El canto y el oido sólo aceptan compromisos serios. Tal vez es por eso que a una pregunta tan frecuente como «¿qué musica te gusta?» sea más facíl responder: «de toda». Especialmente cuando se sabe que en aquello de los placeres polifónicos se ha quedado atrapado en el pasado. Sin más amparo, la sabiduría Homérico-Simpsoniana levanta pronta el ánimo: «nosotros vamos a rockear por siempre, forever, forever…»

Por: Christian Mendoza

Para David Batiz, por creer que mis gustos musicales son raros, pero cool.

Un día lo supe. Así sin más: ya no estaba en onda. Claro está, en la suposición de que alguna vez lo estuve. Estoy casi seguro de que sí. Por lo menos tengo la certeza de que cuando creo que lo estaba, conocía las diez melodías más tocadas en la radio y los nombres de quienes alguna vez se coronaron como Vj’s de un famosísimo canal de música por televisión.

   Supongo que en aquel entonces atravesaba mi adolescencia y el periodo se extendió quizá hasta los primeros años de mi adultez joven. Tal vez fue desde antes, tal vez hasta después. Nota aclaratoria: dentro de unos cinco años seré llamado simplemente adulto.

   Aquella fue una época de boys bands y princesas del pop. Rockeros funkys o de metal alternativo. Un rapero blanco y Rhythms & Blues. Un tiempo que quizá permanece o se reinventa, pero del que yo ya soy ajeno.

   No alcanzo a comprender la mejor manera de contar una biografía de historia musical. Me queda claro que no puede ser a través de los discos que he comprado, pues creo que hasta ahora difícilmente suman más de diez. Sí, la mía también fue la época de la piratería descontrolada y las descargas por internet.

   Puede ser a través de una de las muchas historias en las que alguien me pregunta si soy fanático de tal o cual cantante. Si me gusta el último éxito o si he visto el video recién estrenado. Mi mejor respuesta es no. La peor: no sé de que hablas. Hecatombe. Como resultado me llaman raro, anormal, hipster, intelectualoide o pretencioso, por lo menos. En los tiempos que corren, abstenerse de dictar juicio sobre Lady Gaga es más peligroso que cultivar una opinión negativa sobre ella y casi tanto como preferir a Madonna. Aunque, tómese a modo de consejo salvador, detestar el Reggaeton es casi siempre infalible. Si esto no funciona trate con Justin Bieber (a menos de que su interlocutor tenga menos de 19 años).

   En el último intento histórico estructural que se me ocurre podría relatar el momento en el que conocí el Cabaret, el Folclore Latino, las Voces Dramáticas, el Bolero, el Tango o la Salsa. El problema es que no me acuerdo. Imágenes vienen y van en los vericuetos de la memoria: rotas, destartaladas, confusas, plomizas. Medio ciertas, medio falsas. La icónica Mercedes Sosa con poncho y el cabello renegrido dándole serenata a la “patria grande” para mantener vivo el sueño bolivariano de la unidad Latinoamericana. Julio Sosa trajeado y relamido, entre mafioso y James Bond. Vocero del hartazgo del papel pinta’o, del consuelo del alcohol con discepolines bien amargos. La brillante sonrisa pelada de Bola de Nieve, pregonero incansable de la felicidad contenida en cucuruchos de maní. Lucha, reina de las cantinas. Tequilera hipienta y enaguada. Edith, gorrioncilla descarada de una vida sin arrepentimientos. Chavela ¡Ay mi Chavela!, cómo sufro a falta de saber en qué parte de tu cuerpo está colocado “aquí”.

   A ella la vi una vez. Me pareció que ella me vio más. Fue hace casi tres años. Presentaba un libro dizque autobiográfico en el que, se adelantaba, sólo serían reveladas mentiras a la mitad. Las otras, las que le dieran la gana contar, no serían más que “Las verdades de Chavela”.

   Antes de ese encuentro, profanado por arribistas y vividores, intenté sin éxito asistir a uno de sus recitales. Se anunció en los tempranos días de agosto. Habría de realizarse a la víspera de la llegada de los fieles difuntos. En una caja acústica enclavada en la Avenida 16 de Septiembre. Ahí dónde alguna vez fue territorio indígena. Se prometía un espectáculo autóctono: acompañado de caracolas, ocarinas, caparazones de tortuga y otros instrumentos prehispánicos. No sucedió. Al menos no entonces. Dijeron que fue por salud: las secuelas de casi noventa años y varios toneles de tequila.

   Me quedó una sensación pesarosa, como de borrachera. Sobre todo cuando, hallándome lejos de la ciudad, una crónica sosa en el matutino me enteró de la reposición de fecha para su celebración, habiéndose cumplido ya la noche anterior. Largo tiempo lamenté la perdida. Otra oportunidad como esa no llegaría pronto, tal vez nunca. Aún la espero.

   El desasosiego que me acompañó por años se apaciguó cuando al haberle dado por la escribidera, según ella porque era lo único que le faltaba, se divulgó la visita de la intérprete a una reunión anual de libreros, literatos y estrellitas: Feria Internacional del Libro, la llaman.

   Ahí la vi. Ella también me vio, a través de sus gafas oscuras. O así sentí. Con su estoica presencia que se mete en el alma en búsqueda de hondos pesares. Los mismos que cauteriza su ardorosa voz nada más de traerla con el pensamiento. No dijo mucho, casi nada. Reconoció sus ganas de agarrar la fiesta y emborracharse. El peso de sus piernas que ya muy poco sirven. Que la voz se le apaga. Luego se fue. Una horda de reporteros corrió inútilmente tras ella.

   Mientras, el enorme salón se inundaba desde su alta bóveda con sonidos nocturnos de lascivia selvática. Preludio del éxtasis inconcluso de una petición enloquecida: “Pon… Ponme la mano aquí, Macorina. Ponme la mano… aquí”.

Christian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo.