La autora del siguiente perfil nos regala un retrato de doña Rosaura, una mujer como hay muchas en cualquier ciudad o población; lo que en un principio parece ser una descripción detallada y fría, conforme avanza se convierte en una especie de cálido recordatorio de que todos tenemos una doña Rosaura en nuestro entorno.
Marlene Juárez Morales
La veo pasar casi a diario. Su figura es alta y esbelta como sombra etérea en la gran ciudad. De caminar lento, constante y seguro. Va y viene en largas caminatas. No sé con certeza a dónde va y de dónde viene. Me asaltan muchas dudas. ¿Cuál es la razón de su caminar interminable? No lo sé, pero mientras camina se revela en la faz de su rostro un monologo indefinido y ufano. Una paz inmensa que puede verse a la lejanía.
A sus 85 años, doña Rosaura traza rutas indescifrables, hace sus propios caminos: se inventa veredas; camina entre 4 o 5 kilómetros diariamente. Algunas veces su caminata la realiza en las primeras horas del día; otras en el anaranjado ocaso. Su sombra se descompone en caminos y carreteras al borde del peligro.
Lleva consigo una toalla raída que le cubre la cabeza y le llega al filo de los hombros. Viste con vestidos que le llegan a las rodillas, adornados con florecillas amontonadas de colores innombrables. No usa detalles o accesorios para engalanarse. Así: sin nada, ni siquiera el cabello va prisionero. Lo deja libre, alborotado, entre cano y amarillento, como si fuese un pastizal seco. Todo en ella es sinónimo de libertad. Sus sandalias, ya bastante ofendidas por el uso, dejan ver la huella de sus descuidados pies. Sube banquetas, pasa por caminos, veredas y va por toda la orilla de la carretera. Eso sí, siempre en sentido contrario de los coches, para verlos de frente.
Ocasionalmente le he visto cargando un morral multicolores, de esos que elaboran y venden los presos; otras veces carga una cubeta vieja o una morraleta a rayas que llena con diversos productos que consigue en su caminar: vainas de guash, mango, limones, naranjas, o alguna que otra hierba comestible que corta en los límites de los corrales o paredes que se encuentra a su paso. También recoge ramas de árboles caídos; sobre todo si están secas. Las carga sobre su cabeza y sigue caminando. Son tan útiles para hacer el fuego y cocer los alimentos. Si está de suerte encuentra ramas extremadamente largas, las cuales arrastra haciéndolas crujir como rechinido de puertas viejas. Ya en casa las hará pedazos con su machete que siempre tiene a la mano. Algunas otras veces camina para hacer compras, como huevo, jabón, sopas, tortillas, entre otras muchas necesidades que le asaltan a diario.
Ella vive en una casa de ladrillos que uno de sus hijos le mandó construir. En esta casa vive también su hijo Bartolo. Ha sido por muchos años consumidor activo de diversas sustancias nocivas. Su estado es deplorable. Se ven en su rostro cicatrices de algún tipo de arma blanca, caídas fuertes y señas de peleas callejeras y mordidas de perros. Bartolo, mejor conocido como “El Chaflán”, inspira miedo. Cuando lo veo o me lo encuentro me tiemblan los pies, me aparto del camino y bajo la mirada. Cuando está en estado de ebriedad hay que darle dinero –pide siempre monedas de 10– y solo así te deja continuar tu camino.
Doña Rosaura está atenta a las borracheras de su hijo, a los diferentes encarcelamientos que ha tenido; lo cuida de sus golpes, caídas y lo aparta de las peleas callejeras con cualquier borracho, o con los mismos policías que amenazan con encarcelarlo. Ella está presente en todo momento, en todas sus fechorías, “es mi hijo”, argumenta.
También cuida del caballo de su hijo. “El Chaflán” tiene en su haber un caballo que le sirve para cargar leña, maíz o para irse montado de un lado a otro. Es un jinete invadido por el alcohol. El caballo necesita alimentos, agua y espacio; doña Rosaura se encarga también de ello. Toma el lazo y va jalando el caballo por toda la orilla de la carretera, hasta llevarlo a un lugar donde pueda comer las pocas hierbas que brotan del eterno pavimento. Al atardecer hay que cambiarlo de lugar, al otro día darle agua, llevarlo a caminar. Es el único caballo que existe por estos lugares. Casi no se ven este tipo de animales a excepción del caballo del “Chaflán”, que merodea como oscuro fantasma en las calles de mi barrio.
Doña Rosaura y yo nacimos en la misma comunidad, en una colonia de clima frio y de fría pobreza. Emigramos hace mucho del lugar que nos vio nacer. Lo hicimos por razones distintas. Ella por cuidar de su hijo –que ya empezaba con sus fechorías en la ciudad– y yo para ingresar a la escuela. Ha pasado tanto tiempo. Seguimos distintos caminos, aunque vivimos en la misma zona. Nos unen siempre nuestras raíces. Charlamos algunas veces. Son diálogos cortos y llenos de emoción, pero siempre en el mismo sentido: los acontecimientos de nuestro pueblo. Sus bailes populares, las fiestas que se celebran, los argüendes que debemos de conocer, los muertos que se fueron sin avisar, nuestras familias, la comida que tanto extrañamos, las balas perdidas que ha habido últimamente. Pero hay una razón poderosa por la que me agrada escucharla: por la amistad que tuvo con mi madre. Eran contemporáneas, iban a los bailes, se hicieron comadres y cómplices de la misma miseria que les tocó vivir; eran grandes amigas, como dos mariposas que se aproximan a un abismo. Enfrentaron la miseria y la alegría sin cuestionar nada. Solo que mi madre se adelantó en el camino hace ya varios años.
Escuchar a doña Rosaura es una leve posibilidad de recordar lo que la memoria no me ayuda, solo las sensaciones ocultas en alguna dimensión del alma permiten volver a vivir lo que fue. Nuestros diálogos son chispas de nostalgia que nos hacen sentir lo profundamente vulnerables que somos en estos espacios ajenos que nos tocó vivir. Somos dos almas grises que buscan el color en cada detalle de esta vida, de esta ciudad.