La ciudad de Guadalajara, la que cada vez es más accesible para tomar la bicicleta y desplazarse a varios lados, sigue teniendo algunas rutas mejores que otras. Se ha avanzado, pero falta mucho. Aquí la autora nos comparte su experiencia en el pedaleo.
Mariana González-Márquez
Foto de Murillo de Paula vía Unsplash
Los rayos en las ruedas y su sombra continua en el pavimento. Las piernas en un rico vaivén de músculos que se estiran y se encogen arriba, abajo. Mi bicicleta y yo circulamos sobre la calle Paseo Arboledas, hace un par de minutos que dejamos Mariano Otero, esa vía tan grande para los automotores y tan pequeña y peligrosa para quienes surcamos el pavimento en dos ruedas.
Se siente rico pasar por aquí. El verde de decanos árboles, la brisa, la tranquilidad, la frescura de los jardines y de los camellones, el colorido de las flores. Un ambiente que se repite poco en esta ciudad.
Transportarse en bicicleta en las calles de Guadalajara es como la rueda de la fortuna: según el camino que elijas sufrirás más o menos, pero siempre, siempre padecerás los coches que se precipitan sobre ti cuando dan vuelta a la derecha, los peatones que caminan sobre ciclopistas como si fueran en el parque, los camiones que te amenazan al dejarte escasos centímetros de maniobra, los viene-viene que se apropian del poco espacio que hay para circular en calles angostas y -¿por qué no decirlo?- otros ciclistas que vienen en contra de la circulación a alta velocidad.
Eso sí, no voy a hablar del estado de las calles de “bachelajara” porque eso me llevaría quién sabe cuántas líneas. Los sube y baja de la ciclopista de avenida Arcos son un ejemplo claro. Solo diré que parece calle empedradada.
No hay nada como circular por la calle López Cotilla. La cosa mejoró un montón desde que pusieron los topes para que los coches circulen a menos de 30 kilómetros. Pedalear entre el bullicio de quienes buscan diversión significa también respirar olores que despiertan el apetito y las ganas de verse con alguien a tomar algo.
Pasar por ahí me pone de buenas. Casi siempre la gente que anda por acá está en el mismo ánimo. Es como estar en un país de primera con sus jardineras con plantas de romero y lavanda, sus bares, cafés y gente feliz intentando olvidarse de lo cotidiano. Confieso que a veces me invento trayectos solo para usar esta ciclopista que se convirtió en mi preferida desde hace tiempo.
El golpe de realidad viene en Federalismo. Mismo bullicio que López Cotilla, pero más caos, tráfico, gente trasladándose a su trabajo, a su casa, corajes en cada esquina. Es la ciclopista más antigua de la ciudad, la más invadida y la que más obstáculos representa. Desde el que vende dulces en la esquina, hasta la señora que, celular en mano, cruza la enorme avenida sin voltearla a ver, los camiones que descargan todo tipo de mercancía, los enfermos en silla de ruedas o muletas que buscan un artículo ortopédico. Pedir que respeten el espacio es arriesgarse a una grosería o, de menos, a una mala cara.
La mejor parte de ese tramo viene después de El Refugio que sigue siendo el centro, pero sin la locura del centro. Se disfruta el camino en picada, la explanada del parque, los niños disfrutando los juegos mecánicos, el pequeño sembradío en el camellón y la tranquilidad de las calles.
Para llegar a mi destino quedan pocos minutos y puedo elegir dos caminos: el que sigue la ruta del aroma de las rosas, los claveles y las lilis del mercado de las flores hasta avenida Maestros o el camino del Parque Alcalde, al que se llega después de un par de cuadras de sortear tráilers repletos de flores o de compradores de ramos y coronas funerarias.
Casi siempre elijo el segundo no sólo por la sombra que dan los árboles sino porque aquí ocurre una de las experiencias más bonitas de pedalear en la ciudad.
Todo consiste en avanzar un poco hacia el paseo Alcalde y esperar en Jesús García a que pasen todos los coches para tener la calle libre. Después pedalear rápido y luego dar vuelta por Mariano Bárcenas junto al parque y de ahí dejar que la magia suceda dejando que la bici me lleve de bajadita y a toda velocidad mientras cierro los ojos.
Siento la frescura de los árboles y el sol que calienta mi rostro, el viento o la lluvia me dan en la cara y mueven mi cabello suave y ligero hasta que las llantas de la bici van perdiendo revoluciones. Corto, pero hermoso. Esa sensación vale todos los obstáculos del mundo.