El autor de la siguiente crónica realiza un interesante ejercicio de memoria para reconstruir un hecho sangriento acontecido en la ciudad de Guadalajara, justo cuando terminaba el año de 1978 e iniciaba 1979.

 

Lino González Corona

Foto de Erik Witsoe vía Unsplash

 

Un estruendo interrumpió nuestra cena del último día de diciembre de 1978. Mi papá y yo salimos y caminamos apresuradamente por Gustavo Baz hacia la esquina con la calle Marruecos. Eran entre las 9 y las 10 de la noche.

Encontramos tirada, maltrecha y con su llanta delantera aún girando, una motocicleta no muy grande. La recuerdo de color negro, aunque no tengo la certeza si era por la poca iluminación que había en esos momentos en el lugar o porque con los años transcurridos mi memoria ha ido oscureciendo.

A unos metros, en la banqueta, estaba inmóvil un muchacho de unos 18 años, boca abajo. Vi cómo se iba ensanchando un charco con la sangre que emanaba de su cabeza, pegada a un poste de la Comisión Federal de Electricidad, de esos grises, de cemento.

En el arroyo de la calle, con los brazos abiertos como un crucificado, estaba otro joven de edad similar —después nos enteramos de que eran hermanos—, sufriendo espasmos, con una de sus piernas flexionada y la mirada al cielo, perdida.

—Está dando las últimas— comentó un testigo.

—Fue una pickup, me parece que azul— dijo otro, al tratar de señalar el vehículo que había chocado a los de la moto.

—Se “peló” por Gustavo Baz— agregó alguien más.

El accidente sucedió en la Unidad Habitacional Miguel Hidalgo, de Guadalajara, en las proximidades de la Colonia Hermosa Provincia, a media cuadra del cuartel municipal conocido coloquialmente como “la Sexta”, de donde llegó en unos instantes un policía en bici, que más bien parecía cartero, —no vi que trajera pistola en ningún lado— y con su radio envió un mensaje entrecortado y basado en números, para pedir una ambulancia, aunque ya los colonos la habían solicitado.

Antes de que se presentaran los paramédicos, regresamos y mi papá me platicó que oyó cómo al pasar justo frente a nuestra casa, la camioneta cambió de velocidad para ir más rápido. “Clarito se escuchó el acelerón”, dijo. Agregó que la pickup iba de Israel hacia Marruecos —hoy sé que en sentido de oriente a poniente— y que “de seguro” el conductor nunca esperó que se le atravesaran los dos chicos. Poco después nos confirmaron lo evidente: ambos murieron.

Por esa época no acostumbrábamos recibir visitas o ir con familiares a “esperar” el Año Nuevo, así es que fui a dormir, con las imágenes del suceso. Al día siguiente desperté temprano; entonces, mis padres me contaron que hubo otra desgracia durante la madrugada. Salí y a cuatro puertas de la mía una mancha de cal, revuelta con restos de quién sabe qué vísceras, marcaba, a la mitad del arroyo de la calle, la escena del otro percance.

Supe que uno de los papás de los chiquillos de la cuadra, que era camionero, tuvo dos invitados con quienes estuvo tomando alcohol y a eso de las 4:00 de la madrugada, decidieron retirarse. Él, ya “entonado”, se opuso a que buscaran taxi a esas horas y se aferró a llevarlos en el tráiler sin plataforma, estacionado afuera de su vivienda.

Ante lo obstinado del anfitrión, sus convidados aceptaron y entonces ocurrió lo fatal: el trailero rodeó el vehículo para subir al estribo, mas cuando trataba de abrir la puerta cayó de espaldas sobre el pavimento.

Justo en esos instantes pasó por ahí, de poniente a oriente, fuera de horario y de ruta, poco después de la transición del año 1978 al año 1979, un camión urbano “de los de Servicios y Transportes” —eso declararon al Ministerio Público uno de los hijos de la víctima y sus amigos—, cuyas llantas tronaron la cabeza del padre de mis vecinos.

—¿Supiste lo del papá de Isra y Leonardo? — me preguntó Jorge Muro, quien vivía al otro lado de la familia que padeció el infortunio.

—Sí, ya supe. Estuvo muy gacho— le contesté.

Probes vatos, probes vatos— repetía Jorge, pronunciando mal, intencionadamente, la palabra pobres.

Varios vecinos de la misma cuadra, entre ellos doña Guille —mamá de Jorge y de otros tres niños con los que solía practicar futbol, chinche legua, changai y otros juegos debajo de la banqueta—, consideraron que no era posible que, en una calle sin un flujo vehicular importante, hubiesen ocurrido tales acontecimientos.

Hubo quien propuso “juntar firmas” y exigir con éstas que Gustavo Baz, nuestra calle, tuviera un solo sentido para el tráfico de automóviles, pues los fatales accidentes se suscitaron en contrasentido, uno del otro.

Hasta eso que el Departamento de Tránsito se mostró eficiente y no tardó mucho en cumplirle a los quejosos; en unos cuantos días colocó la nueva señalización.

—¡Ya viste lo que nos hicieron, Lino!— exclamó doña Guille al verme una mañana, mientras apuntaba con su índice derecho a un raudo camión de pasajeros que fue secundado por otra unidad a los pocos minutos.

Y es que al colocar las flechas para señalizar, las autoridades hicieron lo mismo en toda la Unidad Miguel Hidalgo, por lo que las unidades de transporte público, pertenecientes a las rutas que antes pasaban por otra de las calles en doble sentido, con el cambio, ahora tenían que transitar por mi cuadra de poniente a oriente.

Obvio que junto con los otros niños tuve que tomar medidas. De ahí en adelante, cada que pasaba un camión parábamos momentáneamente las “cascaritas” y enseguida las reanudábamos. En “horas pico” agregamos tiempo de compensación.