Seguramente muchos tendrán más de alguna historia como la que nos comparte Lino González: esas en la que los que ya no están en este mundo parecen manifestársenos. Quizá no son solo más que nuestras propias ganas de verlos, quizá sean una serie de hechos afortunado o desafortunados… será el sereno, el caso es que, a propósito del Día de los Santos Difuntos, viene a bien compartir este tipo de historias.

 

Lino González Corona

Soledad Corona Pérez estaba en casa de mis papás a unos metros de mí, en una de las sillas de la sala-comedor. Lucía rellenita y con un permanente recién aplicado en su cabello, como cuando regresaba después de una temporada en Irapuato. “De allá siempre viene muy ‘repuesta’”, decía mi mamá. La “Tía Chole”, famosa entre los primos de la familia por corajuda y porque “se sabía muchas malas palabras”, me brindaba en esos momentos una sonrisa, como sólo a mí y a mi hermana Mónica nos las prodigaba, quizá porque fuimos lo más cercano a los hijos que perdió de pequeñitos. Verla me causó alegría con una sensación de cosquilleo en el estómago que duró apenas unos instantes y se trastocó en escalofrío cuando reparé que ella tenía varios meses de haber fallecido.

El subconsciente, muy oportuno, hizo que yo empezará a decirme: “La ‘Tía Chole’ está muerta, sal, salte ya, sal…” y tras un espasmo desperté con la vista nublada por unas incipientes lágrimas.

Mi sueño-pesadilla ocurrió la mañana del sábado 2 de noviembre de 2002. En la víspera, habíamos realizado algunos eventos para conmemorar el Día de Muertos en la Procuraduría General de Justicia de Jalisco, incluyendo una tocada de rock con unos amigos músicos que acudieron a invitación mía.

“Anoche tocó Maná aquí en la ‘Procu’”, oiría decir poco después con mucha seriedad a un empistolado elemento de la Policía Investigadora (la judicial, pues), que fungía de guardia en uno de los edificios de la institución –hoy Fiscalía del Estado– que se encuentran en la Calle 14 de la Zona Industrial en Guadalajara.

La verdad no se trataba de la banda liderada por Fher Olvera, pero mis cuates sí se echaron “Rayando el Sol”, de ahí el comentario del agente que vestía chamarra con las siglas “PI”, jeans con fajo piteado y botas vaqueras fabricadas con piel de sabrá Dios qué exótico animal.

Regresando a cuando desperté la mañana de aquel 2 de noviembre, tengo muy presente que una vez que me desprendí de la modorra, pero no de esa amalgama de nostalgia y miedo por haber soñado a mi familiar difunta, me di cuenta que me quedaba poco tiempo para acudir al “acuerdo” o reunión de trabajo a la que asistíamos a diario ciertos funcionarios de la Procuraduría.

Me preparé lo más rápido que pude y antes de salir tomé del clóset una chamarra blanca, a la que por instinto le metí la mano en una de las bolsas; entonces sentí un pequeño papel que de inmediato sustraje. Era el ticket de una sucursal de Farmacias Guadalajara a la que fui, casi a la medianoche del viernes 28 de diciembre del 2001, para comprar un yogurt, unas galletas integrales y ya no sé qué otros alimentos más, los cuales le dejé a mi mamá, Magdalena Corona Pérez, en busca de que alivianara el permanecer en vela mientras su hermana, la “Tía Chole”, agonizaba en el hospital.

Recordé que la madrugada del 29 de diciembre de ese año, el alma de la tía se despojó de su cuerpo enfermo y cansado por más de siete décadas de avatares mundanos, e imaginé que debió haber utilizado a los primeros rayos tendidos por el sol como escalera para ascender a ese plano en el que no tienen cabida la tristeza o el sufrimiento.

Aunque soy dado a guardar en mis pantalones y sacos papelitos de diversa índole, sí me sorprendió la coincidencia del hallazgo de la nota de aquella compra en la farmacia, justo cuando la “Tía Chole” acababa de manifestarse en mi sueño.

Vino a mi memoria entonces que ella, en cierta ocasión, expresó que tenía muchas ganas de ver la película Titanic, –del director James Cameron–. “Ah, tía, yo te voy a invitar y te la pongo en el home theater de mi casa”, me acuerdo que le prometí.

Entristecí porque dejé sin cumplir ese compromiso y pensé que quizá la aparición del ticket en mi chamarra era un mensaje de la tía, una especie de reclamo con origen en el más allá, por ese pendiente mío sin saldar antes de su partida.

Debido a que se hacía tarde, salí presuroso a la cochera para ponerme al volante de mi vehículo; antes de echarlo a andar dije: “a ver, tía, mándame otra señal de que todo esto no es casualidad”, luego moví la cabeza de un lado a otro y con la mano derecha hice un ademán como para sacudirme esos pensamientos.

“Son coincidencias”, insistí según yo muy convencido. En cuanto abrí el switch se prendió el motor del Chevrolet Malibú y junto con él sonó en la FM, la voz de Celine Dione entonando el tema de la película protagonizada por Leonardo DiCaprio y Kate Winslet:

Every night, in my dreams/ I see you, I feel you/ That is how I know you go on.
Far, across the distance/ And spaces between us/ You have come to show you go on.

Un nuevo escalofrío me cimbró. “Ya entendí, tía; por favor, no más pruebas por hoy”, dije esbozando una sonrisa –más de nervios que de otra cosa– mientras movía el carro en reversa y luego emprendía el trayecto hacia mi junta de trabajo, ese Día de los Fieles Difuntos del 2002.

BONUS TRACK

Casi 19 años después, a finales de junio de 2021, decidí que para noviembre tenía que escribir y publicar estas líneas. Mientras hacía un esquema mental de cómo delinearía la historia, me puse a separar calcetines entre varios pares que se hallaban sobre la tapa volteada de un taburete de plástico. No entiendo por qué justo ahí, debajo de esas prendas, estaban dos billetes de a un dólar cada uno, doblados a la mitad, viejos y agrietados por el transcurso de más de dos décadas. Volvió el escalofrío. Me los había regalado un tiempo antes de su despedida terrenal, Soledad Corona Pérez, la “Tía Chole”.