Un certamen de belleza se distingue por la delicadeza y mesura de sus integrantes. En este lugar no sucedió así. El coraje de la derrota convierte el escenario en un cuadrilátero de lucha libre en el que la diplomacia no tiene cabida.

Por: Alicia Preza

Aún vibraba la voz de la conductora en las bocinas instaladas en la plaza. Los pies de aquellas personas paradas en sus sillas esperando escuchar el nombre de su candidata se movían hasta lograr un ruido extraordinario. La hora del veredicto va llegando como los resultados de un estudio clínico. Con el miedo de haber perdido. Con el miedo de volver a ser nadie.

Y la ganadora es… 

El Regidor municipal invitado abre lentamente el sobre. Allí está el nombre de la chica ganadora. Las cinco candidatas se toman de las manos. Sonríen con los labios temblorosos. Muestran los dientes aclarados que se asoman tras un labial rojo marcadísimo que les permite ser vistas por las personas de la última fila.

La ganadora del premio a Señorita Simpatía es…

Se pronuncia el primer nombre de la noche. Los asistentes aplauden, los familiares se lamentan. Hubieran querido un premio mejor para su niña. Lo mismo pasa con la ganadora del premio a Señorita Amistad y las dos princesas. Las concursantes son ataviadas con una banda blanca bordada con letras tricolor que sólo sirven para decir “yo no soy la reina” con palabras menos tristes. Dan un paso atrás visiblemente abrumadas. Su esfuerzo acaba de recompensarlas de mala gana.

Quedan tres adolescentes paradas al frente de los micrófonos. Mostrando su altivez en la tarima de metro y medio de alto miran a sus seguidores, quienes gritan esperando que el volumen cambie el nombre que ya está escrito en el diminuto papel.

La Reina de las Fiestas Patrias 2011 es…

¡Vanessa!

Las manos que disimulaban ser amigas se despegan. La ganadora se lleva las manos a la cara haciendo creer a los asistentes que está realmente sorprendida por el veredicto. Sonríe triunfante mientras las otras dos se hunden volviéndose invisibles en sus vestidos de gala. Marcela no puede soportar la derrota, se despoja de la banda recién colocada tirándola en los brazos de su maestro y baja bruscamente del escenario.

Entre aplausos y porras, la maestra de ceremonias pide una primera pasarela de Vanessa como reina del pueblo. Accede agitando la mano derecha en el aire: corto… corto… laaaargo; corto… corto… laaaargo. La gente aún se encontraba recibiendo a la caravana de la gobernante cuando reapareció -de entre los adornos patrios- la figura de una voluptuosa mujer metida en un vestido rojo de gala.

Marcela camina enfurecida hacia la conductora tratando de arrebatarle el micrófono. Encaja sus uñas postizas en el brazo de la maestra de ceremonias. No consigue obtener la palabra, así que, al verse reprimida se desliza recogiendo la cola de su vestido. Llega hasta la nueva reina arrebatándole con fuerza la corona recién colocada. En un impulso de leona acorralada jala el cabello de su contrincante, quien se defiende arrancando las extensiones del cabello de su agresora.

La corona vuela dejando atrás el escenario y cae en la mesa de los jurados. Los asistentes comienzan a movilizarse y corren para estar cerca del espectáculo que apenas inicia. En un santiamén tres de las concursantes se encuentran rodando sobre la madera de la plataforma, enredadas en una maraña de tul y lentejuelas. Los regidores se abruman ante el dilema de bajar, evitando ser agredidos, o separar a las chicas que se han fusionado en telas brillantes, accesorios quebrados, maquillaje corrido y gritos lastimosos.

Una mujer sube al estrado y empuja a la única joven que no quiso inmiscuirse en los arrebatos de sus compañeras. Ahora sí, esto se convierte en una batalla campal.

Se ha armado, pues, un verdadero desmadre. Hay personas ajenas al evento arriba del escenario. En un considerable «todos contra todos» los micrófonos han sido apagados. La gente grita y hace bulla como su estuviera en una función de lucha libre, cabellera contra cabellera. La Bandera Nacional tendrá que esperar su turno para ser la protagonista de la noche, para ondearse conmemorando la Libertad e Independencia de su pueblo.

A lo lejos, desde una camioneta negra dos agentes de la Policía Municipal sonríen al ver el zafarrancho en el que se ha convertido el evento patrio. Una mujer los mira de reojo y reclama en voz alta: “y a estos ¿para qué lo queremos?”; pedradón para los policías quienes bajan de la camioneta aproximándose al lugar de los hechos.

Gritos por doquier “¡Eso México, demuestra tu cultura!” “¡Chíngatela!” “¡Ya bájenlas!” “¡Esa es mi reina!” Personas aplauden, otras abandonan el lugar con sus niños cargados en brazos. La mayoría, extasiada de morbo, se congrega en la escalera de la tarima tratando de captar el mejor ángulo de la pelea del año.

Los policías logran separar cómicamente a las reinas luchadoras. Los familiares han sido retirados de la tarima quedando sólo el padre de Vanessa escondido detrás del trono improvisado, sirviendo de guardaespaldas. De guardia real, más bien. La reina se mira a sí misma: le han arruinado el peinado, su vestido está hecho retazos y el maquillaje sólo refleja el exceso de sombra negra corrida casi hasta las mejillas. A pesar de todo sonríe. Con ambas manos se levanta un poco el vestido y se postra en la silla tapizada de verde limón. Con la sonrisa de ganadora, con el pelo enmarañado. Con la diplomacia de la realeza.

Horas después, al final del evento sube nuevamente al estrado la Reina de las Fiestas Patrias Vanessa. Escoltada por los dos agentes de la Policía Municipal, su padre, hermanos y su tía (esta niña parece llevar más seguridad que el mismo «Chapo» Guzmán). Enciende el micrófono cuando ya las personas se están retirando. El mariachi recoge sus instrumentos. La joven de vestido azul acomoda coquetamente su corona y mira su escote procurando no enseñar de más. Luce un rasguño profundo en la mejilla derecha. Sus rizos se han convertido en una enredadera imposible de arreglar hasta para su madre. No queda nada de aquellos labios rojos de pasarela ni de los zapatos de tacón alto que pretendían deslumbrar al jurado.

Observa la plaza vacía y siente el frío que trae la noche pero deja asomar la calidez de su sonrisa:

«Solo quiero decirles que gracias por su apoyo, gracias por que la otra no ganó. A partir de hoy, yo soy su Reina y yo los voy a representar; cada vez que alguien piense en la Reina de Atemajac pensará en mi. Gracias».

La plaza sigue vacía, el frío no se ha desvanecido ni la poca audiencia se ha inmutado. Nadie aplaude. Las sillas vacías de metal parecen ser las únicas que han atendido el mensaje de la realeza. No se volverá a saber de ella hasta que el deber la llame a entregar la corona a la ganadora del próximo año; entonces sí, será olvidada.

Esta noche presume su corona retorcida bajo los reflectores. Esta noche esa niña que se revolcó en el polvo de las pisadas de extraños me representa. Esta noche esa niña es mi Reina.

Alicia Preza ya casi va de salida de esa etapa llamada Universidad. Considerada por algunos como escritora «rosa», la autora prefiere creerse positivista. Aprende lentamente a narrar y crea para ella misma historias que por una u otra razón llegan a ver la luz.