Esta crónica comenzó siendo apenas un puñado de apuntes y anotaciones mentales. Instantáneas que se apilaron en la memoria hasta no caber. Una mezcla de susurros y cotilleos que se atestiguaron o se fisgonearon, pero de los que no se hizo ni el intento por verificar. Otros son testimonios recogidos en el trajín de todos los días: en los lugares más comunes y de las formas más vulgares. En resumidas cuentas lo único completamente cierto está en fotografías.

Por: Christian Mendoza

Imagen: Cortesía de Martha G.

                                                               Para todos aquellos que no corrieron con la misma buena suerte.

Domingo

A pesar del otoño, en Puerto Vallarta el calor no da tregua. El más mínimo esfuerzo produce chorros de sudor. Sin importar cuan alto esté el sol, la ropa siempre parece haber salido de la lavadora. Hoy no es la excepción. Afortunadamente es el día del descanso del señor. El mejor de la semana en un clima húmedo. No hay mejor excusa para tirarse en la cama bajo el ventilador. Ni pa’ qué moverse.

   Es poco más del medio día. La ciudad se inunda con el sonido de una sirena con híper volumen. Una voz institucional da un mensaje. No lo comprendo del todo. En su eco retiembla la estática que arrastran los altos decibles del megáfono: advierte sobre los peligros de un huracán que podría traer grandes precipitaciones para el martes o algo así. ¿Motivo de alarma? Aquí la lluvia debería festejarse.

Lunes

La estampa de la ciudad amanece gris, como de postal inglesa. A las nueve de la mañana las calles del centro están atípicamente vacías. Una llovizna tupida pero no muy larga roció la inquietud. En el camino, que va desde el malecón al corazón del Viejo Vallarta, casi todas las tiendas están cerradas. A medio trayecto, en la colonia Emiliano Zapata, los vecinos vigilan desde las puertas y las ventanas. En sus rostros hay una expresión que no acaba de definirse. Mezcla de zozobra y de incredulidad. La duda permanece: bien saben que las montañas bajaron la guardia una vez, hace casi diez años.

   Las madres llevan a sus pequeños a las estancias infantiles con el temor de que el servicio sea suspendido hasta nuevo aviso. Los niños más grandecitos esperan ansiosos que con el pretexto de salvaguardar su seguridad se cancelen las clases por un par de días. Lo mismo pasa con los haraganes que no quieren presentarse a trabajar.

   Pero no. Pese a los malos augurios el sol termina por salir. Poco a poco el termómetro levanta y la ciudad se envuelve en sí misma. Jova va volviéndose un nombre común en las conversaciones casuales. Es mejor usarlo con cautela. No se vayan a enojar los dioses. Hasta los más descreídos prefieren decir: “po’s si llega, ya será mañana”.

Martes

No hay en las nubes indicio de lluvia, ¿será que el meteoro cambió de rumbo? La prensa local afirma lo contrario. Dicen que los temores son “fundados,” que podría haber lluvias intensas; que el río podría desbordarse; que el huracán tocaría tierra allá por los rumbos de la Costa Sur. Apenas termino la lectura y el gusano seroso de la duda se me acomoda entre las tripas. Miro por la ventana: un cielo blanquecino con pinceladas de azul pardo me apacigua. Hoy no parece ni tan infinito ni tan inalcanzable. Me dan ganas de levantar la mano y estirar los dedos, pero me aguanto. No sea que el cielo siga siendo el mismo y entonces si nos lleve la chingada.

   El centro de la ciudad está más vivo. Los trabajos de prevención llevan y traen gente. Hombres y mujeres trepados en escaleras, botes y tarimas trazan líneas con cinta adhesiva de papel en ventanales gigantescos o en puertas de cristal abatibles. La forma depende de su imaginación. Lo más común es dibujarles una equis o una cruz, pero hay quienes no se detienen y sobre esas formas unen otras líneas creando así asteriscos o gatos. Unos más chuecos que otros. Unos más cortos; otros más largos. En bancos y bares las medidas son más intensas: se levantan corazas de madera para proteger las entradas y salidas de la furia del viento y del mar. ¡Pum! ¡Pum! ¡Plaz! Marros y martillos trabajan al unísono desde distintos lados de la calle. ¡Triiil! ¡Triil! ¡Trill! Una excavadora y piedras rotas en el «nuevo» malecón.

Imagen: Cortesía de Issac Ortíz.

Imagen: Cortesía de Isaac Ortiz

   A lo largo del Boulevard hotelero también se toman precauciones: las palmeras que engalanan al enorme paseo son podadas una a una con paciencia oriental. Los establecimientos frente al mar han decidido tomarse el día para desmontar algunas de sus pertenencias. En las playas en las que suelen atiborrarse los bañistas, ahora se amontonan hombres con palas y botes: traen consigo hasta un ciento de costales para llenar con arena. Más tarde construirán barracas para contener los embistes de la corriente en caso de inundación. Ingenuos: el agua siempre encuentra su camino.

   Una lenta llovizna comienza. Habrá de mantenerse ligera e intermitente durante el día. Los más precavidos hacen caso de los anuncios en la radio: salen de compras. Entre sus provisiones cargan con velas, linternas y baterías. El día transcurre entre esos preparativos. El calor ha sucumbido. La humedad de la selva es ahora una caricia que entibia el viento que sopla desde la montaña. Parece venir impregnado de un cierto sentido de conciencia común: si los ventarrones llegan vamos a resistir.

   No es del todo cierto. En mi caminar por el centro me encuentro lugares en los que la cautela no existe. Entonces me veo a mí mismo caminar esas calles nueve años atrás. Entre una muchedumbre de gente que desfiló por el boulevard hasta las callejuelas del pueblo viejo, horas después de las marejadas del huracán Kenna. Andando sobre un profundo suelo arenoso, que antes fue empedrado, lleno de troncos, escombros y autos estrellados. Mirando estupefacto entre vidrios rotos y aparadores vacíos de tiendas de ropa, galerías de arte y costosas joyerías -que estaban llenos-. Recuerdo con particular inquietud la exasperación de una mujer que recién había perdido todo. Era una locataria de la calle Juárez, justo a unos metros después de su cruce con Insurgentes. Hacia el río, poseía un negocio pequeño en el que vendía ropa de playa y trajes de baño. La corriente marítima había entrado a su tienda llevándose alguna mercancía y dejando otra rasgada, sucia y llena de arena. Adentro la situación era similar: el agua estancada y revuelta amenazaba con pudrir los tejidos de lo que todavía era útil. Esto último yacía en la banqueta. Decenas de personas pasábamos por ahí saltando la pila de mercancía. Entorpeciendo el trabajo de la mujer, que sacaba con cubetas y un trapeador el agua dentro de su local. Cuando no pudo más gritó un sollozo iracundo: «¡Ya ni la chingan! Uno aquí echando talacha y ustedes estorbando”. Siendo el último que acababa de cruzar, me sentí un miserable.

   Caminé hasta la playa con ese recuerdo en mi cabeza. Tomé un atajo a través del Mercado del Cuale. Ahí encontré a los vendedores salvaguardando en lo alto su artesanía. Ese día no trabajarían hasta después de las seis. Así lo convinieron con las autoridades en un papel firmado. El río parecía el mismo de siempre: con su incesante ir hacía el océano y su chocar de piedras pulidas. Dejé que su borde me bajara hasta el mar. A lo lejos se dibujó un hermoso arcoíris: la señal de la alianza, del perdón; de la redención. Estábamos salvados. Se desvaneció cerca del ocaso: ni la lluvia ni el horizonte nebuloso impidieron que la agonizante lumbrera mayor cubriera el manto celeste de rojo intenso. Contemplé devotamente ese instante en el que el infinito se comprime y se expande a la vez. Las olas se crisparon, pero en lo más alto de sus bucles montó un grupo de intrépidos surfistas.

   En aquel momento de arrobo místico fui demasiado ciego para entenderlo. El día siguiente no terminaría sin una desgracia. Aunque esta sucediera lejos.

 

Christian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo.