No, en este caso no se trata de algún dentista ladrón, sino de la historia de quien iba a atenderse una emergencia dental y en el camino se encontró dentro de un asalto colectivo. ¿Qué provoca más ansiedad, la gran aguja del dentista con la anestesia o el que te roben la pulsera de compromiso?

Por Claudia Rodríguez Estarrona

Una cita con el dentista resulta siempre agobiante, sobre todo cuando es la primera vez: te genera ansiedad. Y cuando al agobio y a la ansiedad le agregas adrenalina entiendes que la cita, en vez de haberla hecho con el dentista, debió ser con el gastroenterólogo.

Pues bien, hablando de visitas al dentista hay una que ha sido sin duda la más memorable en mi vida. Estaba yo recién casada, viviendo en ese entonces en el Distrito Federal, sin saber trasladarme muy bien por la ciudad, sólo a los lugares que frecuentaba por obligación o por gusto. Desafortunadamente tenía una molesta caries que no podía esperar. Hice una cita con el dentista que me recomendó mi cuñada: había que estar a las 7:30 de la tarde; si salía del trabajo a las 6:00, era tiempo más que suficiente para llegar holgadamente.

Llevaba ropa cómoda para cambiarme al salir de la oficina y traía una mochila grande para cargar la ropa de cambio. Ya lista, tomé el metro en la estación Viaducto y me bajé en la terminal, en Taxqueña, donde me habían indicado que había un microbús que me llevaría hasta Ermita Iztapalapa, lugar a donde estaba el dentista.

Me bajé del metro esquivando el mar de gente que salía de los vagones. Además de eso, estaban la gran cantidad de personas que habitan de planta en la terminal: los vendedores ambulantes. No hay estación del metro sin ellos, no se podría ya entender al metro sin vendedores ambulantes. “Llévelooooo, lléeeeevelooo, diez pesos le vale, diez pesos le cuesta”.

Es increíble la cantidad de productos que puedes comprar con tan sólo diez pesos; algunos vendedores están en puestos bien establecidos y otros más llevan en charolas o mochilas sus artículos para venta y cuando abandonas la estación bajando las escaleras hacia la calle, no importa la hora que sea, siempre están ahí, como recién hechos, los huaraches y gorditas, los tacos, las tortas, los churros, las donas, los merengues y demás antojitos que ofrecen. El apetito se abre rápidamente… lástima que el dentista aún esperaba por mí.

Caminé más o menos unos diez minutos desde que bajé del metro hasta que llegué a donde está el paradero de los microbuses que me llevarían a mi destino; me subí, sentándome en los primeros asientos, justo al lado de la puerta y emprendí el viaje. Pasó más o menos una media hora cuando por fin llegamos a la avenida Ermita Iztapalapa; justo al tomar la avenida se subieron al microbús un par de chavos con unas chamarras grandes y llamativas: uno se quedó al lado del chofer y el otro se fue hacia atrás. Al arrancar el chofer el microbús, recuerdo muy bien haber percibido el típico movimiento que ves en las películas en donde el malo o el bueno, dependiendo del caso, con un movimiento de la mano izquierda abre la chamarra y con la mano derecha extrae su arma para apuntar a la víctima. Pues eso sucedió. Al primero que apuntó con el arma fue al chofer. “Si no quieres ver sangre, sin paradas hasta que yo te diga”, gritó. Después y sin perder el tiempo giró, apuntó a mi cabeza con su pistola y nos indicó a todos entregarle a él o a su compañero nuestras carteras y cualquier artículo de valor que tuviéramos. Fue entonces que me miró y me pidió mi pulsera; era la de compromiso (no me gustan los anillos), los nervios no me permitieron actuar rápidamente, pues la pistola aún seguía en mi cabeza y él desesperado por la prisa, sólo jaló la pulsera. En ese momento no sentí dolor, ni vi la sangre escurrirse, sólo me dolía que se la llevaran. Ya saben, a pesar de los nervios emergen los sentimentalismos. “Quítate la sudadera”, me dijo luego quitando la pistola de mi cabeza para ir después recogiendo lo que iba pudiendo de los demás pasajeros. Me iba a quitar la sudadera, cuando me acordé que no traía blusa abajo. Supongo que he de haber puesto cara de desconcierto, porque mi compañero de asiento, al ver mi expresión me dijo: “no te la quites, yo le doy la mía”. Yo asentí con la cabeza y lo miré con infinito agradecimiento. El dueño de la pistola regresó y le fue entregada la sudadera y unos billetes que traía mi compañero de asiento.

No venía lleno el microbús, pero si éramos un número considerable de pasajeros, así que en las tres o cuatro cuadras que duró el asalto, entre gritos y llantos de los pasajeros y una tremenda letanía de maldiciones de parte de los asaltantes, tenían ya un buen botín en sus manos. Luego se miraron entre sí y supongo fue su señal para saber que habían terminado: el de la pistola le gritó al chofer que parara, acción que obedeció de inmediato, se bajaron y corrieron.

El chofer preguntó si todos estábamos bien y bajó del microbús. Algunos pasajeros lo siguieron; una patrulla pasaba en ese momento, la pararon e intentaron perseguir a los asaltantes. Yo no supe si lo consiguieron, sólo miré a mi compañero de asiento y le di las gracias, él me preguntó si estaba bien, señalando mi mano que sangraba. Fue hasta ese momento que sentí dolor. Le dije que estaba bien, e intenté bajarme del microbús, pero tropecé con la gran mochila que traía: no había pensado en ella en todo el tiempo del asalto. La había puesto bajo mis piernas desde que subí para que no estorbara, fue la mejor decisión, nunca la vieron y no intentaron quitármela, lo cual agradecí, pues recordé que el sobre con mi quincena, lo había guardado ahí. La agarré, la colgué de mi hombro y bajé. Faltaban ya sólo unas cuadras para llegar al dentista. Temblando, las camine.

Había mucho que analizar: nunca me habían asaltado, nunca había tenido una pistola en mi cabeza, nunca había ido por esos lugares yo sola… y no conocía al dentista.

Llegue con él y en cuanto entré me atendió. No me dolió nada, me preguntó qué me había pasado en la mano y le dije que me había cortado; no quise hablar de lo sucedido con un desconocido.

Al terminar y salir no sentía mi mejilla derecha, la anestesia era su dueña, pero vi a mi esposo que ya estaba ahí por mí y entonces lloré; le platiqué lo sucedido, me abrazó y me preguntó que por qué había entrado a que me atendiera el dentista estando tan alterada. En aquel momento no supe contestarle, pero luego ya pensando creo que fue porque si ya había hecho todo ese recorrido para ir a atenderme, había que finalizar. No pensaba volver a hacer ese recorrido, pues el agobio y la ansiedad se apoderarían de mí de nuevo, inevitablemente.

No tuve que hacer cita con el gastroenterólogo, pero definitivamente aquella tarde en la calle sí fueron demasiadas emociones para mi estómago.

Claudia Rodríguez Estarrona ha hecho muchas cosas en su vida, pero ahora está haciendo una que desde hace un tiempo tenía marcada como gran pendiente: escribir lo que le gusta.