El cronista emérito de Concordia, Sinaloa, nos relata sobre una tradición que se llevaba a cabo en algunos pueblos de su estado, cada Semana Santa, concluyendo los festejos del viernes santo. Se trata de una variante de la representación del tradicional Judas, pero aderezada con ciertas particularidades que dieron también origen a anécdotas como la cuenta y de la que fue testigo.
Rigoberto Brito Osuna
El viernes santo de cada año –después de los solemnes rituales que se llevaban a cabo en las iglesias católicas– los pobladores se daban a la tarea de fabricar un monigote como de metro y medio, para lo cual utilizaban ropa vieja de hombre que rellenaban con materiales inflamables, tales como: aserrín y caracoles de madera; en algunas ocasiones le ponían cuetes, palomitas y chifladores de pólvora, para hacerlo más divertido. Este espantajo hacía referencia al Judas, el apóstol que traicionó a Jesucristo.
Esta es una añeja tradición que poco a poco se extingue en el municipio de Concordia, ya que, con los gigantescos avances de la ciencia y la tecnología, las diversiones han tomado otro giro. En algunas partes de la zona serrana, por la carretera libre Mazatlán-Durango, los vecinos de los pueblos asentados a la vera de la rúa, se daban tiempo para confeccionar el muñeco con varios días de anticipación y una vez terminado lo exhibían por toda la comunidad; incluso, se atravesaban en la carretera parando a los conductores para pedirles una cooperación económica.
En la cabecera municipal, no se manufacturaba el títere, se personificaba. Es decir: un joven –del que se reservaba la identidad– se disfrazaba y recorría las calles de la ciudad pidiendo obsequios, principalmente dinero, aunque había quien les regalara objetos. El personaje traía tras de sí a un grupo de hombres que caracterizaban a los soldados romanos en las diversas celebraciones del triduo sacro que se llevaban a cabo en la parroquia. Cuando alguien se negaba a hacer un donativo, el Judas arrebataba lo que tuviera a la vista y así seguía por las principales calles del centro. Al final de la jornada, que se prolongaba hasta por un máximo de dos horas, el sujeto llegaba a la sacristía del templo y a puerta cerrada contabilizaba todo lo recaudado y la mitad se le obsequiaba a la iglesia.
Esta tradición terminó a fines de los años setentas de la centuria pasada debido al vandalismo. Los jóvenes lanzaban objetos, apedreaban y abucheaban al personaje, causándole lesiones y, por otra parte, algunos perros los perseguían en la graciosa trayectoria, dándole un toque jocoso al espectáculo y no obstante que, en algunas ocasiones, elementos de la policía municipal brindaban auxilio, esto nunca fue suficiente; además el exiguo alumbrado público, que estaba conformado por simples focos de 75 o 100 watts, era un buen aliado de los aguerridos chavalos.
La tradición en Zavala
Zavala es un pequeño poblado de escasos cuatrocientos habitantes que se ubica a corta distancia de la cabecera y ahí pervive la tradición del Judas. En la mente de los lugareños se pierde la antigüedad del festejo, y año con año los jóvenes se organizan para planear y llevar a cabo el evento. No está por demás decir que todos ellos ignoran el sentido original de la celebración y ahora los guía solamente el ímpetu por el jolgorio.
El sábado santo por la madrugada se dan cita bajo la tenebrosa sombra de una enorme y vetusta ceiba enfrente de la capilla del Señor de la Buena Muerte; un grupo de vecinos lleva el monigote al que habrán de colgar y prenderle fuego al final del recorrido.
Cuando ya la mayoría de los habitantes se hayan entregados al sueño, ahí acuerdan quiénes de los participantes irán por determinadas calles y casas; además, pactan un compromiso de guardar el secreto de la identidad de quienes visitan las viviendas para evitar que los afectados por los hurtos de los jovenzuelos les reclamen, porque nunca falta quién se enoje por los desmanes, a sabiendas de que todo es una pesada broma. De igual modo, si alguien revela el secreto de lo que se planea, queda excluido de participar al año siguiente.
Una vez que se han distribuido adecuadamente, caminan por los cuatro puntos cardinales.
Ya son las dos de la mañana, con agilidad y discreción pasan casa por casa verificando cuál está abierta para birlar lo primero que se encuentren. Si la suerte está de su parte, cargan con televisores, abanicos, sillas, cazuelas, bandejas, refrigeradores, caballos, burros, etcétera. Si por desgracia el dueño de la casa o alguno de los habitantes se percatan de la maldad, los echa inmediatamente a garrotazos y emprenden una veloz carrera para que no puedan ser identificados. Otros penetran por los patios, ya que la gran mayoría de las viviendas tienen amplios corrales y apañan bicicletas, motos, monturas, lavadoras, y hasta lo inimaginables: sostenes, calzones, faldas, entre otras cosas.
Siempre tienen la precaución de anotar a quién pertenecen los objetos que son depositados en el atrio de la capilla, eso lo hace a quien denominan “el secretario del Judas”; porque al amanecer, cuando los vecinos se dan cuenta de los faltantes saben que pueden pasar por ellos al lugar de costumbre: nada debe faltar, no pueden robarse nada.
Últimamente los niños se han integrado a esta chusca práctica y resulta curioso cómo pueden verse acarreando macetas, escobas y utensilios ligeros, mientras que los adultos se complacen recordando las travesuras de su tiempo.
Maldad extrema
En la madrugada del sábado santo de 1993, un señor ya entrado en años, serio, trabajador y muy responsable padre de familia, Don Chagüito, fue víctima de una trastada por los jóvenes de esa época, quienes osaron meterse al corral de su casa, de donde sacaron a un burro.
Con el mayor de los sigilos, un par de mozalbetes montaron en el pollino y lo llevaron hasta el centro del pueblo, siendo esa osadía la mayor de las diabluras de ese año. Ya entrada la mañana fue a dar parte al síndico del pueblo, quien minimizó la queja del anciano, exponiéndole que se trataba del pitorreo de cada año, pero el señor estaba cegado del coraje por el abuso cometido con el animal de su propiedad.
La denuncia y la solución
El lunes por la mañana, el señor Chagüito se presentó al palacio municipal. Le pidió a la recepcionista del alcalde que le agendara una audiencia, indicándole la señorita que ese día no sería posible que se le atendiera en virtud de que se encontraba fuera de la ciudad. El señor, sin entender razones, exigía ver al munícipe, por lo que se presentó a mi oficina, ya que yo estaba fungiendo como secretario de la presidencia. Le expliqué que el presidente municipal no estaría, en virtud de que había salido a la capital del estado y regresaría hasta otro día, por lo que le solicité me expusiera su problemática para tratar de darle solución.
Me expuso que había sido víctima de unos vagos de su pueblo que osaron entrar al chiquero de su casa de donde le sustrajeron un burro y se lo llevaron a la iglesia.
No se preocupe –le dije– ahorita hablo con la autoridad del pueblo para que ordene que se lo regresen y lo pongan donde estaba.
No oiga, me dice, eso no es todo, lo que me da coraje es el abuso que cometieron, “no se vale que me lo haigan pintado de color de rosa. Le mocharon la crin y le rasuraron la cola”, ¿cómo ve usted?”.
–Ah caray –le respondí– entonces eso sí es grave. Permítame tantito; voy a llamar al Inspector de la Policía para que se avoque a la resolución de su caso.
Le llamé por el interfón pidiéndole hiciera acto de presencia en mi oficina con carácter de urgente. No tardó dos minutos en llegar. Nuevamente el señor le refiere la queja; nos volteamos a ver reprimiendo la risa. Sin embargo, le pedí que atendiera su querella y mandara llamar a los inmoderados mozalbetes y a sus padres para que respondieran por el daño causado.