La prosa de No Hilda es punzante, precisa, hilvanada con la seguridad de alguien que camina en la noche y sabe que cuenta con ojos de lechuza. En su relato, nadie puede pasar indemne, es innegable que nos toca por algún lado.

 

No Hilda

Foto de Kelly Sikkema vía Unsplash.

 

Tiene la apariencia de lo que acaba de llegar.

Lo sucio, lo tierno, lo apretado con ansias de expansión. El cabello arremolinado en un moño sobre la nuca parece proteger sus recuerdos o la parte donde deberían estar.

 

Al llegar de fuera, como después de ir al súper o después de un viaje; o también al llegar de dentro, como al despertar o al nacer: los que llegan existen distinto. Ella tiene esa mirada que, antes perdida, ahora reconoce el lugar —su lugar— absorbiendo cada espacio y cada ausencia con la pupila: tiene la mirada de los forasteros.

Sin embargo, no se ha movido.

 

Por fuera el viento golpea las ventanas como lo hace todas las noches, exige entrar. Resuena un latido que se confunde con el propio, hay un ritmo que guía la vida nocturna, el corazón de la noche golpea más lento, pero con más fuerza. Sus hijos duermen, su esposo es un tronco húmedo que sueña alcanzar el cielo por el horizonte. Ella está de pie, de costado a la ventana. En silencio. Observa inmóvil dos fotografías que tiene aseguradas al calendario con un clip. Su pasado está sujeto a su presente con un pedazo de alambre torcido.

 

Muchas veces me dijeron que tenemos límites, hay algo que nos divide; que dentro y fuera son dos cosas distintas, que futuro y pasado no se tocan nunca, pero verla a ella como un péndulo en ese ir y venir tan severo, con su entrar y salir tan sofisticado, me hace creer que eso que repitieron, más que una ley es una advertencia.

 

Tuve que regresar.

 

Comprobar, revisar. Revivir. Tuve que venir a ver al monstruo de nuevo. La cercanía me dio conexión, pero necesitaba la perspectiva que da la distancia. Vine a observar.

 

Después de analizar las fotos desde donde estaba, ella se acercó, quitó el clip y las miró de cerca. Parecía buscar(les) algo. Su respiración se hacía más lenta, asemejándose poco a poco al aire nocturno que golpeaba la ventana. Su pecho era la tierra derrumbándose aliviada.

 

En una de las fotografías una niña acuna una sonrisa inventada por su felicidad, y en la otra, una adolescente desvía la mirada y saca la lengua como el pistilo de un obelisco majestuoso e imponente.

 

Ella se miraba a través del tiempo. Reconoció los años que anidaron en su cuerpo contándose a sí misma su propia vida e imaginó en un segundo el resto de los días que quedaban por venir. Una ráfaga de aire entró por su nariz confundiéndose con un suspiro. Con la prisa que da el miedo a lo desconocido volvió a sujetar las fotos con el clip. Aseguró a la adolescente un poco por encima de la niña; como protegiéndola.

 

Pude verla condensarse como si ganara peso en un chasquido, como si su nostalgia o su esperanza o su memoria se evaporara sobre ella y se solidificara en sus hombros haciéndolos lentamente. Ella pareció disolverse en la oscuridad junto con todo lo que la rodeaba. No supe a quién o a qué poner atención. Había algo en todo el cuarto que no respetaba los límites. Se había colado el viento.

 

Ella llevaba puesta su pijama y descalza, estaba de pie, de espaldas a la cama; parecía confusa, como si temiera decidir si mantenerse en pie o desplomarse de una vez. Un ritmo frío y contundente recorrió el lugar de arriba abajo: era su respiración golpeando su pecho, sosteniéndola. El mismo viento que ella no quería dejar entrar, la mantenía viva.

 

Él, el monstruo, era una nada con espesor impreciso, una vivencia que degolló a las palabras que quisieron contenerlo. Él era ella. La mujer que no sabe si existe con mayor fuerza en el pasado, si está atrapada en las fotos, si está sujeta a un cuerpo con un tipo de alambre torcido, como sus fotos. Ella soy yo. La que comprueba, revisa y revive si esa noche estaba respirando o si solo era el viento recorriendo mi nariz. La que piensa en todas direcciones y sin embargo no se mueve. La que se observa en sus fotos, la que se des-cribe para entenderse sin definirse, regresando y renaciendo mil veces en los lugares donde el aire se ha marchado. Soy yo, protegiéndome del dolor y la dicha que da ser monstruosamente humana, de la incertidumbre que provoca el tiempo en la piel y la eriza, de las palabras que a su ritmo me dan otra forma de existencia.