Las vacaciones suelen dejarnos recuerdos imborrables, sin embargo la violencia que aqueja al país hizo que a Francisco esos recuerdos no le fueran precisamente placenteros.
Francisco Ríos
Esa madrugada de enero el frío arreciaba como no se había sentido en los días que teníamos descansando en la alta montaña sinaloense. Aprovechamos un período vacacional para refugiarnos en unas cabañas idílicas en medio de olorosos pinos y vegetación que crecía entre sinuosos caminos. Surutato se encuentra en el llamado “triángulo dorado”: Sinaloa, Chihuahua y Durango; el clima y su flora y sus bellos paisajes hacen de este pedazo de sierra un atractivo único.
En el día bajábamos hasta el centro del poblado y luego de recorrer su plaza y pasear por sus alrededores, nos surtíamos de víveres y no faltaba el pan de mujer, con sus rellenos de cajeta, piloncillo, queso o calabaza. Simplemente exquisito. De noche, ya con la temperatura muy baja, asamos carne en los braseros instalados fuera de la cabaña y tan pronto como estaba en su punto corríamos al interior para cubrirnos del intenso frío. Alrededor de la chimenea, mi esposa y yo compartíamos amenas charlas de sobremesa con nuestros hijos y nietos. También disfrutábamos de ver en la televisión un clásico del cine. El tiempo allí pasado lo disfrutamos como pocas veces.
Al día siguiente regresaríamos temprano. Dejamos ya todo listo. Sería nada más cosa de levantarnos al amanecer, tomar un café y emprender el retorno en los dos autos en que veníamos. El frío estaba en su punto máximo cuando sonó la primera alarma diciéndonos que teníamos que levantarnos. El sol aún no aparecía.
No bien habíamos del todo despertado cuando alguien gritó de una de las habitaciones: “¿Ya vieron los mensajes del grupo?” “No salgan” “Aquí quédense” “Hay enfrentamientos”. Todos nos quedamos mudos. Revisamos rápido en los portales informativos las noticias de lo que estaba pasando. Confirmamos: los hechos iniciaron en Jesús María, una sindicatura de Culiacán, que nos quedaba en el camino de regreso.
El ejército y demás fuerzas federales habían desplegado un fuerte operativo por aire y por tierra en esa comunidad. El enfrentamiento con miembros del crimen organizado ya había dejado muertos y detenidos. Se hablaba de la captura de una de las cabezas principales del cartel más importante de la droga.
Para ese momento, sicarios al servicio del narco habían generado una situación de pánico entre la población con el objetivo de presionar a las autoridades para que liberaran a su jefe. Bloqueos en las carreteras, en las entradas a la ciudad y en los principales cruceros viales. Camiones de transporte incendiados –luego de que bajaran a los pasajeros– y vehículos de empresas y de particulares corrieron con la misma suerte: en pocas horas se convirtieron en cenizas.
Horas de terror. Todo se paralizó. Las redes sociales saturadas con todo tipo de información: falsa, verdadera y verdades a medias. En algunos lugares la señal de los celulares se perdió.
Nuestra estancia en Surutato se alargó un día y una noche más. Los encargados de las cabañas nos avisaron que no habría cobro adicional y nos garantizaron que en ningún lugar estaríamos, en ese momento, más seguros que ahí. Vivimos horas de miedo e incertidumbre. De angustia. No sabíamos con exactitud qué pasaba con la familia y conocidos que estaban en Culiacán. Ni siquiera cómo desandaríamos los 155 kilómetros de regreso a nuestra casa. Casi tres horas. Como quien dice, andábamos con el Jesús en la boca, pues no saldríamos sino hasta el día siguiente.
Afuera de la cabaña, la temperatura comenzaba a descender. Adentro, echamos leño tras leño a la chimenea, que con su fuego nos invitaba a relajarnos. Mientras estuvimos allí, disfrutamos de un rincón mágico entre pinos y montañas. Nos llegaba el olor de pinos, encinos y eucaliptos.
De regreso, tendríamos que sortear el problema de seguridad que aún prevalecía en el camino.