Corría el año de 2019 cuando la autora de la siguiente crónica volvió a Chile, lugar en el que seis años antes había estado de intercambio estudiantil. No se imaginaba que iba a vivir muy de cerca la revuelta civil. Hoy, por medio de este texto, rememora esos días y su salida un tanto atropellada.

 

Mariana González-Márquez

 

Santiago de Chile estalló en un incendio. El metro, las calles, algunas tiendas y oficinas fueron consumidas por el fuego. La rabia y el hartazgo de más de tres décadas de pobreza y desigualdad fueron la gasolina que avivó ese fuego. Santiago de Chile se incendió y no volvió a ser el mismo.

 

 

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El vuelo 984 estaba por despegar. “Me siento rara, como si algo fuera a pasar”, le dije a mi hija Frida. “Estás nerviosa”, me contestó. Pero no era ese cosquilleo que me invade antes del vuelo, era una inquietud que no podía identificar y tampoco cesaba, por más cervezas que tomara en la sala de espera.

 

La hermosa vista de la cordillera de los Andes logró que olvidara la sensación por un momento. Era 2019 y las calles de Santiago estaban casi como las recordaba seis años atrás. La misma sensación de bruma en las calles, los mismos puestos de comida callejera, el mismo frío que no deja moverse a gusto. Más edificios altos con departamentos, eso sí. Edificios que parecen trazados en un cuaderno de cuadrícula cuyos espacios apenas dejan respirar a quienes los habitan.

 

Escuchamos el acento que me conquistó años atrás y caminamos las calles que nos dieron cobijo en nuestra travesía sudaca, esas que me robaron un pedazo de corazón mientras estudiaba una maestría.

 

La realidad salió a la luz en las primeras conversaciones con los amigos con una cerveza Austral en mano. “Han subido to´. El presidente no ha hecho más que burlarse y la gente está harto enojá”, me dijo Alejandra, una amiga maestra mientras comíamos en su casa.

 

Algunos noticieros mostraban a jóvenes —casi niños— saltando las entradas al metro como una manera de protestar por el aumento de 30 pesos (poco más de un peso mexicano) a la tarifa al principal medio de transporte de los santiaguinos. Son chicos de no más de 15 años que se tomaron la rabia chilena como propia.

 

“Está heavy. Yo encuentro que esto va a terminar mal, los cabros (niños) se están tomando las protestas muy en serio”, me comenta Inger, una amiga, también periodista, mientras paseábamos por el centro.

 

 

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“¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”, “¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”

 

El canto de voces agudas comenzó a escucharse cada vez más cerca. En el metro Grecia, muy cerca del Estadio Nacional, unas 200 chicas con uniforme azul llegaron corriendo por una de las entradas de la estación. Los policías en la estación se replegaron a las paredes.

Una a una, las jóvenes fueron pasándose a la zona de andenes. Sin importar lo apretado de su falda, saltaron el torniquete de entrada donde los usuarios suelen pagar su boleto del metro. Una vez dentro, el canto se hizo más fuerte, como quien se hubiese ganado una medalla de oro de la dignidad, como si la vida se les fuera en ello.

 

Llegaron más policías para tratar de contenerlas. Como si los ideales supieran de amedrentamiento. Ellas salieron, se mantuvieron gritando y brincando. “Pacos culia´os (maldito)”, gritaban los testigos.

 

 

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Inger abre la puerta de su casa y me saluda. “Quedé atrapada en la evasión del metro, hueona. Tuve que esperar a que desalojaran a los cabros”, me dice con cierta sonrisa de complicidad.

 

Esa tarde del 16 de octubre las evasiones dejaron de ser esporádicas y se habían esparcido por las cinco líneas del metro. Gente de todas las edades se unía a los chicos a saltarse el torniquete. Los trabajadores del medio de transporte suspendieron operaciones por la tarde para evitar salir heridos por la presencia de policías que buscaban apaciguar —sino es que reprimir— a los evasores.

 

El tema invadió un rato la mesa y se esfumó cuando empezamos a planear el fin de semana en Isla negra. La Claudia, una amiga también periodista, viajaría desde el sur hasta Santiago en un par de días para unirse al plan y vernos después de cinco años. En todos los noticieros las imágenes de “los secundarios” se repiten una y otra vez. Los sindicatos de profesores y la unión de trabajadores se pronuncian en apoyo a los chicos.

 

El alza del precio del metro fue la gota que derramó el vaso del pueblo de Chile, cuyo salario mínimo rondaba entonces los 300 mil pesos chilenos (unos 7,900 pesos mexicanos). A eso se sumó el aumento de 10% en el costo del agua, en el precio del pan, la imposición de medidores de luz que retabularon los costos de la energía eléctrica, altos costos del sistema de salud —todos ellos privatizados—, un sistema de pensiones que deja en la indefensión a quienes sufren una enfermedad crónica o terminal y que se queda con el dinero del usuario cuando éste muere sin haber pedido el retiro de sus contribuciones.

 

La mecha había comenzado a consumirse.

 

 

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Es 18 de octubre y esta tarde como con dos amigas mientras la Frida irá al centro con una antigua compañera del colegio en el que estudió un año de su vida chilena. La dejo en el metro Estadio Nacional y le pido su número a la chica para estar en contacto. Hay demasiados policías que las miran con recelo. El ambiente se siente tenso.

 

El tema de las evasiones vuelve a salir en la sobremesa con mis dos amigas. “No, si toda la razón a los cabros. Están tomando las protestas porque son los que menos tienen que perder”, dice la Paula, mientras tomamos nuestra segunda cerveza Kunstmann en una terraza.

 

Llamo a la amiga de Frida y no me contesta. Insisto. Le mando WhatsApp. No le llega. Me inquieto y pregunto a mis amigas si saben de algo en el centro. Solo que hay evasiones, están empezando a cerrar los negocios, me cuentan. Una de ellas me presta su móvil.

 

—Mamá, voy a llegar un poco tarde. Nos quedamos atrapadas en el metro un rato y está todo cerrado, nos vamos a tener que ir caminando, mi amiga me va a acompañar.

—¿Estás bien?

—Sí, solo asustadas. Ahorita te cuento.

 

La estación de metro Chile-España, la más cercana, está cerrada y mucha gente tiene que irse caminando a tomar la micro para llegar a su trabajo. La Paula toma la misma ruta que yo para decirme dónde bajarme y poder encontrarme con la Frida en algún lugar cercano.

 

Me bajo del camión. Hay demasiada gente en la calle. En las paradas de los microbuses hay largas filas. Veo a Frida y a su amiga sentadas en una tienda de sándwiches. Están bien, riéndose de su anécdota que me llena de angustia mientras la cuentan.

 

“Tomaron la estación Santa Lucía y detuvieron el tren. Nos quedamos como 20 minutos atrapadas entre dos estaciones sin podernos bajar hasta que avanzó. Cuando nos bajamos había muchos policías y nos salimos. Vimos los gases, mamá. Les aventaron lacrimógenos a la gente para que se saliera. Corrimos a las tiendas de alrededor, pero nos salimos porque unos policías estaban persiguiendo a unas muchachas. Nos fuimos por las callecitas, por Bellas Artes, y desde allá venimos caminando”.

 

Su narración me daba risa y luego terror y otra vez risa y luego preocupación.

 

La amiga se despide porque vive hasta el otro lado de la ciudad. Seguramente tendré que caminar mucho, dice. Llevé a Frida a comer algo y nos metimos al Costanera, un centro comercial muy conocido, a comprar unos recuerdos y el tan preciado vino chileno. Eran cerca de las 6 de la tarde. Con un par de botellas en la mano, recibo una llamada de mi amiga Inger.

 

—¿Dónde estái?

—En Costanera.

—Hueona, vente ya. No hay locomoción (transporte) y no vas a poder regresar.

—¿Se puso feo lo del metro?

—Sí, si no encuentras micro me hablas y voy caminando a encontrarte.

 

Su tono de voz me sonó rara. Dejé los vinos y nos fuimos rumbo a la calle. Como nosotras, cientos de personas buscaban cómo regresar. En las paradas de las micros había filas enormes con la esperanza de que todavía pasara alguno. Caminamos por avenida Suecia por 10 minutos y nada. La noche empezaba a caer. Alguien nos dijo que la ruta 402 sí estaba pasando y que nos dejaba cerca de la casa de mi amiga. Esperamos otros 15 minutos y finalmente llegó.

 

Se sentía un ambiente de incredulidad, de expectativa y a la vez de cansancio. Era viernes en la tarde y el plan habitual de ir a tomar una cerveza quedó de lado; muchos santiaguinos tuvieron que regresar caminando a casa.

 

“Si igual está bien lo que hacen los cabros, yo creo que lo que hace el gobierno es un abuso, están defendiendo lo que sus padres gastan en locomoción y que también les afecta a ellos”, dijo un hombre de unos 30 años a otro a bordo de la micro.

 

En las calles la gente comenzó a salir a hacer sonar sus cacerolas. En las esquinas, las terrazas, los jardines. Niños, abuelas y abuelos, padres de familia, jóvenes. Todos tratando de mostrar su inconformidad con “el cacerolazo”. Semanas más tarde la cantante chilena Ana Tijoux haría una pegajosa canción del cacerolazo que se convertiría en la bandera del hartazgo de los chilenos.

 

La micro avanzaba hacia nuestro destino. “Quedó la cagá en Baquedano (el punto neurálgico de la red del metro). Están reprimiendo a la gente”, dijo otro de los pasajeros. En un país lejano el internet es difícil de conseguir, así que me quedé con la duda.

 

En la esquina de la calle Grecia Inger nos esperaba. Caminamos. En minutos nos contó lo que nadie se esperaba: las evasiones del metro escalaron tanto que “los pacos” comenzaron a reprimir. Todas las líneas de metro cerraron y la gente salió a la calle a manifestarse. Hay barricadas en muchas colonias y gente haciendo “cacerolazo”. Se armó la grande, remató.

 

Las imágenes en la televisión mostraban a los policías golpeando a los evasores, microbuses quemados en medio de la calle, la gente aferrándose a mantenerse dentro de las estaciones, supermercados y tiendas de ropa saqueadas.

 

“Quemaron las oficinas de la Enel (compañía de luz)”, exclamó Inger mientras me ponía pijama en la otra habitación.

 

Casi de inmediato las noticias mostraban una estación del metro quemada, luego dos, luego tres. Desde el balcón de la casa alcanzamos a ver el humo de la más cercana.

 

Pasada la medianoche el presidente Sebastián Piñera declaró estado de emergencia en la región metropolitana de Santiago. La medida limitaba el tránsito de personas y la libertad de reunión, además de anunciar que los militares saldrían a las calles para «resguardar la seguridad y restablecer el orden».

 

Estábamos atónitas. La peor pesadilla del pueblo chileno resurgía. El fantasma de la dictadura volvió.

 

 

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El plan del fin de semana en Isla Negra se esfumó. La Claudia no pudo viajar porque nadie podía entrar ni salir de Santiago si no era para volver a casa. La noche del 19 de octubre las manifestaciones, barricadas, saqueos y quema de microbuses seguía. También las manifestaciones en el centro y los militares que patrullaban con tanquetas. Los helicópteros de vigilancia pasaban día y noche sobre la casa.

 

El “estado de emergencia” se extendió a casi todo el país y el presidente Piñera decretó un toque de queda para evitar más desmanes. La mayoría de los comercios cerraron. Todo era surreal, inédito y daba miedo. No volvimos a salir de casa sino a comprar comida al almacén (tienda) de la vuelta en el que había una fila para alcanzar a comprar lo que quedaba para abastecerse el fin de semana. Jamón, pan, huevo, yogurt, unas láminas de queso y vino, eso sí.

 

“Si por alguna razón usted se localiza en un sitio en donde hay manifestaciones, mantenga la calma, aléjese de los manifestantes; evite acercarse a fuerzas policiales o a grupos no identificados. Bajo ninguna circunstancia se involucre con los manifestantes”, decía un mail de la Embajada de México en Chile que llegó a todos los que en ese momento nos encontrábamos en el territorio chileno.

 

El domingo los vuelos internacionales comenzaron a demorarse, luego a suspenderse y finalmente a cancelarse debido a que los trabajadores no podían desplazarse por el toque de queda. Nuestro vuelo de regreso saldría cuatro días después, pero la voz detrás del teléfono nos avisó que debían cancelar. Se me hizo un hueco en la panza. Recordé todo lo que había leído del día del golpe de estado, el 11 de septiembre de 1973.

 

Decenas de llamadas a la embajada para que repitieran lo mismo: que estuviéramos al pendiente de los comunicados del aeropuerto, que solo llamáramos si necesitábamos ayuda de emergencia. ¿Qué otra emergencia puede haber sino esta? El hueco en el estómago no desaparecía.

 

La aerolínea nos dio por fin un nuevo vuelo. Saldría un día después de lo planeado, aunque aún el itinerario podía cambiar. Sin poder salir, con los helicópteros sobrevolando y con las manifestaciones cada vez más numerosas y violentas, el presentimiento de aquel día antes de tomar el vuelo tomó sentido. ¿Qué iba yo a saber que pasaría esto?

 

—Hueona, a ti que tanto te interesaba la dictadura, ahora estás viviendo lo más cercano a ella, me dijo Inger entre risa y pena. Sonreí.

 

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Al aeropuerto llegamos con nueve horas de anticipación a la salida del vuelo que despegaría en la madrugada, para que mi amiga la maestra regresara antes de las ocho de la noche, hora del toque de queda. Con todas las maletas, mucha expectativa y el hueco en el estómago que no se iba, preguntamos si aún no lo cancelaban.

 

—No sabemos, aún es demasiado pronto, algunos se han cancelado de último minuto—, me contestó la empleada de la aerolínea.

 

Pasé saliva. Si eso sucedía tendríamos que estar toda la noche en el aeropuerto sin poder regresar hasta que terminara el toque de queda. Nos instalamos en una esquina a esperar un par de horas. Decidí volver a preguntar y otra empleada me dijo que había dos espacios en un vuelo que saldría en tres horas y viajaba directo a Ciudad de México y no a Guadalajara. Acepté. Lo que quiero es salir, ya en México veo cómo me muevo, le contesté a la chica. Me sonrió.

 

Una mezcla de tristeza y alivio me invadió cuando me abroché el cinturón de seguridad. Dejaba un lugar entrañable en una de sus peores crisis en las últimas décadas. Me dolió verlo así. En pleno despegue voltee a la ventana. La ciudad parecía en calma, como si quisiera esconder que el incendio había comenzado.