Las tardes de Salamanca sonaban a Tin Tan, a Viruta y Capulina, a Pepe el Toro. Mi abuelita cantando canciones de Enrique Guzmán. El triciclo de las tortillas y el Zeta, Zeta Zeta Gas. La chimenea de la refinería marcando el ritmo del día.

 

Eunice García

 

 

Advierte José Alfredo que es mejor rodear veredas que pasar por Salamanca. Pasar pues de las quesadillas fritas de mole negro, la nieve de pasta, el atole de cáscara de cacao. Perderse de las iglesias, de los circos ambulantes (¿hay de otros?), de las vacaciones en la casa de mis abuelos.

Mi abuelito José se preparaba para nuestra visita comprando pan y frutas. Salía muy temprano en su bicicleta a comprar semas y leche Gota Blanca. Mi abuelita preparaba sopa roja de fideo, seguramente cantando. Nos esperaban en la cocina o sentados en la cochera que servía de patio delantero.

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Despertar muy temprano con el frío de la mañana. Avena y canela hirviendo en en un pocillo. El silbido de mi abuelito a lo lejos, regando las plantas de la iglesia de enfrente. Le tocaba regar también las plantas de la casa y alimentar a los gatos en turno. Desayunábamos pan y leche, a veces tamales. Podíamos ir a los columpios al lado de la iglesia o caminar a la tienda mientras esperábamos a las tías y a los primos. A veces nos dejaban caminar en tropa para llegar al Aurrera del otro lado de la avenida.

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Las tardes de Salamanca sonaban a Tin Tan, a Viruta y Capulina, a Pepe el Toro. Mi abuelita cantando canciones de Enrique Guzmán. El triciclo de las tortillas y el Zeta, Zeta Zeta Gas. La chimenea de la refinería marcando el ritmo del día. Mi abuelito se iba al jardín a sentarse en la banca de siempre con sus amigos. Todos jubilados de Pemex. El jardín se llenaba de puestos, de globos, vendimias y “duritos”. Sabores tan diferentes a los de Guadalajara. A veces cenábamos pan. Otras veces nos aventurábamos al patio de cualquier templo en busca de enchiladas, tamales, atole, gorditas, pambazos.

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Los domingos eran para ver a Chabelo y para ir a misa. Había que alistarse temprano y vestirse más o menos bien. Mi abuelo de traje y rezando en latín. Panderos, claves y guitarras. Saludar a los vecinos, a los tíos y a un señor que se empeñaba en llamarme a mí y a mi hermano Mónica y Agustín. Comer otra vez en familia, jugar con los primos, cantar con los hermanos y hermanas de mi mamá.

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Mi abuelito se bañaba al final del día. El baño tenía una pequeña ventana que daba al cuarto de mi abuelita. Desde ahí platicábamos o escuchábamos juntos una película. Me gustaba el baño de Salamanca, siempre con champú Vanart o Caprice. Siempre con el último número del libro vaquero o Vanidades. Había que bañarse rápido y llenando una cubeta, pues la cabeza de la regadera apenas aventaba un chorrito que había que concentrar usando un estropajo. Era pues más prudente dejar que se llenara la cubeta para bañarse a jicarazos con la intensidad de chorro deseada. La noche se llenaba de grillos y ladridos de perro. Salamanca durmiendo bajo la llama de la refinería. Decía la gente que el día que se apagaran esas llamas, se apagaría con ellas toda Salamanca.

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En las últimas veces que fui a Salamanca, mi abuelo me llamaba “la visita”. Los micro infartos en su cerebro habían borrado mi nombre de su memoria. Me levantaba temprano para hacerles de desayunar. Ayudaba a levantar a mi abuelito, si es que aún no se había levantado. Su ollita de avena con agua y canela. Le lavaba sus cobijas y sus sábanas. Nos sentábamos a tomar el sol en la cochera. Barría la calle mientras le iba diciendo la letra de una canción a mi abuelita para que ella la cantara. Platicaba con ellos. Mi abuelito me contaba cosas del templo, de la cuadra, de sus hermanos. Mi mamá preparaba comida para los cuatro y luego me mandaba por las tortillas. En esos tiempos ya casi nadie visitaba la casa. Nietos, ocupaciones, la vida que se complicaba. Compartíamos una naranja, dormitábamos. Mi abuelita, muy seria, me decía: “ya no nos chiquees tanto porque las vamos a extrañar más cuando se vayan”.

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Solo he vuelto una vez después de la muerte de mis abuelos. De paso y a la carrera, sin entrar a la casa. Rodeando veredas, que ahí me hiere el recuerdo.