Un viaje entre amigos puede convertirse en muchas cosas (sobre todo cuando se trata del clásico “mochilazo”), en el caso de lo que nos cuenta Diego, aunque no estaba planeado que así fuera, la serie de eventualidades que hubo que vivir en el camino, valieron mucho la pena por el resultado vivido al final
Diego Rhó
“Ya no tengo dinero, pensé que ustedes tenían algo”, dijo Camargo.
Mi hermano y yo nos quedamos pálidos ante la idea de estar varados en medio de la carretera.
“Pues no cabrón, estamos sin un quinto partido por la mitad. ¿Y ahora?”.
“¿Y ahora?”, la pregunta que viene cuando se admite que la crisis no podría estar peor, pero sí, siempre se puede empeorar.
“Pues caminando ¿no?, de aquí al Sótano de las golondrinas nos pueden dar un ride”.
Si hubiera estado en esa misma carretera con más agua y paciencia, tal vez no me habría negado, sin embargo eso no valió para mi hermano y su amigo Camargo. Ellos iban con la mentalidad aventurera en la que medir el peligro no era una ecuación a calcular. Así que con dos litros de agua, una lata de atún y nada en la cartera emprendimos la marcha.
Era una carretera vieja, camino de dos carriles, uno de ida y otro de regreso. Un camino que a todas luces parecía estar más reparado por los lugareños que por el gobierno. Eran las 7 de la mañana y el sol recién salía, la huasteca se caracteriza por ser un lugar húmedo y con el sol de la mañana el vapor y el bochorno fueron los únicos compañeros que vinieron en la carretera con nosotros.
Creí que por ser un fin de semana habría más tránsito y con ello oportunidad de esperar un aventón. Pero no se veía un alma a la vista, solo los clásicos correcaminos de las películas que atraviesan el camino de lado a lado. Aves que llegan a verse cuando se está en el desierto, pero aquí todo era verde, un verde sofocante que se extendía más allá de la vista. Camino y verde es todo lo que se desplegaba frente a nosotros. No era particularmente un camino llano y parejo, había pequeñas lomas que nos marcaban una línea en el horizonte.
—Allá traslomita debe verse el río, decíamos constantemente.
El ánimo en el grupo era jovial, hacíamos bromas, charlábamos y dejando de lado el miedo que yo tenía, disfrutaba de la compañía de mi hermano y de su amigo. Pero no pasaba un solo carro y los que pasaban eran pocos camiones de carga, a quienes no hacíamos la singular seña de pedir aventón. Eso sin embargo no desanimaba al grupo, manteníamos la marcha constante.
Ya pasará alguno, me repetía a mí mismo constantemente.
Y si pasó: después de dos horas de caminar, una camioneta se detuvo. Era un vehículo preparado para llevar a cuestas una importante suma de costales para la construcción, se detuvieron y les dijimos que íbamos al Sótano de las golondrinas
—Llegamos hasta Tamuín, ¿les sirve?
Mi hermano y su amigo me voltearon a ver, pues ellos, quienes habían tomado la decisión de llegar caminando, no tenían ni la más remota idea de dónde estaban parados.
Si, nos queda de paso, les dije.
Subimos a la parte trasera del vehículo y emprendimos la marcha. Fue una hora de camino hasta ese punto. Un tramo de carretera bastante ajetreado diría yo, lleno de curvas, subidas, bajadas y como era un vehículo para costales y no para personas en repetidas ocasiones estuve a punto de caer por el borde de la plataforma. Era como surfear sentados y en la carretera; en la camioneta no había de dónde agarrarse.
Llegamos a Tamuín en una pieza.
El vehículo nos dejó a la entrada del poblado, pero teníamos que atravesarlo. Existía un nuevo brío en los tres, todavía no era mediodía y ya habíamos avanzado mucho, o al menos eso era lo que sentíamos.
Pero lo que si comenzaba a hacer estragos era la comida, o la falta de ella. Habíamos desayunado en el ejido Nuevo Jomté, lugar del que salimos en la mañana. Mi tía nos había hecho un desayuno completo y llenador, algo que habría sido suficiente para soportar una jornada de trabajo en el campo, pero eso había sido hace rato, muy temprano en la mañana.
“Tengo 30 pesos en la tarjeta, ahorita pasamos y compramos algo en el súper”, dijo el amigo de mi hermano cuando llegamos al borde del poblado.
Un atún, unas galletas saladas y una botellita de medio litro fue nuestro botín. Eso más el atún que milagrosamente estaba en la mochila de Camargo nos dio el empuje suficiente para dejar la civilización y continuar en el camino. No era mucho, pero sin eso nos habríamos quedado varados, miedo que no abandonó mi cuerpo desde el inicio.
Conforme avanzaba el día aumentaba el calor, pero lo que sí no queríamos era acabar con las reservas de agua. Había escuchado tiempo atrás, en una expedición con mi escuela, que la calidad del agua en las casas era muy mala y que tratáramos de evitar a toda costa beber de ahí si alguien se ofrecía a darnos.
—¿Te imaginas una diarrea justo ahora?
—Pues hay en dónde hacer, no necesitas un baño, hay mucha selva
—Me refiero a que te deshidratarías, no lo recomiendo
Diálogos que amenizaban la caminata.
Pasaban las horas, subía el calor, pero no pasaban autos, y los que pasaban no nos daban aventón. La única constante seguía siendo ese verde, vegetación que se volvía más y más densa cada que avanzábamos.
De pronto pasó a toda velocidad un camión de carga, supimos que era de mangos, porque cuando nos rebasó tiró uno, allá a lo lejos. Corrimos a recogerlo.
“Ah no manches, está todo golpeado y lleno de tierra”, dijo el amigo de mi hermano. “Pues ni modo, así lo comemos”.
Para ese punto ya había cierto hartazgo en el ambiente, la motivación se iba mermando poco a poco, pero ese evento, ese milagroso evento parecía ser lo que necesitábamos. En cualquier circunstancia, si hubiera yo pasado al lado de una fruta golpeada y llena de tierra, no la habría recogido, la habría dejado ahí a que la naturaleza hiciera lo que mejor hace en esos casos. Y no sé si para este punto del viaje estaba yo sufriendo de cansancio y algo de deshidratación, pero me pareció que el tamaño de aquel mango era enorme, había que sostenerlo con ambas manos, lo recuerdo bien.
En efecto estaba golpeado, tenía una abertura de la que le escurría un jugo brilloso que arrastraba tierra a su paso por la cáscara. Eso no importó, de hecho fue algo bueno, porque esa herida en la fruta sirvió para quitarle la cáscara y comerlo. Creo que sí tenía mucha sed y un poco de hambre porque no recuerdo haber probado hasta entonces algo tan dulce y tan sabroso como la pulpa de ese mango.
Después de eso reanudamos la marcha, era aún el mismo horizonte, una carretera que subía y bajaba y a los costados un verde que daba sombra, pero que no refrescaba, era una sombra caliente. Para cuando pasaron un par de kilómetros del evento del mango el problema del agua se agudizaba. Yo me negaba a beber más agua para que los otros dos pudieran continuar. Se les veía bien decididos, así que si algo me pasaba, ellos sabrían qué hacer con un cerebro bien hidratado.
—Ándale Diego, te toca tomarle
—Yo estoy bien, ya me comí el mango
Muchas veces ser orgulloso y testarudo ayuda a mantenerse en pie, más que otra cosa.
Y fue así que llegamos caminando al poblado de Aquismón, último reducto de civilización antes de adentrarse en un ambiente selvático más denso. Pero no era cualquier poblado, Aquismón era como me imaginaba Macondo: mariposas amarillas, un verde que le rodeaba… un espacio geográfico en medio de una novela y la realidad.
Preguntamos que dónde quedaba el Sótano de las golondrinas y todos nos señalaban aquel muro de montañas y cerros que bardeaba el pueblo, siempre en la misma dirección. Señalaban hacia el cielo, como si hubiésemos preguntado en dónde encontrar lo divino.
—El camino para llegar está al final de esta calle, ahí lo van a ver entrar.
Tal vez fue este el punto en el que lo real se convirtió en ficción, o tal vez al contrario. La subida al Sótano. El pavimento ya no era igual de ancho como en la carretera, esta vez era un solo carril. Los árboles se volvieron cada vez más densos a razón de nuestro ascenso, tanto así que la luz del sol comenzaba a desaparecer detrás de ese verde, un color que no nos dejó en todo el viaje.
Para quien no conozca el Sótano de las golondrinas basta con que imagine una gran planicie de color blanca, bordeada por árboles frondosos. Hay que caminar con cuidado por ahí, ya que la gruta es vertical y tan pronto uno esté cerca, puede ver cómo la pared rocosa desciende. Es tan profunda la gruta que no se alcanza a ver el fondo con la luz del día. Por si solo impacta a la vista, algo tan grande que de una sola mirada no se logra abarcar.
Pero lo que hace realmente especial a ese lugar es que es el hábitat de miles de aves, que ciertamente no son golondrinas. Tienen esa forma arqueada en la cola y son de color negro, pero no son golondrinas. Nosotros llegamos justo a tiempo para verlas regresar a su hogar. Era como ver un remolino negro que bajaba a las profundidades de la gruta que estaba ahí en el suelo. Al estar cerca se puede escuchar un zumbido, uno fuerte, como si estuviera uno en medio de un panal de abejas, pero viendo cómo una columna negra va bajando gradualmente. Ese era realmente el espectáculo que queríamos ver.
Creo que así se debieron sentir los primeros conquistadores cuando llegaron a terrenos desconocidos por Dios y por el hombre, palabras que usaban para describir su miedo pero a la vez admiración. En la bóveda verde que nos cubría se podían ver aves de colores brillantes, descansando en ramas tan gruesas como el camino que transitábamos. De esas ramas colgaban muchas lianas que en ocasiones descendían por los troncos como venas expuestas.
Nos tocaba emprender el viaje de regreso. Había que buscar la estrategia, ahora que la noche jugaba en contra.