Con el pretexto de indagar sobre su nombre, el autor de la siguiente crónica logró reconstruir una buena parte de la historia de su familia que, como la de muchos, tiene orígenes diversos y algunas lagunas. En esta historia aparecen muchos Moisés, el ferrocarril y los personajes secundarios tan esenciales en cualquier familia, como tíos, tías, pero el hilo conductor y protagonista -igualmente como en muchos otros casos- es el abuelo.

 

Moisés Navarro

 

“Necesito bajarme a comprar un cigarro”. Le dijo mi abuelo al sicario que había abordado su taxi. Lo subió en contra de su instinto: cuando le pidió la parada no le gustó el tipo, aún, así se detuvo y lo llevó a su encargo. Pintaba para una jornada larga. Subió al asiento trasero y le iba apuntando discretamente con una pistola. Cuando llegaron a la colonia del Fresno, mi abuelo reconoció el rumbo: vivió ahí durante algunos años y también estaba la sede del sitio 18 a donde él pertenecía. Serían los años ochenta.

Tomó la calle Roble y aprovechó: sabía que el billar de esa parte del barrio tenía dos salidas. Podía entrar por una, salir por la vuelta y perderse entre aquellas calles. Así que pidió bajarse por un cigarro. “Me tienes nervioso. Bajo, compro el cigarro y seguimos. Te dejo el carro, las llaves, es más: lo dejo encendido”. Don Sicario accedió. Mi abuelo regresó un par de horas después: todavía encontró su Datsun con todo y llaves.

No tengo muchos recuerdos de mi infancia con mi abuelo Moisés. Se han ido borrando con el paso de los años y me disgusta que suceda eso. Recuerdo mucho una ocasión en que fuimos a rentar una película, a unas cuadras de su casa en Miravalle. Nos fuimos en su taxi, porque qué flojera caminar. Rentamos la película (no recuerdo el nombre de la tienda, pero tenía el logo naranja) y nos subimos al carro: una señora le pidió el servicio y él con mucha, pero mucha flojera, preguntó que para dónde iba: “a Plaza del Sol”, dijo la señora. “Está muy lejos”. La señora insistió, pero él no salió de su “está muy lejos”. Así que regresamos a la casa a ver la película de dibujos animados, que según yo era de los Patoaventuras (quiero decir: que yo la vi y él se quedó dormido).

En esta familia hay un exceso de Moiséses. Está mi abuelo y luego todos los que le siguen: mi tío segundo, mi dos primos y el hijo de mi primo mayor. Nadie quiso tomar el segundo nombre de mi abuelo: Claudio. Fue una suerte que mis bisabuelos hubieran sido enemigos de bautizar basados en el onomástico. Moisés Claudio Arenas Serrano nació un siete de julio. Si hubieran seguido los onomásticos, todos nosotros hubiéramos sido Fermínes (Fermín Arenas, Fermín Adrián, Erick Fermín Alejandro, Jayden Nathaniel Fermín y yo: Fermín Emmanuel).

Le gano a Moisés Adrián por seis meses. Mi tío y su esposa cuando anunciaron el embarazo ya tenían decidido ese nombre. Mi madre se adelantó y ganó el primer Moisés de la siguiente generación. Ellos siguieron con su plan y con ello nacieron las confusiones. En las reuniones familiares tenían que especificar a cuál Moy se referían. A veces a él le decían Adrián y a mi Emmanuel. O a veces, deliberadamente, mandábamos al otro al llamado de nuestros padres para evitar regaños o que nos mandaran a la tienda. Mi tío abuelo Miguel se burlaba de ese nombre bíblico y según él se confundía llamándome “Nabucodonosor”.

¿Por qué se llamó mi abuelo Moisés Claudio? ¿Nombre bíblico y nombre de emperador? Probablemente, ¿ganas de que fuera líder, abriera las aguas de Chapala y llevara a los tapatíos por el camino de la libertad? Lo dudo. Dudo también que siquiera hayan consultado un libro de nombres y significados. “Salvado de las aguas”, uno; “el que camina con dificultad” el otro.

Una especie de respuesta la tuve con su hermano mayor (Hugo) a quien entrevisté poco antes de que muriera para conocer más sobre la vida de mi abuelo, sus hermanos y sobre mi bisabuelo que no conocí.  Para el año en que lo entrevisté era el último de los primeros Arenas en seguir con vida. Saqué información, pero él ya estaba grande, repetía las cosas e inevitablemente hablaba de él y cómo conoció a su esposa. Planeaba contar aquella historia con lo que pudiera recolectar y llenar el resto con ficción. Pero en realidad nunca tuve material suficiente. Aquí aparecen algunos retazos de aquella entrevista.

Primero tengo que medio sacar el árbol genealógico para contar esta historia: resulta que mi bisabuela Asunción tuvo un hermano llamado Moisés que según mi tío abuelo peleó en la Revolución y llegó a ser capitán en Monterrey. No sé de qué facción era, así que fingiremos, por el bien de todos, que era villista, aunque la región ni coincida con los terrenos de Villa. Bueno, este señor tuvo un hijo de nombre Moisés Serrano, que hasta 2014, año en que entrevisté a mi tío abuelo, todavía vivía.

Del capitán salió el Moisés, pero no sé de dónde apareció el Claudio, nombre que mi abuelo casi no usaba y no le dio importancia ni en sus documentos: en unos aparece como Moisés Arenas Serrano, en otros como Moisés Claudio y tengo una credencial de él donde aparece como Claudio Moisés.

Mi abuelo nació en Durango, producto de una casualidad. Su padre (Antonio) nació en Sombrerete, Zacatecas, fue hijo de Albino Arenas, quien fue minero, al igual que el resto de casi todo el pueblo. Antonio Arenas trabajó en el Ferrocarril, en la división del Pacífico. Así que su esposa parió donde estuviera el tren. Tuvo dos matrimonios, ya que Asunción, su esposa, falleció en un su último parto: del primer matrimonio salieron Efrén, María Guadalupe, Hugo, Héctor, Moisés, Heberto, Juan y Miguel.

Debido a que iba y venía en el ferrocarril, en ocasiones se llevaba a los hijos más pequeños, y a los otros los dejaba en orfanatos. Hay una historia en la que según Hugo se escaparon de un orfanato de la Ciudad de México y Juan estuvo al borde de la hipotermia, pues se quedaron a dormir en la calle. No murió de milagro.

También contaba que Efrén se salía a trabajar durante el día y a veces por la noche para conseguir dinero y comida para sus hermanos menores. Estamos hablando de la década de los treinta e inicios de los cuarenta. Guadalupe los cuidaba y engañaba a sus hermanos diciéndoles: “ya casi viene, ya casi viene”, hasta que se dormían con la esperanza de comer. O que en ocasiones los empanzaba con agua, en espera de que llegara Efrén.

De grandes todos tuvieron sobrepeso. Decía mi abuelo cuando lo querían poner a dieta: “tantas hambres que tuve como para volver a tenerlas”. Lo mismo decía su hermano Juan: “tantas privaciones, ni modo de no darnos gusto”. Y Miguel, el menor de ellos, se burlaba diciendo “el que no es panzón no es Arenas”.

Antonio (el bisabuelo) escuchó de un doctor que curaba el alcoholismo mediante un método especial e infalible. Dicho doctor (el doctor Madrigal) habitaba en Guadalajara, y el muy bribón era a su vez dueño de una cantina. Negocio redondo. Ponía a prueba la resistencia de sus borrachitos en su propio local. El método en realidad era un tanto brutal: baños de agua helada, abstinencias prolongadas de alimento y agua, descargas eléctricas y quién sabe qué tanto más. Así llegaron todos ellos a Guadalajara, por virtud de aquel “doctor”, que aparentemente sí aplacó la sed de mi bisabuelo, el cual, según mi madre, siempre, siempre vistió de traje.

Guadalupe, la hermana mayor, metía a sus hermanos a la escuela, algunas de tiempo completo, pero ellos se escapaban. Según mi tío, mi abuelo fue el único en terminar la primaria. Los otros se desbalagaban. Héctor, el hermano consentido de mi abuelo, ingresó a un circo y trabajó ahí durante mucho tiempo. Mi abuelo, fue fanático de ese tipo de espectáculos. Recuerda mi madre que siempre los llevaba al circo en la menor oportunidad. Ahorraba y se los llevaba a los cinco y a su esposa, y además ahorraba lo suficiente para comprarles palomitas y demás guzgueras.

No se casó Guadalupe hasta que todos tuvieron un empleo estable. Fue la madre de todos ellos. Se casó en la Ciudad de México, en el templo de Los Ángeles, en Tlatelolco. Quedó sepultada junto a su única hija bajo los escombros del terremoto del 85. Todos los hermanos fueron a la capital, todos estuvieron ayudando y al pendiente de las labores de rescate. Encontraron sus cuerpos: madre e hija murieron abrazadas. No las pudieron separar: fueron enterradas juntas.

Casi todos los hermanos ingresaron al Ferrocarril. Hugo también, pero cuenta que le dejó su lugar a mi abuelo e ingresó de chofer a una línea de autobuses que llegaban hasta Tijuana: Transportes del Pacífico. Hacía 44 horas en ese trayecto. La terminal en Guadalajara estaba por la calle Pedro Moreno, frente a esa terminal estaba una panadería: ahí conoció a su esposa. La dueña de la panadería le decía a Estela: no te cases con un chofer, velos cómo son todos. Pero no hizo caso, en parte porque Hugo era serio, un tanto tímido y no tomaba.

Volvamos a mi abuelo: emprendedor frustrado. Vendía artículos para el hogar cuando salía del Ferrocarril. Luego lo dejó un tiempo para probar suerte en Tijuana, donde duró varios meses vendiendo fayuca. Sin contacto con nadie de su familia, llegó Hugo a Tijuana en una de sus corridas, y encontró a mi abuelo, en un cuarto, con casi cuarenta grados de temperatura. Se lo llevó de ahí y lo regresó a Guadalajara y su padre lo reingresó al Ferrocarril.

Mi abuelo y mi abuela se conocieron en la Pila Moderna. Ella trabajaba como sirvienta en una de las casonas frente a la Pila. La casa de los Minakata. Mi abuelo caminaba del ferrocarril hacia allá. Pero mi abuelo fue un desorden. Duró meses en Tecate, en Ciudad Juárez, Navojoa, Tepic. Y mi abuela lo seguía a todos lados. No se pudo deshacer de ella. Y menos cuando tuvo a su primera hija, y luego al segundo hijo.

Contaba mi abuela que cuando Moisés se fue a Tepic, duró varios meses prometiéndole que iba a ir por ella y nomás no llegaba. Ella planchaba ajeno para sacar para sus hijos porque tampoco llegaba el dinero. Así que la desesperación le llegó y fue con Hugo y su esposa. Les pidió un domicilio de Tepic para irse. Estela (la esposa de Hugo) se lo consiguió y le dio para que se fuera con él. Cuando Moisés llegó a su domicilio, la vio con los niños y solo le dijo: “eso quería: que vinieras tú. No yo tener que ir por ti”.

Mi abuelo también fue un cinéfilo. Llevaba a mi mamá al cine, sus tíos le decían “Moisesa” porque se parecía a él. Y se chutaban las del 007, las de Clint Eastwood, y las de Charles Bronson. A veces no sabían ni de qué iba la película, en las funciones de cine permanencia voluntaria, nomás entraban. En una ocasión empezaron en la película y en esta apareció una escena que pintaba para cachonda, primero los besos y ya iban a los desnudos. Mi abuelo se levantó y le dijo a mi mamá: “vámonos, vámonos, vámonos”. Y se fueron. En otra ocasión mi mamá se rehusó a ir a la escuela, iba en el turno vespertino. Le dijo a mi abuelo que no quería ir y pensó que se le venía el mundo, y los cintarazos, pero le dio risa y se la llevó al cine. “No le digas a tu madre” y ahí quedó todo.

Y en la Televisión veían también lo que pasaban: las series de acción y Kung Fu con el “Pequeño saltamontes”. Yo lo recuerdo en su recamara viendo al 007 y algunas otras películas de acción gringas. Su recamara llena de olor a cigarro, con los ceniceros repletos de colillas, la guayabera en un gancho y él solo con la camisa de resaque. La recamara donde me contaba cuentos hasta quedarme dormido o me daba una moneda con complicidad y me decía “no le digas a nadie”, pero sí decía y él nomás se reía. Era el tipo abuelo consentidor: nos llevaba a la tienda antes de que llegaran los primos: “vamos a la tienda antes de que venga tus primos” y nos tomaba de la mano a mi hermano y a mí a la búsqueda de comida chatarra y cajitas de Sonrics. No fue bueno para ocultar favoritismos.

En cada Navidad nos tuvo regalos bajo su árbol artificial, hasta que fuimos demasiados nietos. Un avión, una locomotora, los dos de colección. No parecían baratos. A veces se aparecía en su taxi que compró antes de jubilarse. Ver que iba por nosotros a la primaria o ver que llegaba a la casa nos llenaba de felicidad inmediata. Hasta que dejó de manejar y dejó de aparecerse. Después entró en una depresión profunda en la que duró varios años por la inactividad. La depresión y los posteriores problemas de salud se lo llevaron.

Antes de él murieron Efrén (a quién no conocí) y Heberto. Dicen que cuando Efrén murió, mi abuelo se encerró durante días. Decía mi mamá que Efrén -quien vivía en Zacatecas- siempre que los visitaba les regalaba recortes de frases para la vida que encontraba en los periódicos o revistas, recortes a los que no le tomaron aprecio suficiente hasta que fue tarde.

Después se fueron Héctor, Miguel, quien iba saliendo de misa cuando lo tumbó un infarto; al poco tiempo murió Juan que era muy cercano a Miguel. Hugo, el segundo mayor de los hombres se fue al último. Siempre me pareció que sus ojos estaban impregnados de mucha tristeza.

Recuerdo que desde niño me gustaba mucho el apodo de mi abuelo, el que le tenían en el Ferrocarril. Hay varias versiones de por qué le decían de esa manera, pero lo vamos a dejar a la especulación de ustedes. Le decían “El México”.