio su propina. Al menos la camioneta ya no estaba inundada. El reto era conseguir la grúa.
Una hora de contestadoras y operadores robotizados después, un chico me atendió. Me dio su nombre, pero lo he olvidado. Si no, lo pondría para darle el reconocimiento que se merece. Le expliqué la novela, (la crónica, pues, que estoy escribiendo) solo que dije algunas mentiras: que yo fui el inundado, que el agua me había llegado a la cintura, que tenía un frío descomunal por la empapada y que no tenía respuesta, que había sacado el vehículo de donde estaba y ya era seguro para la grúa y su operador.
—¿Cuál es la nueva ubicación de su vehículo? —preguntó
—Es la misma— dije mientras tomaba aire para no impacientarme
—Pero dijo que lo movió— replicó
—Lo moví a donde no hay agua, pero es la misma esquina. Lázaro Cárdenas y la 22.
—Espere en la línea— Y sonó la música de Enya otra vez.
Cómo odié a Enya esa noche y al castillo en donde vive. A mi lado había como cinco automovilistas que escaparon de la corriente y dos repartidores de comida. Algunos se bajaron y miraban la calle desde debajo de la cornisa. Otros de plano se fueron al asiento del copiloto y se echaron a dormir.
La lluvia seguía dándonos guerra. Qué gorda me cayó la lluvia esa noche. Quería que se detuviera y solo continuaba. No puedo imaginar lo que sintieron personas que perdieron todo, hasta vidas. La camioneta tenía un olor a agua y lodos putrefactos. No se me olvida ese olor. No es algo que haya olido antes y espero no olerlo después. Es un olor muy específico. Así que mejor estuve debajo de la camioneta mientras la lluvia no fuera tan intensa.
Estaba a punto de mandar a chingar a su madre también al muchacho del seguro, cuando Enya por fin se calló —y espero que así permanezca algunos diez años. Por fin me dio respuesta, el número de la grúa y la marca que era la que había venido la primera vez. “El servicio va a tardar aproximadamente 90 minutos a dos horas”, dijo el chico del seguro. Le quise mentar su madre. Pero la noche ya era tan desazonante que mejor le di las gracias y colgué. Además, no era ni su culpa. Fui con mi papá y le di la noticia. “No-ven-ta-mi-nu-tos”, dijo como en pausa. Mi hermano dormía en la parte trasera del vehículo. Mi mamá sentada, también dormitaba. Mi padre y yo solo veíamos la calle sin decirnos nada. Mi cuñada tenía ya algunas horas que no enviaba mensajes, seguro dormía también.
Muchos vehículos más intentaban meterse a la calle 22. Todos regresaban. Los motociclistas que estaban ahí esperando a que la corriente bajara los alertaban. Poco a poco se fueron yendo. Los bomberos llegaron con bombas y el agua de la calle comenzó a bajar. Nos quedamos solos en el estacionamiento de la sucursal ocho de Ferreterías Calzada. El transporte publico ya hacía servicio otra vez. La ciudad estaba a punto de funcionar de nuevo. Cinco de la mañana. Quince o veinte minutos más. Dejó de llover entonces. Era su nueva tregua que ya no nos servía para nada. Las luces de Duster gris comenzaron a parpadear. El vidrio que se había bajado, entonces se subió solo. Las luces se apagaron. Fue como si la camioneta exhalara por última vez. Minutos después, entonces, la grúa por fin apareció.