Hay a quienes les horroriza pensar en que una abeja los pique, pero que, aunque así sucediera, la cosa no va más allá del piquete. Sin embargo, el autor de la siguiente crónica es de esa reducida población que, si el veneno del piquete de una abeja entra por su torrente sanguíneo, puede causarle severos estragos. Aquí nos narra una reciente ocasión en que sucedió. Y, afortunadamente vivió para contárnoslo.

 

Ricardo Gómez

Foto de Michael Glazier vía Unsplash.

 

Mi vista se iba nublando con cada paso que daba, me urgía llegar a la sombrilla de palma en la que estaba mi amigo. Me acerqué para pedirle auxilio, pero entre la angustia y el deseo de no morir alcancé apenas a decirle que no podía más. La luz se iba apagando como si estuviera cayendo en el fondo de un pozo, cada vez más lejos el brillo de la superficie. Lo último que reconocí al caer fue la punta del cerro que dividía las dos playas en donde estábamos. Me negaba a creer que era mi final, pero las fuerzas y mi conciencia habían abandonado mi cuerpo: yo había dejado de ser. La oscuridad terminó por absorberme.

Ese día me desperté tan temprano como regularmente lo hago, pero con la emoción de estar en la playa, de vacaciones, en un destino nuevo, que, además, se había sabido vender entre el lujo de los restaurantes, fiesta nocturna y durante el día la ausencia de grandes olas de turistas en sus playas con paisajes de portada. Una amiga, otro amigo y yo nos hospedamos en un Airbnb en la ciudad de La Paz.

Partimos luego del desayuno hacia Tecolote –una playa que está a la sombra de la popular Balandra, con su inmenso lago de agua marina– el trayecto, aunque corto, tenía contrastes que hacían espectacular la vista: dunas y montañas rocosas, cactus gigantes y por el otro lado de la carretera la inmensidad azul del Mar de Cortés.

Llegamos a la bifurcación del camino: una “Y” obligada por el cerro que te lleva a menos de 10 minutos a uno de los dos destinos. Tecolote, a diferencia de Balandra, tiene oleaje, del tipo que te permite romper la ola con un clavado en su base al hacerlo en el momento perfecto o sólo brincarla sin mayor esfuerzo; es una playa que promete no revolcarte, además, con unas tonalidades de azul que le dan una belleza Pantone. Su arena no es blanca como las del Caribe mexicano, sino dorada.

La carretera se acaba y comienza un camino de terracería, puedes pasar cientos de metros sin encontrarte una construcción, personas o una ramada, pero, aunque no la pareciera, sí hay y nos dirigíamos a una. En el trayecto algunos puntos me recordaron a la playa donde viajaban a caballo Charlton Heston y Linda Harrison en la escena final del Planeta de los Simios, era como si fuéramos los únicos humanos abriéndonos paso por la arena.

A esta playa no ha llegado la justicia social ni la modernidad que Varguitas promete en La Ley de Herodes: no hay postes de luz, por lo tanto, no hay cables, de ningún tipo, están ausentes los servicios de internet y telefonía, no hay siquiera señal de celular, de ninguna compañía, sin embargo, no está exenta de la civilización.

A las faldas del cerro, como si fuera una caja a los pies de un gigante, está una de las pocas construcciones de Tecolote, es nuestro destino. Un lugar con sombrillas dispersas para los visitantes, hechas de tronco y hojas de palma, orgánicas en su hechura y orgánicas en el paisaje; también hay camastros, sillas, mesas, todas estas sí son de plástico. El lugar es atendido por dos hombres de mediana edad que apostaron al lugar como su fuente de ingresos, no son originarios de Baja California, pero sí son mexicanos, ambos nos reciben con calidez, como si fuéramos viejos conocidos, aunque nunca nos hemos visto.

El lugar cierra antes de que la luz del día se vaya, las cervezas y la comida que venden se mantiene refrigerada gracias a una planta de luz que funciona con diésel, pero su principal fuente de enfriamiento son barras de hielo. Toño y Marco nos explicaban a mis dos amigos y a mí su sistema para mantener la cadena de frío en los mariscos y mantener bien heladas las cervezas, cosas que no interesaba escuchar, sentía que perdía mi tiempo viéndolos hablar en lugar de ver el mar azul.

Llegó un punto en el que dejé de escucharlos, sus voces y explicaciones se volvieron murmullos lejanos que se enterraban con cada ola que golpeaba la arena, mis sentidos se enfocaron en la belleza del paisaje y bloquearon todo lo que consideraron insignificante ante la majestuosidad azul del horizonte.

Una caguama Tecate light muy helada que puso Toño o Marco sobre la mesa me sacó de mi trance (no caigamos en la discusión de la marca), la traían por petición de uno de mis amigos. Luego llegaron tostadas de ceviche, salsas de habanero, pepinos… unas tras otra a lo largo del día, era como un loop nuestra estancia en Tecolote.

Llegamos a La Paz motivados por el cumpleaños de mi amiga, Toño y Marco al enterarse del motivo le obsequiaron otra caguama, ella la tomó y la dejó en una mesa que estaba a mi costado y nos ofreció tomar de ella para que no se calentara, mientras ella se iba a su rutina de bronceado.

La tomé, le di un trago, pero antes de sentir el líquido sentí que mi boca aprisionaba algo que creí era una bola de papel, así lo sentí, como un pedazo de servilleta enroscado. Cuando intenté escupirlo sentí la fuerza sus alas golpeando mis labios y un zumbido que hizo eco en mi cabeza. Vino el arponazo. El aguijón penetró la parte interior de mi labio inferior y la reacción fue inmediata, como si hubieran descargado 10 mil voltios en mi cabeza.

Cada latido del corazón irrigaba el veneno en mis venas, lo podía sentir avanzando dentro de mi en cada bombeo de sangre, me quemaba de adentro hacia afuera como si buscara salir el fuego a través de mi piel, como un grito que estaba a punto de escapar destrozando la garganta y se expandía cada vez más. Pasó de mis labios a mi lengua, garganta, nariz, ojos, piel y se acercaba cada vez más a mi cerebro. Todo se volvió caos, ruido. El veneno era como lava que avanzaba incontenible, ardía implacablemente dejando a su paso un fuego salvaje. El miedo aceleró mi pulso, aceleró la ponzoña.

Escupí finalmente a la abeja destripada una vez que dejó su aguijón en mi labio. Cuando cayó en la arena le solté dos puñetazos llenos de rabia, saliva y lágrimas.

Me levanté y traté de mantener la calma, pero mi vista comenzó a temblar. Fui al baño para tranquilizarme, como si nada hubiera ocurrido, pero estaba pasando; quise engañarme, no lo logré. De un tambo con agua que era usada para descargar los baños, con mis manos, me aventé en dos ocasiones el líquido a la cara, para despertar de un mal sueño, pero no lo era, estaba perdiendo mi conciencia con el veneno en mi cabeza.

Los latidos se convirtieron en punzadas y cada punzada me apagaba la luz: veía intermitente. No quería entrar en la oscuridad, sentía que una vez dentro me podría quedar ahí. Tampoco quería que me encontrara la oscuridad lejos de mis amigos, regresé lo más pronto que pude con ellos. Cada vez eran más largos los episodios sin luz, pero no me había abandonado mi conciencia, caminé memorizando dónde estaban las sombrillas orgánicas, sus palmas, las mesas de plástico, las sillas y cualquier objeto con el que pudiera chocar, hasta que llegué con ellos. “No puedo más, no puedo más” repetí una, dos, tres, ocho veces antes de caer en la inconsciencia.

 

***

La luz volvió a mí, me acercaba a ella como si estuviera saliendo de un túnel. Con ella comenzó un murmullo al que le fueron subiendo el volumen hasta que pude escuchar nítidamente un “denle agua” con tono de urgencia que Toño o Marco habían dicho. Podría haber estado moribundo en ese momento, pero estaba muy cuerdo. ¿Este pendejo para qué me quiere dar agua?, pensé. Lo más extraño es que yo iba caminando.

Las abejas tienen en su veneno el poder de romper en mí toda ley de la física, tiempo y espacio. La gravedad afectaba directamente a mi cabeza y sólo a mi cabeza, había aumentado su fuerza volviéndola extremadamente pesada, sentía imposible levantarla, me colgaba como la cabeza de un balero sin encajar. El tiempo se ralentizó, mis pasos eran lentos, el sonido era lento.

Subí al auto por mi propio pie, aún no sé cómo lo hice, cómo me levanté, cómo caminé, no estuve en mí en al menos un minuto o dos, según me cuentan mis amigos. No tengo noción de cuánto pasó desde el desmayo hasta que cerré la puerta del coche, de nuevo, dicen mis amigos que no fueron más de ocho o diez minutos.

De Tecolote a La Paz son 30 minutos de camino en auto, hicimos 20 gracias a las habilidades de supervivencia que se activaron en uno de mis amigos, un tipo bonachón que regularmente maneja como abuelita. Al llegar a la ciudad nos dirigimos hacia una clínica del estado, ahí me colocaron una inyección que me quitó la sensación del peso en la cabeza, pero no tenían la otra dosis que dijeron los médicos necesitaba. Me enviaron a urgencias del IMSS.

Al llegar no me hicieron esperar mucho tiempo, me aplicaron la inyección que requería y de inmediato mi piel se llenó de sarpullido, esa era la reacción que el doctor estaba ansioso por ver, porque es el indicador de que en mi cuerpo hacía efecto el antídoto ante la alergia. Pasaron 15 minutos y las ronchas desaparecieron, mi cuerpo olvidó el trauma que había sufrido en la última hora.

No tuve efectos secundarios, ni secuelas del veneno de la abeja. Las secuelas quedaron en la memoria de mis amigos, quienes creyeron por un minuto o dos que había muerto en Tecolote.