¿Una cantina? No es necesaria. No al menos para el protagonista de esta historia

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

 

Tiene la mirada perdida. Lleva una de esas camisas que se verían mejor en un niño regordete de ocho años; también una bermuda que sólo los valientes usan en temporada navideña.

   Una cachucha blanca deja ver apenas una parte del cabello, canoso, despeinado. Mira por la ventana, luego hacia el otro lado; cada vez que voltea luce una boca entre abierta: como ésa que ponen los borrachos cuando están a dos cervezas del vómito. Él apenas anda en la primera. Él se la está tomando en la ruta 39-A del transporte público.

   Es cuidadoso. Sólo se lleva la boquilla de la lata a los labios cuando el conductor da la parada. Ni antes ni después: una gota derramada significaría un amargo instante en el trayecto, quizá tan amargo como el trago que vuelve a apurar sin ser molestado.

   Todos lo ven. Pero parece que él no ve a nadie. Lo único que hace es menear la cabeza como si ésta tuviera voluntad propia y luego regresa la vista a la ventana, como si ahí estuviera la razón por la que bebe, como si le gustara beber mientras mira por la ventana.

   Está solo. Nadie se sienta a su lado. Un letrero invisible dice que ese lugar está reservado para un compañero de juerga, para alguien que quiera escuchar, dar una palmada en el hombro y animar al siguiente trago.

   Abre la segunda. El sonido que se desprende de ese gas contenido ya no sorprende a nadie. Es un ensayo sobre la ceguera que toca a todos. Él tiene privacidad en el transporte público a las cuatro de la tarde. Su espacio personal es respetado. Bien podría cantar una de José Alfredo. O dedicarle a la nada un fragmento de Mujeres divinas. O comenzar un pleito de borrachos en esa cantina móvil que atraviesa el centro de la ciudad. Pero nada: sólo espera al próximo alto, retira la vista de la ventana, y vuelve a beber…

 

Roberto Medina Polanco. Aún no hay recomendación médica que lo separe del Twitter ni del café, aunque a este paso no tardará en llegar. Los ojos le lloran cuando lee, pero se resiste a usar lentes. Quiere aprender a cronicar cuanta cosa ve, pero mientras tanto, se dedica a echar a perder textos.