Seguramente a la mayoría le ha sucedido perderse, tomando una ruta de camión que no era la que creía. La situación se agrava si la «perdida» es en la noche. Y se agrava más si el pasajero no tiene mucho tiempo de vivir en la gran ciudad y en su lugar de origen no había mas que dos rutas de camiones. Peor, si la anécdota sucedió hace unos años, cuando no había Maps en los celulares, ni Ubers.

 

Gerardo Guerrero

 

“Aquí termino”, me dijo el chofer, y sentí la sangre correr por mis talones.

Era la primera vez que tomaba un camión en la ciudad y, dentro del nerviosismo (por ser debutante), cierta seguridad me reafirmaba, pues un día antes —a plena luz del día— había ensayado la travesía de ir del poniente de la ciudad de Guadalajara hasta Huentitán el Alto y de regreso. La ida, sencilla: un camión, dos trasbordos en el metro y el macrobús. El regreso, todavía más: el macrobús, un tren y un camión. Para un recién llegado del rancho, esto se sentía como un reto mayor, pero estaba seguro de tenerlo en la bolsa.

Ya de noche, abordé el camión que me llevaría a casa. Eran alrededor de las ocho treinta, lo que significó asiento seguro. Elegí el de hasta atrás para poder bajar rápido y sin obstáculo, y, además, para poder apreciar el juego de luces que la unidad ofrecía a los pasajeros. Era, aquel escenario, de una atmósfera fluorescente: el verde y magenta neón hacían lucir tanto al Calvin meón, como al peluche del espejo retrovisor. La Virgen de Guadalupe, que protegía las espaldas del conductor, parecía sacada de uno de esos juegos de canicas de las ferias. Se imponía, radiante y arrogante, con un juego de luces LED digno de Las Vegas. Los rostros cansados de los demás pasajeros parecían indiferentes ante el espectáculo, pero los detalles de mi primer viaje nocturno en transporte público tenían toda mi atención.

Ya entrados en camino, una llamada al celular interrumpió mi concentración del viaje. Era mi mamá, para preguntar sobre el primer día de clases.

—¿Y por dónde vas? — preguntó.

—Ahm, pues no sé, pero veo el estadio de las Chivas.

—¿Estás loco? Ese camión no va para la casa…

—Cómo crees, má. Es el que tenía que tomar, ahorita se regresa. Te marco más tarde.

Colgué el teléfono confiado en que, en cualquier momento, el camión daría vuelta para regresar a terrenos más conocidos. A la mitad de Av. Aviación, la esperanza se me esfumaba cada vez más.

Entre callecitas y baldíos, el chofer entró en una colonia que parecía cada vez menos urbe y más ejido. Iluso, y sabiendo para mis adentros que nunca iba a suceder, una pequeña parte de mí se aferraba todavía a aquella ansiada vuelta en u. El freno sonó y el chofer mencionó las palabras.

—¿Cómo? ¿No va a regresar? — le pregunté.

—No, joven. Aquí termino, voy a cerrar el camión.

Con miedo, y sintiéndome en el medio de la nada, bajé a la cuadra (que parecían tres pegadas) en dónde el chofer estacionó el Mercedes. Mientras caminaba, de la forma más disimulada posible —pues algo me decía que en ese lugar no me convenía ser humano sino espíritu— tomé el teléfono y le marqué a mi mamá para confirmar sus sospechas. Al preguntar sobre mi ubicación, la única información que pude darle fue el nombre de las calles que leí en las placas: Séptima Oriente y Quinta Norte. Años más tarde, hubiera bastado con abrir Maps para conocer mi ubicación exacta y pedir un Uber para salir de aquel extraño lugar, pero aquella noche éramos yo, las llamadas y los SMS contra el mundo.

Mientras continuaba al teléfono, caminando hacía lo que parecía una avenida principal, mamá rastreaba en la computadora mi localización exacta. Sentí miradas —como las que recibe un forastero en tierra extraña— provenientes de un grupo de sombras con ropa holgada montadas en bicicleta, rodeadas de una

nube de humo densa y de olor peculiar. Evité el contacto visual a toda costa, sin ansiar otra cosa más que estar en casa.

—Estás en una colonia que se llama La Choricera, allá por Tesistán—, me dijo.

Naturalmente, conocer el nombre del lugar reemplazó todo buen augurio por imágenes mentales que eliminé rápidamente. Quedé con ella en que caminaría hacía la avenida más grande, y que, en determinado cruce, mis familiares llegarían por mí. Al llegar al punto acordado, busqué un lugar con luz y lo encontré debajo de un tejabán en una tienda de abarrotes. La avenida que tenía enfrente estaba transitada y, a diferencia de las calles por las que había caminado, el alumbrado público hacía su función. Solo quedaba esperar a que el comando encargado diera con el paradero del activo.

Los encargados de la tienda de abarrotes parecían estar por cerrar el changarro, cuando un cliente más apareció para comprar cigarros y refresco. Después de pagar y de despedirse del tendero, a los pocos pasos, a aquel sujeto le apareció otro de igual calibre por las espaldas. Lo emboscó haciéndole un candado en el cuello con el brazo derecho y cerrándolo más con el izquierdo. En el forcejeo, los cigarros y el refresco salieron volando hacia lados contrarios, mientras el tipo se resistía a seguir siendo sometido por el agresor. Yo, con el corazón acelerado, solo deseaba no estar en el momento y lugar equivocados, y, sobre todo, seguir siendo un espectador desapercibido. El primero se tiró al suelo, revolcándose para poder zafarse de los brazos del otro. Al lograrlo, se puso de pie inmediatamente y, mirándolo a los ojos, le dijo encabronado:

—¡Me asustaste, pendejo!

—¡Ea!, no sea joto, ¿quién pensaste que era?

Para entonces, sentía que había pasado una eternidad. Esperé alrededor de otros veinte minutos cuando por fin vi caras conocidas. Subí al carro y pude soltar el cuerpo.

La diferencia de una letra en las rutas de los camiones resulta importante, pues tal parece que entre el 629 y el 629 B, hay como 20 kilómetros de diferencia.