La siguiente es una crónica colectiva, elaborada a diez manos. Diez diferentes autores escriben, con el pretexto de la semana santa, alguna historia, algún recuerdo o simplemente un recuento, lo que nos lleva a tener un amplio mosaico de temas, de voces, de estilos.

 

Primera Estación. Un viacrucis anticipado

 

Es muy temprano y mi mamá está sentada en un banco gris de plástico, a media cuadra de la entrada principal del Cuartel Colorado, en Guadalajara, en la calle Xicoténcatl casi esquina con Gigantes. Espera su turno, trae el cubrebocas bien puesto y eso le ayuda a esconder el miedo que siente.

 

No me ve. Platica con las personas que conoce del barrio al que llegó en los años 60 del siglo pasado, procedente de Capilla de Guadalupe. Mi papá, sentado en un banco rojo con la marca de Coca-Cola, conversa, hace chistes, él no tiene miedo, así enfrenta las adversidades, siempre, jugando, después de todo él está en sus terrenos, nació ahí, en el barrio de San Juan de Dios, en 1950. Yo espero con mi hija en una silla que me prestaron. Es domingo 21 marzo de 2021. El Viacrucis de la Semana Santa parece haberse adelantado.

 

Le pregunto a mi mamá cómo se siente. De inmediato salen lágrimas de sus ojos, no puede contener el llanto: “Tengo miedo, siento que me voy a morir”. Chela, la vecina que los conoce desde hace al menos 40 años, le dice: “Ni se apure, mi mamá tiene presión alta y está como si nada”.

 

Pasan las horas. Fanny, la hija de Chela, tiene 28 años, es delgada y muy movida. Ella organizó la espera, está formada desde la noche anterior, no ha dormido desde el jueves, pero luce fresca mientras nos pide paciencia. Se salió de la fila por un momento para ir al baño mientras mi tía le cuida el lugar, dice que falta poco, calcula que como a las 10:30 ya les tocará a mis papás formarse solos. Mi mamá vuelve a llorar. Tiene mucho miedo.

 

Llama Fanny por el celular y nos avisa que ya es hora. Mi hermana toma la mano de mi mamá y comienzan a caminar en dirección al Cuartel. Yo siento escalofrío, veo la espalda de mi mamá, tiene 66 años, pero le cuesta caminar. Dos preguntas me perturban: ¿y si se muere?, ¿y si es la última vez que la veo bien? Respiro y me concentro, debo decirle a mi papá para dónde se fueron, porque quiso entrar al baño justo cuando le dijeron que se formara. Mi papá camina seguro, él insiste en que no tiene miedo.

 

La fila avanza hacia la entrada del Cuartel, mi hermana los graba con el celular y mi hija les desea suerte. Mi mente vuela, imagino que es la fila de la muerte, que los van a fusilar de alguna manera, al fin es un cuartel, pero también pienso que es la fila de la vida, todo a la vez, siento que estoy soñando o teniendo una pesadilla, que estamos en guerra, o en otro tiempo, como que a pesar de estar confinada por más de un año no puedo creer que estemos en pandemia, eso solo lo vi en los libros, en las películas; hoy estoy aquí.

 

Finalmente, y después de casi una hora de espera, salen triunfantes, no los fusilaron, es más, casi ni sintieron el piquete, ya están vacunados. Yo respiro, el Viacrucis parece haber terminado, por ahora. Falta la segunda dosis de la vacuna contra el COVID-19 y aún no es Semana Santa.

 

Segunda estación: Del aplauso a la perforación del cuerpo

 

Hay personas que recuerdan de la Semana Santa las vacaciones, yo recuerdo cuando mi mamá nos llevaba a mi hermana y a mí a Guanajuato, nos quedábamos en casa de mi tía Rosa y visitábamos muchos templos, era una época muy religiosa de mi mamá. Nosotros éramos niños y todo en vacaciones era de un color llamativo y más agradable. Tanto así que en una ocasión mi mamá se paró a leer en misa, en un templo en muy antiguo y lleno de viejitos de iglesia que sabían todos los cantos habidos y por haber. Cuando terminó la lectura, mi hermana y yo le aplaudimos como si de la ganadora del premio Nobel se tratara. En vacaciones todo se mira de otra forma, por eso ni el sacerdote celebrante, ni la recua de viejitos de la iglesia siguieron nuestro aplauso: ellos no estaban de vacaciones.

 

Cuando era muy pequeño acompañaba a mi abuelita a todas las actividades de Semana Santa de la iglesia, por eso sé qué es la adoración a la cruz, el pésame a la virgen, las siete palabras, el vía crucis y hasta la adoración del fuego nuevo. Pero una de las cosas más religiosas para mí fue cuando, estando en tercero de secundaria, me quedé solo en la casa porque todos se habían ido a alguno de los oficios de semana santa y me perforé la oreja izquierda y me puse una arracada de plata que había comprado el tianguis cultural, cuando todavía se ponía en el exconvento del Carmen.

 

Tercera estación. Todo pecado se redime con la bendición sacerdotal

 

Guillermina no crucificó a Cristo el Viernes Santo de 1950, pero para sus padres fue como si lo hubiera hecho. Aquel día, Guille, como le decían en casa, fue a la parroquia principal a presenciar las tres caídas, en compañía de su hermana María González y del esposo de ésta, Manuel Camacho, quienes décadas después se convertirían en mis abuelos.

 

Igual que cada año, en San Luis de la Paz, un pueblo polvoriento de Guanajuato, Jesús cayó tres veces antes de ser crucificado, sin mayores contrariedades. Al terminar la representación religiosa, Guille, María y Manuel cruzaron hacia el jardín principal. Compraron rodajas de quiote dulce, el palo que crece en el centro del maguey y que los lugareños horneaban bajo tierra, como la barbacoa. Enseguida tomaron una banca.

 

Hubo un momento en que Guille dijo a su hermana que daría vueltas alrededor del jardín, como acostumbraban los jóvenes por aquellos años. Las mujeres caminaban en un sentido y los hombres en otro. María siempre estuvo alerta, pendiente de su hermana. Vio cruzar varias veces los mismos rostros, entre ellos el de Guille, pero de pronto ya no. Se alarmó. La buscó. Pensó que estaba por ahí platicando con alguien, con alguna prima o amiga. No, ya no apareció.

 

María durmió esa noche en la casa de su tía Isa. Apenas clareó, la mañana del Sábado de Gloria, salió rumbo al Rancho San Isidro. Llegó directo a la casa de sus papás, Virginia Álvarez y Pedro González. Entre lágrimas, les dijo que Guille se había perdido, que no sabía nada de ella. No tuvieron noticias todo ese día, que es un día de luto y silencio para los católicos, tan triste que no hay misas ni sacramentos en las iglesias. En San Luis de la Paz ni siquiera prendían las luces del templo, porque era un día de llanto y soledad para María: para la Virgen María, no para María la hermana de Guille.

 

La resurrección de Cristo trajo un domingo de alegría para el pueblo que no alcanzó para la casa de los González Álvarez porque no se les reveló el hijo de Dios, sino don Simón y doña Rafaela. Llevaban noticias de Guille: no había muerto, mucho menos resucitado; es más, se encontraba en pecado. Se había ido con Andrés, el pretendiente, e hijo de ambos, y estaba con ellos en el rancho El Redondo.

 

Don Pedro, aunque ya lo sospechaba desde un día antes, estalló en ira ya con el hecho confirmado. Así estuvo un largo rato hasta que doña Virginia lo calmó. Escucharon de nuevo a las visitas y llegaron a un acuerdo: Guille y Andrés se casarían por el civil la siguiente semana. También quedaron en que ella permanecería en casa de sus futuros suegros hasta entonces, pero no dormiría cerca del prometido. Fue un pacto breve, sin el ritual de la época. Los padres del novio no pedirían la mano de la novia acompañados del sacerdote de la iglesia, ni llevarían las viandas correspondientes. Ya para qué.

 

Guille y Andrés se casaron por obra de un juez, aunque no tuvieron derecho a noche de bodas; no todavía. Ella regresó con sus padres ese día y estuvo con ellos durante las tres semanas siguientes, mientras duraban las amonestaciones, es decir, en tanto una hoja con los nombres de los prometidos permanecía pegada en el pizarrón de la parroquia por si otra persona reclamase el mismo derecho con el mismo hombre… o con la misma mujer.  No hubo novedades, la ceremonia religiosa se celebró, y —para la familia— la bendición del sacerdote borró la ofensa, casi crucifixión, cometida contra el Hijo de Dios aquel Viernes Santo.

 

Cuarta Estación. Los anhelos de una vacación

 

A partir del viernes santo, justo cuando muere Cristo crucificado, hasta el Domingo de Resurrección, se permite de todo, desatar incluso los más disolutos deseos, pues Dios ha muerto, no ve nada y por lo tanto no existe pecado, todo es aceptado sin remordimiento alguno.

Parece que los vacacionistas en Puerto Vallarta hicieron suya esta premisa de la película peruana llamada Madeinusa, un nombre muy peculiar al igual que la trama, en donde suceden varios acontecimientos inauditos en las fiestas del pueblo.

 

Viernes Santo 6:00 de la tarde. Al principio me pareció emocionante ver el malecón y la calle por donde transitan los autos, atiborrada de gente. La banda en vivo amenizaba el atardecer y algunos disfrutaban de los mimos o del hombre que por unas monedas moldea una figura de arena a la orilla del mar. Familias numerosas parlotean entre risas, con mínimo una fémina que luce orgullosa las tradicionales trencitas playeras que dejan entrever su cuero cabelludo y que sirven de prueba fehaciente de que se estuvo en la playa.

Hasta ese momento solo pensaba en lo que mis padres me habían privado de disfrutar por tantos años, cuando se negaban a mi petición sobre viajar en plena Semana Santa.

 

Sin embargo, al caer la noche, con un Dios muerto que no puede ver los pecados, todo cambió y aquello que por la tarde lucía como una verbena popular, empezó a tomar tintes decadentes y la conducta de moderación que tanto predica la iglesia católica para los tiempos santos, desapareció lentamente, junto con el juicio de los presentes: a los alrededores, varias parejas se manoseaban sin recato, hombres ebrios envalentonados protagonizaban absurdas riñas y mujeres solidarias sostenían la cabellera de la amiga para que el vómito no arruinara su peinado, mientras hacían largas filas para comprar más alcohol en alguna vinatería. Yo, ante este decepcionante panorama, decidí regresar a mi hotel.

 

Sábado de Gloria, 6:00 de la mañana. Mi amigo Jorge, que también vacacionaba en Vallarta, toca la puerta de mi cuarto para notificarme que mi otro amigo, Oliver, estaba desparecido. Más tardamos mi hermana y yo en salir a buscarlo que su papá llamándonos para avisar que lo habían encontrado a la orilla del mar, dormido al lado de lo que parecía ser su propio vómito. En ese instante, después de anhelar cada año vacacionar como “la gente normal”, juré no volver a hacerlo. La Semana Santa, como dicen, son días de guardar, pero de guardar distancia de los demás, más si se está en medio de una pandemia, por ejemplo. De guardar ese afán aspiracional de tener la aclamada selfie para mostrar en redes que se es pudiente y aventurero. Días de guardarse, descansar y reflexionar, y no porque la liturgia lo diga, ya que gracias a Dios soy atea, sino por la paz mental que todos en algún momento de nuestra vida necesitamos, más que las esperadas vacaciones de Semana Santa.

 

Quinta estación. La espera por la Gloria

 

Era Sábado de Gloria de 1987 y como en todos los días santos, se percibía un sentimiento de luto y de densidad en el ambiente. El calor era apenas soportable, pareciera que la temperatura aumenta los días en que Jesucristo muere. Las familias en sus casas le guardan luto y esperan ansiosas el paso de la muerte a la resurrección. Patricia, en el hospital, espera a que el médico la atienda porque desde una noche anterior sentía dolores repentinos en su vientre.

 

Está ya en su noveno mes de embarazo, a unas semanas de dar a luz a su primera hija. El médico, después de atenderla, le explica que había iniciado ya trabajo de parto, pero que aún no estaba lista para dar a luz. Le indicó regresar a casa y caminar un poco, para que esto le ayudara a tener un parto natural más efectivo, y que regresara al hospital por la tarde.

 

Así que camina, junto con Juan Manuel su esposo, hacia la central de autobuses; después, de las afueras del pueblo donde los dejó el camión hacia su casa, y de igual forma para regresar por la tarde al hospital. Son aproximadamente cuatro kilómetros, mucho más de lo que caminó Jesús con la cruz antes de ser crucificado, pero para ella no es viernes de crucifixión, sino un Sábado de Gloria, y Patricia no carga con los pecados del mundo, sino que lleva a una bebé a punto de nacer; tampoco la espera un sacrificio de muerte, sino la bendición de una nueva vida.

 

Después de la muerte de Cristo, el mundo se queda como en pausa, en espera del Domingo de Resurrección, aguardando a que Jesús, con su naturaleza divina, vuelva a la vida; así también Patricia se encuentra a la espera de la llegada de su hija.

 

Arribó al hospital a las siete de la noche y tuvo a su bebé a las once cuarenta y cinco, cuando el cielo (la gloria, le llaman) se abre y las campanas repican. La llamó Gloria.

 

Sexta estación: el evangelio por medio de la tortilla

 

En mi adolescencia me junté con los Legionarios de Cristo porque traía el diablo suelto y quería aplacarlo; me daba miedo, creo. Y estaba de moda ir de misiones: las Megamisiones, les llamaban. Consistía en ir el Domingo de Ramos a la Universidad Anáhuac, en el antiguo DF, a una misa con el mero mero Don Marcial Maciel, en la que se congregaba toda la banda del país y de ahí partía cada uno a su destino. Conocí diferentes poblaciones del Estado de México, Oaxaca, Guerrero y también estuve en mi natal Guanajuato.

 

Con tan solo 15 años, tenía la tarea de visitar, casa por casa, a la gente del pueblo a “evangelizar”. Les dábamos un speech de que Dios esto y Dios lo otro. Nos equipaban con un morral de manta —que tenía rosarios, calcomanías e imágenes de la virgen— un paliacate rojo y una playera, todo con los logos propagandísticos de los «legios», y uno usaba sus jeans y algún sombrero de palma, algunos más fresones al estilo whitexican, otros usaban cachuchas de cualquier tipo.

 

A posteriori me di cuenta de que a mí lo que me gustaba era cotorrear con la gente. Seguro pensaban: “¿este morro cagón que me va a venir a decir de Dios?”, pero en general siempre éramos muy bien recibidos y con harta comida. Recuerdo a doña Pina, una señora de unos 55-60 años que se paraba a tortear a las 5 de la mañana. La visitamos alrededor de las 10; mi compañero y yo tocamos la puerta, y nos abrió, nos presentamos y nos invitó a pasar. Su casa era de adobe, la cocina tenía piso de tierra y estaba oscura por falta de ventanas, nos arrimó unos banquitos de madera para que nos sentáramos y mientras nos sirvió un taco de frijoles y salsa martajada. La tortilla era gruesa, de maíz azul, hecha a mano en un comal grande calentado por leña. Los frijolitos reposaban en una olla de barro redonda con dos asas, una ya medio rota, y el chile —bravo como la chingada— descansaba en el molcajete.

 

Doña Pina vendía tortillas para hacerse de algún “dinerito”, y sus hijos trabajaban en el campo y también le ayudaban con los gastos de la casa; ella cuidaba a los nietos, que por ahí andaban medio mocosos y descalzos. Se paraba a las 5 de la mañana a preparar la masa, el maíz que usaba lo cultivaba en su propio patio, torteaba para su familia, para vender y para sus hijas que venían diario a visitarla. Su vida era simple: tortear, cuidar nietos, ir a la iglesia, sentarse en la banqueta de la calle a platicar con sus vecinas, y tan tan. Siempre admiré a doña Pina y a la gente que vive de forma simple, que forja con sus propias manos su alimento y que toma de la tierra solo lo necesario para vivir. Hay honestidad en ese trato, sin voracidad, sin extravagancias; unas manos callosas que volteaban la tortilla sin quemaduras y sin reparos, que arrancaban solo el maíz necesario, que alimentaban a quien necesitaba un taco. De Dios no recuerdo que hayamos hablado, o al menos, no era lo importante para los que estábamos ahí.

 

Séptima estación. El aviso que llegó del cielo

 

Como reacia heredera de los más arraigados introyectos católicos, apostólicos, romanos (guadalupanos y tapatíos), me resulta imposible desasociar a la Semana Santa con el caduco y abyecto concepto de la culpa.

La religión me vino, igual que a muchos, incómodamente impuesta. No fue extraño que a muy corta edad se delineó mi vena apóstata. Intentos hubo de rectificar el camino, por supuesto, pero nunca de mis padres —al fin rebeldes jipis comeflores sesenteros— sino de la influencia de los familiares más cercanos, que además resultaban ser vecinos en la colonia donde crecí.

 

Era la tía Nena, la consentida de todos, quien diligentemente encaminaba a las impías sobrinas y pecadoras en ciernes a todo aquel ritual dictado por los mandamientos de la Santa Madre Iglesia: la misa dominical al mediodía (previa promesa de que habría flautas de pollo con salsa verde en el mercado de Las Fuentes), los doces de diciembre, las navidades, la confesión de pecados mortales inexistentes que requerían con suma urgencia de la absolución del padre Miguel para poder comulgar y, claro, la mayor puesta en escena anual del templo de San Pablo: el calamitosísimo Viacrucis de Viernes Santo.

 

Admito que siempre fue el morbo de ver a las vecinas ataviadas con finas mantillas negras, llorando a moco tendido por un muerto que ni suyo era, lo que hacía menos tedioso acudir a tan solemne ceremonia. Pero también recuerdo la irritación que me provocaba la voz del sacerdote instando a los fieles a sentir remordimiento por sus humanos yerros. A aceptar que somos indignos. A perpetuar la idea de nuestra ingratitud ante el hijo de un dios que lo mandó a morir para “salvarnos” de pecados que quizás jamás cometeríamos. Algo no me cuadraba y podía decir que incluso me repugnaba. No entendía entonces, no podía ser de otra forma a los 10 años, que pretendieran implantarme una falsa necesidad de redención. En resumen: no comprendía por qué forzosamente debía de sentir culpa.

 

Salía del templo henchida de orgullo por mis precoces racionalizaciones, convencida de que jamás dejaría que me hicieran creer que era una mala persona cuando no lo era y mucho menos, tener que sufrir como plañidera por ello. Sí, ya pintaba también para cínica.

 

Terminaban las obligaciones divinas y, como eran vacaciones, corríamos todas las primas a la alberca, pero no había que olvidar que quedaba estrictamente prohibido meter siquiera cualquier parte de nuestra anatomía al agua en punto de las tres de la tarde, hora en la que, de acuerdo con la tradición, había que inclinar la cabeza porque Jesús recién expiraba en la cruz.

 

Recuerdo que aún envalentonada por mi inocente recién descubierta herejía, esperé a que todos abandonaran la piscina, mientras muy discretamente me sentaba al borde con las piernas cruzadas. En tanto, en un extraño evento climatológico que inexplicablemente jamás falla cada año, el mismo día y a la misma hora, el sol iba ocultándose al tiempo que de la nada sendos nubarrones negros aparecieron y el viento provocó a la tierra, armando serenos remolinos que avivaron el follaje de los árboles. Esperé a que nadie me viera y muy despacio fui desanudando una extremidad, despojándome con pericia de la chancla que me calzaba. Nada podría impedirme sumergirlo desafiante en las aguas ya turbias de tantas horas de infancia juntas. Comenzó una pertinaz lluvia de primavera que me empapó el rostro develando mi mirada más traviesa. Estaba a punto de clavar el pie cuando… ¡Booom!, del cielo retumbó un trueno que en un segundo de descarga adrenérgica me alejó completamente del jardín sin que nadie se percatara del pecado que a punto estuve de cometer. ¿Me asusté? ¡Un montón! ¿Sentí culpa? Odié admitir que sí. ¿Lo volví a hacer? Siempre, con todo y ese estorboso resquicio de culpabilidad que queda por algunos instantes después de hacer algo que —para algunos, en algún lugar— no se debe hacer.

 

Jamás reconoceré como mía esa “culpa religiosa” que osaron inculcarme infructuosamente, pero he de reconocer que de repente (y que esto quede entre nosotros), así como cuando el cielo se pone encapotado a las tres de la tarde del Viernes Santo y la tentación me invade, alcanzo a escuchar un lejanísimo murmullo del que con suma dificultad descifro un muy (pero muy) ajeno: “Marcela, ¡pórtate bien!”.

 

Octava estación: vendrá la quemazón y tendrá el rostro de tu espalda  

 

La fiebre, me decían cómo queriendo calmarme, venía de las quemaduras, no de alguna infección. Pero a los 10 años más que el origen patogénico del padecimiento uno quiere saber si al día siguiente podrá estar jugando, con el resto de los primos y hermanos, en la playa. Apenas era martes santo y yo ya había comenzado mi Viacrucis.

 

Habíamos llegado temprano, en caravana, toda la familia. Cinco coches, cuatro familias y media, 18 personas en total. De todos yo era el más pálido, el más “güerito”, pero también el más despreocupado de los menesteres de bloqueadores, factores de protección y palapas, en cuya sombra querían meternos a fuerza como en una cárcel sin barrotes. Cuando se descuidaban los padres, inmersos en el arte de preparar “jaiboles” en una hielera que era bar, refrigerador de comida y mesa, la primada escapábamos a corretear cangrejos que se escondían en el primer hoyo que encontraban. Cuando mi madre me gritaba “Francisco Javier”, sabía que no era bueno. Ese martes no sé quién se cansó más, si ella de advertirme que me iba a insolar o yo de emprender la huida fuera de su mirada protectora.  Todo parecía normal, salvo que a la advertencia de mi madre se le unieron la de la abuela y tías que cada que volvía a refrescarme a la palapa me decían que me pusiera bloqueador. Obvio no hice caso.

Comimos tostadas de ceviche que sacaban de un tóper apoteósico. Ahí empezó el run run. “Ese niño se va a insolar”, dijo una voz perdida entre en el sonido de masticar tostadas, al cual estaba comprometido en cuerpo y alma. “Ya está todo rojo de la espalda”, dijo quien a la sazón supuse fue la abuela. Antes de volver a jugar en esas últimas horas de sol, mi madre embarró mi espalda de una crema pegajosa que prometía la ausencia de quemaduras solares. Refrescó, pero ya era demasiado tarde.

 

Más tarde, en la ducha, un agua apenas tibia se sentía en la espalda como lancetas ardientes, dejando en claro que mi escaso cuidado dermatológico iba a tener consecuencias. Después de mis gritos la familia se reunió a verme la espalda. Unos aportaban algún consejo, algún remedio, pero todos exclamaban sentidos ayes al ver mi dorso, que si se veía como dolía, tuvo que haber sido dantesco. Vinieron los temblores de la fiebre y tuvieron a bien ponerme maicena encima, que no sirvió de mucho. Las ampollas comenzaron a dibujar un mapamundi desconocido en mi espalda. Esa noche sentí el poder torturador de una sábana, sufrí la falta de aire acondicionado y se arruinó el resto de la semana que apenas comenzaba. Creo que ahí empecé a odiar la playa, relación que recuperé años después, entrada la pubertad cuando descubrí la libertad de una playa de noche.

 

Novena estación: redención por medio de una nieve

 

—Qué calor se siente y apenas van a dar las diez de la mañana, se ve que las lluvias van a estar tardías, este bochorno me hace sudar de a chorros, vente primo, vamos a atajarnos del sol en la sombra de los portales.

 

Esto fue lo que me dijo Luisa, mi prima, de casualidad la encontré en el centro, vine al cajero automático a sacar la quincena y coincidimos sin esperarlo. Es madre soltera, su hogar está en la colonia El Calvario, ahí nos reuníamos en familia regularmente en estas fechas de guarda para seguir de cerca la procesión de los penitentes. Este año, al igual que el anterior, por motivos del Covid-19 no estaremos juntos. Los vecinos la aprecian mucho porque es luchona y se ha sabido abrir camino con su hijo; sus papás viven en Toluca y los frecuenta poco, está esperanzada en que la situación de la pandemia mejore; trabaja como secretaria en la presidencia municipal. Hoy le dieron el día de descanso, mañana jueves santo tiene que trabajar, por suerte para ella el sábado y el domingo no abrirán el edificio, de ahí que hoy ande de compras para abastecer su despensa.

 

—Oye primo, ya que te encontré de este lado del pueblo, hay que tomarnos una nieve, para que se nos hidrate el gaznate.

 

Yo, cogitabundo, no hallaba si aceptar o negarme, la pandemia y el exponerme en el conglomerado del único puesto de nieve que hay, me hacía dudar; en otros tiempos estaría abarrotado de negocios de nieve todo Tejupilco durante los días santos, sin embargo, estamos en el hoy, pensé, y la invitación de una dama está en puerta, sumo a esto que la temperatura ambiente es extrema y qué a decir verdad ya me estaba afectando; no me quedó de otra que aceptar.

 

No tardamos mucho y ya estábamos del otro lado de la calle 27 de septiembre, frente a nosotros aparecía de la nevería “Orgullo calentano”. En un santiamén y sin espéramelo, mi prima comenzó a dar pasos agigantados, se dirigió como alma que lleva el diablo sobre el único banquito que estaba libre, dando una pirueta en el aire, como pudo lo aprisionó, ni Nadia Comaneci hubiera podido abalanzarse mejor sobre ese rústico mueble de madera. Es justo hacer tanta mención de su osadía, dado que pudo arrebatárselo a dos enamorados incautos que pretendían madrugarle.

 

—Primo, vente, ya está el espacio, apúrate para pedir.

 

Con mucha precaución me senté junto a mi prima, lentamente retiro mi cubrebocas y saco de entre mi pantalón el pequeño pomo de gel, mientras froto mis manos con la gelatinosa sustancia, veo de frente alrededor de veinte barricas de madera que traspiraban al unísono la humedad fresca del hielo, el cual cobijaba —cual madre a su niño de brazos— a los botes de latón que encerraban entre sus entrañas el suculento manjar.

 

No pude evitar pensar en la ardua tarea que lleva la preparación de las nieves: empezando por curar las barricas para aumentar su captación de frío, esto lo hacen mojándolas con vinagre más de cuarenta y ocho horas, puesto que solo servirán para diez talladas, para después, en su interior, esparcir el hielo y usar la sal de tierra de Ixtapan para calibrar su durabilidad. Este diseño artesanal, si estuviéramos en el mundo cibernético, lo denominaríamos la construcción de su hardware. Pero faltaría su parte inteligente: un software que potencie a todos los compuestos, la receta secreta que solo vive en la memoria de los antiguos neveros de la tierra caliente, pasada de boca en boca y en secreto, para preparar los extractos frutales de la zarza, de la ciruela, de la carambola, del mamey, del limón, del tamarindo, de la jamaica, del arrayán, del melón y de la guanábana.

 

Aprender sus composiciones y la justa medida del agua o de la leche o su alineación histórica con la modernidad, introduciendo sabores más alegres y que las nuevas camadas suelen deglutir el “beso de ángel” y “la puerta de averno”, o con un poquito de tanguarniz, nieves de tequila, nieves de cerveza y hasta la nieve Buchanans máster.

 

—Ya primo, regresa, te me vas en tus pensamientos, ¿de qué vas a pedir? Yo ya te gané: pedí una de mamey y una de zarza, además un platito de galletitas de maíz, horneadas, para acompañar. Primo, si vas a querer galletas pide las tuyas, a mí no me gusta convidar.

 

La verdad me ganó la risa y me pedí una de arrayán con mi platito de galletas, supe de ante mano que había valido la pena arriesgarme a convivir con mi prima Luisa. Me hizo olvidar un poco la fragilidad de nuestra existencia ante el virus, además de que pude comprender, una vez más, que no hay humano que se resista a un vaso de nieve de Tejupilco, aun y aunque estemos en plena pandemia.

 

Décima estación: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

 

Esta Semana Santa es la peor que recuerdo: el Viacrucis comenzó desde hace 52 semanas, cuando nos recluyó la pandemia, pero ahora además estamos reviviendo la pasión de Cristo, al menos en Guadalajara, con un pinche sol que te quema, aunque te asomes a las diez de la mañana, sin agua por las restricciones que el gobierno está llevando a cabo en toda la ciudad, ante la temporada de sequía y además sin comida, ya que, aunado a la falta de taqueros, que suelen los muy católicos no salir a trabajar en estos días, también hubo una escasez de empanadas, debido a que a muchos no les dejaron instalarse en los tradicionales lugares en los que cada año se ponen, sino en otros, difíciles de identificar, dizque para que no hubiera aglomeraciones.

 

¿Qué más nos falta por sufrir, Señor? La visita de los siete templos se canceló (es lo único bueno, ya que la haré por internet, a puros templos europeos), pero no habrá empanadas por internet. Tampoco habrá Sábado de Gloria, porque no hay agua para el remojón (ni para hacer empanadas). Estamos ante un momento crucial en Jalisco: con este sufrimiento nos ganamos la gloria eterna o de plano volvemos a nuestras raíces y adoraremos al dios Tlaloc, ofreciendo gustosos como sacrificio alguno que otro politiquillo.

Textos de: Altagracia Lizardo Medina, Adolfo Cota, Israel Piña, Ana Belén Lizardo, Diana Margarita, Fernando Anguiano, Marcela Palacios Minakata, Xavier Zavala, Francisco Jacob Gómez Contreras y Brissa Arely Martínez Garibay.

Fotos: Johnny Chau Alex GeorgeKEEM IBARRA , vía Unsplash.