Hurgando en sus recuerdos, la autora nos cuenta sobre las lluvias a lo largo de su vida, recuento que abarca varias décadas del siglo pasado y se instala en el presente, no sin antes recordar que lo que parece novedad, ya debería ser costumbre: en Guadalajara siempre ha llovido así, y si no, que la Generala lo desmienta.
Ana Rosa González Carmona
La ciudad de Guadalajara, fundada el 14 de febrero de 1542, ha padecido a lo largo de sus casi quinientos años de historia de inundaciones, como queda asentado en los archivos de la Diócesis, que a continuación cito: “en 1695 la imagen de Nuestra Señora de Zapopan es llevada a la ciudad de Guadalajara, azotada por epidemias e inundaciones, el alivio experimentado por la población incrementa el fervor hacia Ntra. Sra. de Zapopan. Por el año de 1734 Guadalajara nuevamente sufre el embate de las tempestades con su secuela de inundaciones y epidemias por lo cual, de nuevo las autoridades civiles y la misma comunidad, suplican al obispo sea traída la imagen de la virgen de Zapopan; el obispo accede y la imagen es llevada a todos los barrios y capillas de aquella antigua Guadalajara; posteriormente, los notarios darán testimonio de la mejoría que toda la ciudad obtuvo de esta visita, por lo mismo, los cabildos eclesiástico y civil, la Audiencia y la gobernación del reino, encabezados por el obispo, declara patrona y protectora de la ciudad episcopal, a Ntra. Sra. De Zapopan, el pueblo de Dios le dará entonces un nuevo título: Patrona contra rayos, tempestades y epidemias. La jura de este patronato conlleva, la obligación de traer la imagen cada año durante el tiempo de lluvias, para que por turno fuese visitando todas las iglesias de la ciudad.” Obligación que todavía pervive.
El temporal de lluvias en Guadalajara comienza el 13 de junio, día de San Antonio, llueva o no llueva, como decía mi amigo y compañero de la escuela Vocacional, Guillermo García Oropeza, y termina los primeros días del mes de octubre.
En mi niñez, en la época de los años cuarenta del pasado siglo veinte, los truenos y los relámpagos que acompañaban las tormentas me provocaban gran temor.
Cuando las lluvias eran torrenciales, al terminar de llover no se podía cruzar la calle de una banqueta a la de enfrente sin mojarse los zapatos, los niños de aquella época hacían puentes con tablas y piedras, se metían sin zapatos a la corriente y daban la mano a las señoras que querían cruzar la calle por el puente, mediante un pago moderado.
En ese tiempo la ciudad tenía las calles empedradas y había grandes coladeras en el arroyo junto a los machuelos de las banquetas en ciertos puntos claves de la urbe, para que el agua de lluvia se fuera a los drenajes y no hubiera inundaciones. Una de esas coladeras estaba casi en la esquina de Nicolás Romero con la calle de Morelos, cerca de la casa en la que vivíamos mi familia y yo. En las noches lluviosas mi papá salía provisto de un palo y su paraguas, a quitar la basura que cubría parte de la coladera, impidiendo que el agua se drenara con la rapidez deseada.
Una tarde, dentro del temporal de lluvias, cayó una tormenta que no sólo inundó las calles sino también las casas, entre las inundadas estaba la nuestra, el agua dentro subió aproximadamente 20 centímetros.
Como la lluvia no paraba, debido a mis pocos años, pensé que se trataba de otro diluvio universal; mi mamá me tranquilizó diciéndome que Dios Nuestro Señor había prometido que el diluvio universal no se repetiría.
En otra ocasión, durante mi adolescencia, también por la tarde llovió torrencialmente y nuestra casa volvió a quedar inundada totalmente. En esa época, después de una lluvia abundante y prolongada, era frecuente oír que las tiendas en ambos lados de la Calzada Independencia se habían inundado y el agua dañado parte de las mercancías contenidas en ellas. Pocas personas en nuestros días saben que Guadalajara se fundó en la ladera del río de San Juan de Dios y que éste corre entubado, abajo de la Calzada Independencia, desde los años treinta del siglo pasado. El agua sigue su cauce y converge en el río.
Antes de que entubaran al río había puentes para cruzarlo e ir a la parte oriente de la ciudad y viceversa.
En el pasado siglo veinte, cuando una persona abordaba a otra en la calle para pedirle las señas de un lugar que buscaba, la interpelada respondía diciendo: camine tantas cuadras para arriba, o si era el caso para abajo. Esta manera de indicar dónde se encontraba un lugar determinado estaba relacionada con el Río de San Juan de Dios, a saber: caminar hacia abajo en dirección del río, hacia arriba en dirección contraria al río, o en su caso hacia la Calzada Independencia o en dirección contraria a ella.
Mediando el siglo XX, al empezar a pavimentar las calles empedradas de la ciudad: Hidalgo, Morelos, Pedro Moreno, etcétera, del sector Hidalgo, substituyeron las grandes coladeras que drenaban las aguas pluviales por bocas de tormenta de área reducida, dando por resultado que cuando las lluvias son abundantes, el agua empieza a inundar las banquetas y los zaguanes de las fincas.
En 1969 se construyó el primer centro comercial en Guadalajara, que lleva por nombre Plaza del Sol en un lugar cercano al arroyo del Chicalote, que se forma con el agua que baja del cerro de La Primavera y cada temporal de lluvias sufre varias inundaciones.
En 1963 empecé a trabajar en una fábrica de productos químicos que se encontraba situada, detrás de la Planta Potabilizadora de Agua de la ciudad de Guadalajara. Para llegar, tomaba un camión Analco-Moderna en los portales, frente a la Plaza de Armas, que después de cierto recorrido tomaba la entonces Calzada de las Higuerillas, hoy Calzada Gobernador Curiel y me bajaba del camión en el cruce con la calle de Sombrerete. Después de caminar una cuadra, llegaba a la fábrica que se llamaba Industrias Químicas de México. La Calzada de las Higuerillas era muy ancha, pavimentada, de doble sentido, por la que se movían camiones de carga, pipas de gasolina de Pemex, tráileres, camiones de pasajeros… ya que era una de las zonas industriales de la ciudad.
Cuando llegaba el temporal de lluvias, la Calzada se inundaba de lado a lado, después de tormentas fuertes. En 1968 pude adquirir un automóvil Volkswagen. Uno de mis compañeros que viajaba conmigo en el camión Analco-Moderna me dijo: “cuando entres a la corriente en el auto ponlo en segunda y no dejes que se pare, porque va a entrar el agua por el escape”. Fue una indicación excelente, en diecisiete años que transité durante el temporal de lluvias por la Calzada en mi automóvil, nunca se me paró.
Era una odisea recorrer aquellos kilómetros después de una lluvia abundante o durante ella, al cruzarme con cualquier vehículo de carga, camión o tráiler, se levantaban olas de agua lodosa que tapaban completamente el Volkswagen, cubrían el parabrisas y momentáneamente perdía la visibilidad. Al salir de la Calzada debía transitar por el paso a desnivel de la calle Ocho de Julio, que se encontraba siempre inundado después de una lluvia abundante, para tomar la avenida Washington y volver a casa o visitar otro sitio cualquiera. Había otros dos pasos a desnivel al poniente que podía tomar en lugar del de Ocho de Julio, pero todos estaban siempre anegados. Cuando eso sucedía, los automovilistas teníamos que buscar una calle que nos llevara a la avenida Washington, cruzando las vías del ferrocarril. En una de esas noches, había una fila de autos esperando que un camión de carga entrara en una bodega sobre la calle por la que transitábamos, a mí me tocó quedar con el vehículo sobre una de las vías del tren. Estaba atenta a los movimientos del camión de carga, para ver en qué momento podríamos reanudar la marcha, cuando escuché el silbato del tren que se aproximaba al cruce donde estábamos detenidos y al voltear en dirección a él, sentí pánico al observar que venía sobre la vía en la que mi auto estaba atravesado, abrí la portezuela del vehículo e iba a echar pie a tierra para ponerme a salvo, cuando observé que la máquina del tren se había parado y el maquinista reía, divertido con la broma pesada que nos había jugado.
En una mañana lluviosa, varios empleados del departamento de administración de la compañía en la que trabajábamos se dirigían en un automóvil a las ocho de la mañana rumbo a la fábrica, al entrar a uno de los pasos a desnivel subió repentinamente el nivel de agua y se quedaron varados en el paso inundado teniendo que ser rescatados por los bomberos de la ciudad, no sufrieron ningún daño, solo el susto de verse rodeados por el agua.
Los usuarios de la Calzada de las Higuerillas, estábamos acostumbrados en el temporal de lluvias a sortear toda clase de dificultades, no así los visitantes ocasionales del área.
En una ocasión un americano de una filial de la compañía, que radicaba en Estados Unidos, vino a visitar la fábrica de Guadalajara en el temporal de lluvias. Fui a recibirlo al aeropuerto a las cuatro de la tarde, lo llevé a la fábrica y permaneció ahí hasta que anocheció. Un funcionario del corporativo con sede en la ciudad de México vino para atender al visitante. Al americano le habían reservado una habitación en un hotel en el centro de la ciudad, así que le dijimos que al terminar la visita lo íbamos a llevar al hotel, para que dejara su maleta y en seguida lo invitaríamos a cenar a algún restaurante de moda. El recorrido por las áreas productivas se prolongó hasta las ocho de la noche. En las últimas horas de la tarde llovió en demasía, sin que ni el visitante ni su anfitrión hubieran reparado en ello. El automóvil en que salimos rumbo al hotel era de tamaño mediano, el funcionario venido de la ciudad de México tomó el asiento de la parte delantera y el americano se acomodó en la parte posterior del vehículo. Durante el recorrido, en el que no ocurrió nada fuera de lo habitual en una noche como esa, el americano no pronunció palabra e iba desmadejado en el asiento trasero, según pude darme cuenta al observarlo por el retrovisor. Al llegar al hotel, cuando el personal se hizo cargo del equipaje, le dije que lo íbamos a esperar a que se instalara en su habitación para irnos a cenar. “¡No, aquí me quedo!”, respondió enfáticamente a mi invitación. Creo que había tenido suficiente con el viaje de casi dos horas, entre aquel mar agitado de aguas lodosas que recorrimos de la fábrica al hotel.
Hace casi cuatro décadas que no recorro la Calzada Gobernador Curiel, pero me causa extrañeza que, en el siglo XXI, sean noticia las inundaciones de las calles y avenidas de la ciudad, así como de los pasos a desnivel en los temporales de lluvias abundantes, tratándose de algo que es recurrente año con año desde el siglo XVII.