Acoso, intimidación, venganza… o simplemente tonta diversión; lo cierto es que estos jóvenes no midieron las consecuencias de algo que pudo incluso crecer más. Pasen a leer esta historia de la serie “lo que sufren los docentes”.

 

Moisés Navarro

 

Hasta que no tomó avenida Patria se percató de que lo iban persiguiendo. Ya había espejeado a la camioneta Lobo color café por el retrovisor y se había preguntado por qué no lo había rebasado si le había dado el tiempo y la oportunidad para hacerlo. Pero la camioneta no lo pasaba y se le echaba encima al pobrecito carrito rojo –modelo ni pa’ qué decir– que iba conduciendo.

Primero pensó que era un farol con mucha prisa, por eso se había echado a un costado, pero no lo pasó. “La calle es reducida, por eso no me pasa”, pensó todavía dándole el beneficio de la duda. ¿Para qué querrían seguirlo a él? Una vez que tomó Patria, la camioneta no lo rebasó, siguió con la misma dinámica, lo cual salía de toda normalidad. Entonces comenzó a jugar con la velocidad. Acelerar, reducir, acelerar y reducir; la camioneta hizo lo mismo. “El diablo sobre rudas”, se acordó de aquella película de Steven Spielberg.

Circulaba por el segundo carril –Patria en ese segmento es de tres carriles– vio por el espejo lateral: no venía nadie. Dio una vuelta abrupta a la derecha donde están los parques de La Calma. Aceleró. La camioneta no pudo dar vuelta ahí, pero se metió en sentido contrario por la calle siguiente y aceleró más. Pero el conductor del carrito rojo llevaba ya dos cuadras de ventaja. Se metió por la calle Pegaso: le dio más fuerte. Quiso dar vuelta a la izquierda y el muy orate no se atrevió porque era sentido contrario, así que se esperó a la siguiente cuadra. Por fin viró a la izquierda, luego una camioneta iba saliendo de la cochera y la alcanzó a esquivar. Dio vuelta a la derecha y tomó Mariano Otero, frente a Sam´s y lo que era la Kodak. Tomó la avenida y después se internó por la calle Sagitario. Aceleró hasta donde estaba un camión repartidor de Sabritas y se puso delante de él. Esperó. La camioneta no pasó.

Siguió hacia López Mateos, dio vuelta a la derecha y regresó a Patria. La camioneta lobo color café iba por el otro sentido y entonces reconoció al chofer: era un mozalbete chiqueado que él había reprobado el semestre anterior. Iba acompañado de otros dos mocosetes fresones, que iban tomando cerveza, sintiéndose dueños del mundo, pero no eran ni dueños de la camioneta que papito les prestó. El hombre del carrito rojo supo lo que tenía qué hacer: regresarse a la escuela, que está por Camino al Iteso, por la calle Calle Milenio, cerca del Cerro del Tesoro.

En ese momento, tuvo un ligero flasback: cuando iba saliendo de Tec Milenio vio dos camionetas: la Lobo café y otra Lobo azul. Estaba un grupo de morros tomando y uno de ellos orinando un árbol: a ese también lo había reprobado un semestre antes. Cuando el hombre del carro rojo siguió su camino, volteó hacia el retrovisor y vio cómo se iban subiendo a las camionetas. “Se dividieron las posibles rutas”, pensó.

Apenas llegó a la escuela vio a las dos camionetas estacionadas afuera del campus: los postpubertos se subieron a ellas y huyeron. Y qué bueno, porque el hombre del carrito rojo andaba sintiéndose Valentín Trujillo. Entonces fue a exponer el caso a las autoridades escolares. Resulta que uno de ellos –llamémosle Orozco– organizó todo el asunto, pues no soportó recursar la materia. En parte porque estaba en sexto semestre e implicaba atorarse en el bachillerato, pero también porque había intentado sobornar sin éxito a aquel docente del carrito rojo. Hasta eso no le ofreció tan poquito como para un morrillo de su edad: algo así como diez mil pesos.

No sólo intentó eso, fue a hablar con la directora del plantel y le imploró por calificación. La directora le pidió al docente del carrito rojo que pasara a Orozco, pero el docente se negó a la petición y una de las coordinadoras del plantel lo apoyó. Luego, la directora reconoció el error, por lo que Orozco fue a buscar al director del campus quien amablemente lo escuchó y le dijo que no se podía hacer nada.

Frustrado, resentido, orquestó la persecución. Su ayudante, el otro reprobado, Martín –quien condujo la camioneta café sin mayor éxito– también le intentó llorar al docente, pero cuando quiso hacerlo entró una llamada mucho más importante: lo invitaban a una de las fiestas de graduación –a la que seguramente fue, pero sin graduarse– y dejó hablando solo al docente. Una vez que terminó la llamada lo buscó. El docente del carrito rojo le recordó que se embebía en su celular, que no entregaba trabajos, que en ocasiones se acostaba, que llegó una vez tomado y que hasta lo suspendieron por eso. Martín también intentó el soborno, pero fue un intento mucho más pichicato: una botella de unos quinientos pesos.

Orozco continuó sus estudios en esa Universidad, pero con una orden de restricción tipo Estados Unidos: se le prohibió acercarse, hablarle o siquiera ver al docente. Martín se fue a otro lado. Luego atacó la pandemia y se dejaron de ver.