La siguiente historia es una de miles y miles que le ocurren a quienes en algún momento de su vida tuvieron que irse, por diversas circunstancias, a Estados Unidos de Norteamérica, a trabajar o a estudiar. Sucedida hace exactamente hace 20 años, parecería un episodio de ficción y de terror, de no ser porque todo ocurrió tal como la autora no lo narra y ahora lo rescata para compartirlo.
Altagracia Lizardo Medina
Foto de Taylor Rooney, vía Unsplash
Ese día me levanté a las cuatro de la mañana como lo venía haciendo al menos en los últimos tres años, para limpiar todos los días, de lunes a domingo, un bar ubicado en el barrio de Hillcrest, reconocido por su diversidad y centro de reunión para la comunidad LGTBIQ+, cerca de Balboa Park y del Zoológico. Iba sola, en mi Accord gris, por el freeway 5; esa tarde creo que cerré los ojos, y eso casi me cuesta la libertad. O la vida.
Deportarme a México hubiera sido el mejor escenario. Era enero de 2001, unos meses antes de la caída de las torres gemelas en Nueva York y de que la situación para los inmigrantes en Estados Unidos cambiara radicalmente.
Yo vivía en la llamada “ciudad más fina de América”: San Diego, California, al este: en la calle 51 y a un par de blocks de El Cajon Boulevard. Mi apartamento de una recámara estaba a unos minutos de Tijuana, conocida como la frontera más transitada del mundo; recuerdo que así decía una grabación mientras esperaba en la línea para cruzar a pie con mi visa de turista.
Hasta entonces tenía mi propio negocio de limpieza: Cynthia ‘s Cleaning, así lo llamé; tenía facturas y todo, pues mi nombre era Cynthia Flores y debo confesar que al principio me costó trabajo acostumbrarme a mi nueva y falsa identidad. Donde sí me sentía libre y conservaba mi esencia era en el San Diego City College, donde estudiaba por las noches High School.
Cada lunes por la mañana, después de limpiar el bar, cruzaba el puente de Coronado, pagaba un dólar —cuando va más de una persona es gratis, o así era entonces. La casa de los lunes era la de un hombre mayor: Deniss, y su perro era gigante, Destry, a quien siempre me “obligaba” a saludarlo. “Hi Destry, how are you”, le decía yo; obviamente no me respondía, pero sí corría hacia mí muy gustoso, pues le hacía compañía al menos dos horas. Su casa me gustaba, especialmente porque en lugar de patio tenía un embarcadero en el que a veces yo descansaba: me ponía unos lentes de sol, me sentaba, cruzaba los pies y soñaba con algún día tener una casa así.
Con Deniss tuve algunas pláticas y en una de esas me preguntó qué haría de mi vida, a lo que yo le respondí: “pues tal vez ya nada importante, ya tengo 25 años y limpio casas”. Él abrió los ojos, sorprendido, y me respondió: “the life is not a rehearsal, you are 25, you are so young”, le agradecí y eso quedó sembrado en mí, sin yo saberlo.
Los martes me tocaba en Point Loma, donde vivía una pareja heterosexual joven, ahí me gustaba entrar al estudio donde veía sus diplomas, soñaba con tener uno. Yo había estudiado Administración de Empresas Turísticas, en Guadalajara, donde nací, y tuve mi propia agencia de viajes, pero mis socios me estafaron y me quedé sin nada. Tomé la decisión de vivir en San Diego para buscar cosas nuevas; al fin tenía apenas 21 años, me quería comer el mundo.
Los miércoles limpiaba una casa que habitaban tres hombres, ellos mantenían una relación amorosa entre sí, lo único que no entendía era cómo se ponían de acuerdo. Su casa era hermosa, cada adorno era especial y su jardín estaba lleno de flores. Al igual que en las anteriores, pasaba al menos dos horas trabajando. Poner y quitar la alarma siempre me ponía nerviosa, imaginaba que, si me equivocaba, la policía iba a llegar de inmediato y me deportaría. Eso nunca pasó: nunca se activó la alarma.
Los jueves tocaba la casa de dos pisos, con un matrimonio joven, él italiano y ella estadounidense; se casaron en un barco, lo supe por las fotos que tenían en las paredes, no recuerdo bien el nombre del lugar, pero estaba cerca de la playa y también me sentía bien al ver mi obra final, cuando todo quedaba limpio. La que me daba terror era la casa que me tocaba después, pues la dueña tenía al menos 8 gatos y yo siempre les he tenido miedo, más que a la migra y a la policía.
El gran reto era entrar y que me aceptaran (los gatos, por supuesto), después de eso no me hacían caso y cuando se me acercaban demasiado, prendía la aspiradora para ahuyentarlos. Para ahuyentar a la migra sólo necesitaba salir a la calle con seguridad, y cuando un policía me detuvo —sólo porque sí— me sostuve diciendo que estaba de vacaciones, traía mi licencia de Jalisco y el carro tenía seguro (allá todos lo tienen, o la gran mayoría). El policía, por mi aspecto físico —supongo— insistió en que yo estaba trabajando. No pudo hacer nada y me dejó ir, al final no había cometido ninguna infracción, hablaba inglés y sostuve mi versión.
Los viernes eran tiempo de familia, de recoger juguetes y desayunar en la barra, pero en la casa que limpiaba, ella asiática y él estadunidense, me trataban como si fuera una integrante más; tenían dos hijos, cuando yo llegaba me dejaban cereal y me decían que podía tomar lo que quisiera para mi lunch, y como me sentía muy cómoda, así lo hacía, desayunaba mientras escuchaba en mi grabadora programas de radio en AM, de México, para no sentirme tan lejos. Todos, todos los días pasaban a las 9:00 horas la canción de “Música ligera” en una estación de Tijuana, así comenzaba el programa del que olvidé el nombre; pero eso —según yo— me mantenía cerca de mi familia, de mis raíces: no quería perder mi identidad, la verdadera, la de Altagracia.
Los sábados limpiaba otra casa más y los domingos sólo el bar, tenía que descansar, pero nunca era suficiente, ni el dinero que guardaba para volver a México ni el descanso, pero eso sí, visité cuanto lugar me fue posible; llegué a memorizar las calles, en ese entonces no había GPS ni Google Maps, tenía un libro rojo en el que venían las calles. University, El Cajon Boulevard, Orange Avenue y la Fairmont, eran parte de mi ruta, ir al Cajon City, a la Jolla y Mission Bay, también.
Ni siquiera tengo claro qué día era ni de dónde venía, eran como las 4 de la tarde, un enero de 2001, me sentía cansada y puse un casete que mi hermana me había regalado de La Ley: “lentamente desvanezco y uso el viento de pretexto, mi cabeza rueda en la escalera”; yo cantaba, evidentemente triste, quería volver a Guadalajara, no sentía que tenía un hogar, extrañaba a mi familia, después de todo ya habían pasado cuatro años de estar lejos, aunque estoy consciente que para algunos puede parecer poco, para mí era demasiado.
“Me encontré en un balcón con un ángel celestial que me devolvía mi cabeza, me explicó cómo encontrarla, cuando se desprende el alma conectándola a mi corazón”, seguí cantando. Cerré los ojos y las 70 millas por hora que marcaba el Accord gris de pronto se pararon en seco. Un golpe, un estruendo, me volvió a la realidad. No creo haberme dormido, simplemente me fui, mi mente se fue. Estallé en llanto, no entendía qué estaba sucediendo. Me vi las piernas y el golpe no las había alcanzado. Me bajé, estaba en el carril izquierdo del freeway 5, escuché barullos y un hombre afroamericano me decía cosas que no entendía.
No sé cuánto tiempo pasó. El hombre me dijo: “take it easy, I’m gonna help you”. Le expliqué que tenía vencido el seguro, había olvidado pagarlo, pero tenía licencia válida de mi país. Le entregué el documento y me pidió calmarme, “¿what’s your name?”, me preguntó. Respondí: Altagracia Lizardo.
Hasta entonces me di cuenta de la magnitud del percance: eran tres autos involucrados, y ahora que cuento la anécdota, me dicen que parece un chiste, porque estábamos negociando un afroamericano, un asiático y yo. Para mí era el fin, en segundos me vi en la cárcel, pues el auto del afroamericano se había partido en dos, golpeó al del asiático y venían personas en la parte de atrás, sin embargo, milagrosamente, nadie estaba herido.
No tenía teléfono celular, era 2001, sólo tenía un víper, que con el choque no supe dónde quedó, me dolía el pecho por el golpe que me dio el cinturón de seguridad, pero más me dolía el corazón: no quería acabar en una corte. El afroamericano me dijo: “vete, con tus datos mi seguro cubre”. El asiático quedó conforme.
Mientras el afroamericano anotaba la información, pasó una grúa y se detuvo. Era un árabe, lo supe por su aspecto y después por su acento. A él le dije: “soy ilegal, no traigo seguro”. Él, no sé por qué razón, me ofreció ayuda, me aclaró que no podía subir a nadie en la grúa como copiloto, pero tal vez me vio tan asustada que de inmediato montó el auto y pidió que me escondiera. Me acosté en la parte del copiloto y rezaba mientras lloraba, él sabía que si llegaba la policía me llevarían detenida y no sé qué cargos enfrentaría.
Una vez que salimos del freeway y tomamos la University supe que estaba a punto de librarla. Y así fue. Le pagué 200 dólares por el traslado, bajó el auto y lo dejó en la entrada del complejo de apartamentos. Yo seguía llorando, aunque ahora por el alivio que me daba llegar a salvo a mi casa y sin un policía tras de mí.
En un par de días, o semanas (perdí la cuenta), me llegó por correo una orden para que me presentara a declarar. La sorpresa vino cuando al leer el sobre decía: Altar García. En ese momento y después de años de ser “buleada” por mi nombre, celebré llamarme así, Altagracia.
Quizás al afroamericano le pareció tan extraño que optó por pensar que mi apellido era García y mi nombre un altar, como el que me hubiera gustado ponerle a aquel hombre que me ayudó, pero que obviamente ya no podría contactar, pues no era yo quien debía presentarse para enfrentar el incidente, pero sí era yo quien debía repensar qué quería de mi vida, tenía 25 años y entonces entendí la frase de Deniss: la vida no es un ensayo, la vida es. Ya no quería vivir con miedo, ni a los gatos ni a la migra ni a la policía, porque el miedo no detiene a la muerte, el miedo detiene la vida.
Seis meses después dejé San Diego y volví con mi familia. Ya han pasado casi 20 años y reafirmo que mi camino no era ese, pues no estaba solamente fuera de mi país, estaba fuera de mí, ya no quería trabajar limpiando hogares ajenos, debía limpiar mis demonios, aquí en casa, por eso creo que ese día de enero abrí los ojos, nunca los cerré.