El autor del siguiente texto es el sonorense Miguel Manríquez, poeta, investigador, pero sobre todo una gran persona, que vivió un tiempo en Guadalajara. Nativo de Sonora, es doctor en letras y en este texto, evidentemente poético y con tintes de añoranza, escribe sobre la tierra tapatía, con el ojo amoroso de ese que se siente en casa, pero a la vez se encuentra lejos.
Miguel Manríquez
Foto de Roman Lopez vía Unsplash
I
Primero la palabra y luego las voces se acercaron en ilación de nombres. El esperado encuentro con Guadalajara fue, al mismo tiempo, un misterioso desprendimiento del ser norteño, esa identidad tan movediza como áspera que lentamente toma conciencia de otras voces igualmente lozanas que me confortan ante el cambio de paisajes. Desde el primer momento, la fragante pulsión de las palabras me venció hasta quedar dispuesto para cualquier perturbación de los sentimientos raigales: Arandas, Chapala, Melpomene, Jarritos, Mitla, Nerina, Opochtli, Tlaquepaque, Pinabetes, Vallarta, Zalatitlán, Zoquipan, Tonalá, Masaya, Zapopan, Lanus, Ahuisculco, Cajititlán, Atlacomulco, Aguamilpa, Coyucuata, Cocula, Colomos, Chimaltitlán, Alcalá. Al pronunciarlos suenan como un lugar de árboles iluminados. Con esos sonidos vibrantes sólo tuve la certeza de su energía original y la percepción absoluta de su musicalidad poética. Los ritmos y consonancias de las palabras originan destellos por el sólo hecho de invocarlas y entonces la ciudad que uno encuentra se intensifica y se abre para dejarnos un espacio topográfico poblado de signos y de voces, de semblantes y miradas.
La obsesión de pertenencia deja de ser divergente (¿dónde el norte y dónde el sur?) y se transforma en la necesidad palpitante de reconocerse en una lengua común que es muchas lenguas; una imagen de sí mismo que se descubre con la idea de un poderoso territorio compuesto de sonidos, ritmos y palabras. Entonces murmuro: Guadalajara, y en el sonido de su excitante nombre yace una historia construida con fragilidad de utopía española y el corazón ya legendario de la indianidad. Mejor todavía: esta ciudad con genio y figura es un país que merece ser descubierto desde la geografía interior del norteño recién llegado. Para naufragar en las calles es imprescindible invocar al tapatío poeta Raúl Bañuelos: “Sólo sabiendo se puede mirar así/ Sólo mirando se puede saber así./ De ver así aparece la luz”.
II
El ruido nervioso de sus calles cruza desde temprano como bandada de canarios temerosos. Es el momento preciso para alimentar la memoria y la mirada: iglesias agrietadas, estruendosos árboles que proyectan impasibles sombras como lagunas amables, el mercado San Juan de Dios, con pasillos húmedos y sin fondo, los barrios que todo lo contienen y que parecen umbrales secretos, las desplegadas mujeres que fluyen claras como savia inquieta y empapada, sus hombres grises que miran hacia dentro, sus inflamadas casas que se aferran al barro y al concreto para no elevarse más de lo necesario, las comidas que al contacto con la lengua florecen en mil perlas aromadas, los bruñidos jardines que lentamente remiendan los crepúsculos tapatíos, el sagrado y profundo néctar del tequila que nos convierte en infinitos peces iridiscentes.
Entonces resuena el verso tapatío de Ricardo Yáñez: “Estrellas, muchas estrellas y algo de música,/ música como barriendo todo el pecho,/ estrellas como llevándose los ojos”.
Aquí en Guadalajara no es necesario buscar por todas partes: la experiencia de la propia restauración personal se intensifica. El pregón de su cultura viene desde lejos en el tiempo alimentando sus tradiciones estéticas (música, danza, teatro, literatura, cine, pintura, fotografía, escultura, artesanía) que saboreadas y compartidas convierten a la ciudad en un fértil y poderoso sistema de reconocimiento, pertenencia y de imaginación: ¿cómo olvidar su festines culturales que alivian el destierro?¿cómo olvidar a sus juglares?: Yáñez, Bañuelos, Aceves, Castillo, De Aguinaga, Arreola, Rulfo, Esquinca, Del paso y otros que escapan a esta memoria que cabestreante recuerda: “Ahora, vete a casa, extraño, orgulloso de tu raza joven”, musita Auden suavemente.
III
Guadalajara es una ciudad que no intenta el olvido porque todas las mañanas se reinventa y se construye porque se ama en su propio torbellino de humo que reposa bajo un sol lentísimo y sensual. Esta ciudad borbotea y revienta engalanada por sus heridas luminosas. Esta ciudad ácida y feroz “se sueña a sí misma transfigurada por la noche”. Esta ciudad menguante es laberinto, máscara y palpitante isla encadenada al gozo. Esta ciudad atraviesa el tiempo como imagen duplicada en la memoria. Esta ciudad es aire y humo pero tiene espacios suficientes para el hombre que la pisa con calor derramado de extranjero. La ciudad avanza implacable y tibia en el corazón del norteño que torpemente la deletrea. Guadalajara es territorio modelado a puro sueño que gotea en la madrugada y huele a manzanas y ceniza. ¿Cómo pensarte?
IV
Guadalajara, ¿Eres árbol de follaje encendido?¿Eres eternidad, fiebre o corazón maduro?¿Eres estampida, silencio o ave majestuosa?¿Eres rumor o tierra sobre el limo?¿Eres misterio o sueño soñado desde el principio de mi soledad?