A un año del inicio de la pandemia, comenzamos ya a hacer un balance un poco más mesurado de lo que hemos vivido. Así como en las primeras crónicas que publicamos aquí mismo justo hace un año se podía respirar un dejo de incertidumbre, de más dudas que certezas, ahora la perspectiva es distinta. La autora de la siguiente historia recuerda lo sucedido, justo un día como hoy, 26 de marzo, pero de 2020, cuando entonces ni nos imaginábamos lo que vendría. Buen momento para empezar a hacer corte de caja y que quede testimonio de este momento histórico que vivimos.

 

Por Abril Casas

Foto de Sigmund vía Unsplash

 

 

“Es una reverenda friega” le contesté. Vi en los ojos de Ana algo de decepción, definitivamente esperaba una respuesta más parecida a la de los comerciales de pañales y otros productos para bebés: una mamá en vestido vaporoso, peinada perfectamente, amamantando en una mecedora en medio de la más hermosa calma. Mi hijo tenía 5 meses y yo estaba somnolienta a todas horas, cansada como nunca, y muy harta. Además, caminaba chueco porque el embarazo me jodió la espalda. Albergué por nueve meses a un bebé que terminó pesando cuatro kilos al nacer, casi el 10% de lo que pesaba yo; a los tres meses el niño ya pesaba ocho kilos. Estaba feliz, no lo niego, pero no todo el tiempo como me dijo mi mamá que estaría. Publicidad engañosa.

 

Yo pensé que aquel era el nivel máximo de cansancio, pero estaba equivocada. Exactamente el 26 de marzo de 2020, a 12 días de que el gobernador del estado de Jalisco nos encerrara a todos por un virus que todavía no sabíamos bien qué era pero que te mataba de ahogo, la expresión “morir de cansancio” tuvo todo el sentido para mí. La fecha se me quedó grabada porque jamás había estado tan cansada en toda mi vida y, además, ese día mi padre biológico, al que conozco menos que a mi vecino, decidió enviarme un mensaje emotivo por WhatsApp, felicitándome por mi cumpleaños. Yo cumplo años el 10 de marzo. Como que tuvo una revelación o vio a la muerte muy cercana entre tanto barullo con el mentado virus COVID-19. Culpa.

 

Mi hijo, mi esposo y yo estábamos en confinamiento en medio de un vendaval de información: de comunicados de la Organización Mundial de la Salud, del Gobierno Federal, del Gobierno del Estado, estos últimos contradiciéndose entre sí sobre la gravedad del asunto y sobre las medidas a tomar —que te pongas el cubrebocas, que te lo quites—; de tweets de especialistas, conspiracionistas, opinólogos profesionales e influencers; y de mensajes escritos y audios en WhatsApp de amigos y familiares que supuestamente provenían de médicos y enfermeras que atendían directamente a enfermos de COVID. Un mes antes cometí el error de meterme a un chat de señoras. Los “piolines” de buenos días fueron sustituidos por recetas milagrosas para prevenir el COVID y de notas de periódicos quien sabe de dónde, que decían que todo era una mentira despiadada del gobierno.

 

Una semana después de declararse el confinamiento, mi esposo siguió yendo al trabajo mientras mi trabajo de campo, la tesis y la guardería pararon en seco. Mi hijo de dos años y yo nos quedamos en casa intentando distraer la mente de aquello que sucedía tras las paredes; pintamos, jugamos, bailamos y construimos con bloques. Los primeros días del confinamiento yo leía, reestructuraba y escribía la tesis de noche, al límite del cansancio, pero con una productividad que ni yo me la creía. Estaba escribiendo como nunca y avanzando como si me fuera a morir mañana y no quisiera dejar la pinche tesis a medias. La racha de productividad se me acabó, precisamente, el 26 de marzo.

 

Ese día me levanté como si un día antes hubiera subido la Barranca de Huentitán (quienes lo han hecho, me van a entender): la cabeza me daba vueltas y tenía náuseas. La alarma había sonado a las 7 de la mañana, pero la retrasé dos veces. Era jueves y mi esposo tenía que cumplir religiosamente su horario de 6 de la mañana a 2 de la tarde de home office y yo tenía que cuidar a un demandante niño de dos años que estaba muy confundido porque no lo dejábamos salir y al que le parecía que las paredes se hacían cada vez más estrechas con el pasar de los días.

 

“Levántate” me dije, y me tomé una pastilla de paracetamol. Recuerdo que no vi la caducidad, “pa’ qué si ni puedo salir a comprar una caja nueva, mejor me la tomo en medio de la duda, de algo ha de servir”, pensé. Lo siguiente que hice fue ir a ver a Elías a su cuarto: seguía dormido, para mi fortuna. Y escuchaba los tecladazos en la computadora de mi esposo en la planta baja, que ya estaba trabajando. Bajé y me hice la que no me dolía nada, no quería preocuparlo, además, lo veía muy atareado porque tenía que entregar no sé qué.

 

Tomé agua y regresé a acostarme por tres minutos antes de escuchar: “mamá, ya me levanté”. Fui al cuarto de mi hijo, me acosté a su lado y comencé a cantarle. Esos escasos cinco minutos del día eran para mí los más bonitos en medio de tanta fregadera. Nos fuimos al sillón a jugar con unos bloquecitos de madera y a que me contara qué había soñado. “Siete defunciones por COVID-19 en México”, leí de reojo en mi celular, lo dejé en el sofá. Abracé a mi hijo con fuerza, esperando sentirme mejor y que él no se diera cuenta que su mamá estaba asustada y no tenía respuesta para la pregunta que me acababa de hacer: “¿cuándo vamos a salir a jugar?”.

 

Al siguiente día sería viernes, pero qué más daba si todos los días eran iguales, ya no me emocionaba el fin de semana. Bajamos a desayunar y los tres nos abrazamos y nos dimos los buenos días. Hice algo sencillo porque la imaginación y el entusiasmo de desayunar todos juntos sin prisas ya se me habían terminado: huevos otra vez y batido de frutas, este último sí variaba de vez en cuando. Yo comí poco porque las náuseas me seguían atormentando. Después de desayunar mi hijo y yo pasamos dos horas jugando en las escaleras con un globo, él parecía disfrutarlo mucho y yo trataba de jugar con el mínimo esfuerzo, porque el dolor de cabeza no cedía.

A las 12 del día ya me sentía un poco mejor y era hora de sacar “la caja de actividades”, una caja de zapatos donde guardábamos material para hacer manualidades, o más bien para hacer cochinero disfrazado de obras de arte. Nos sentamos en la mesa del comedor y comenzamos a recortar, pintar y pegar, el resultado siempre era interesante, pero ese día mi hijo no quiso hacer demasiado, estaba harto de la caja de actividades y me hizo carita de tristeza. Por primera vez en toda su vida me dijo: “quiero ir a mi cuarto, ya no quiero ver solo a mamá y a papá”. Subió las escaleras y se quedó ahí como treinta minutos, mientras yo me quedaba recogiendo la mesa con el corazón apesadumbrado. Todos en casa comenzábamos a sentir los estragos del confinamiento, pero un niño de dos años no tenía muchas herramientas emocionales para enfrentarlo. Me preocupé, me preocupé mucho.

 

A las 2 de la tarde ya era turno de papá. Muerto de cansancio se puso a jugar y a interpretar a uno de los perritos de los Paw Patrol con fingido entusiasmo. Yo me puse los audífonos y me senté frente a la computadora a trabajar en la tesis y en cosas de la consultoría. Pasaron dos horas de abrir y cerrar archivos, acomodar y escribir ideas a medias; entonces comencé a llorar; no tenía nada qué escribir, no tenía ganas de trabajar, no tenía ganas de nada. Debía entregar algo importante en pocos días, la cual me molestaba mucho: “¿quién piensa en avances de tesis con el mundo en llamas?”, me preguntaba con rabia. Después del episodio de llanto intenté escribir de nuevo. Nada. La espalda me empezó a doler, desde el embarazo sentarme por algunas horas sin moverme se convirtió en un martirio.

 

Subí las escaleras para ver a padre e hijo mirando la televisión abrazados, esa escena me calmó por unos minutos. Mi esposo ya se había quedado dormido y mi hijo no dejaba de tener esa carita de tristeza, me volteó a ver y me dijo: “¿me abrazas?”. Sin dudarlo lo cargué, no sé cómo, porque la espalda ya no me respondía igual y el niño ya pesaba 19 kilos. A paso lento me lo llevé a su cama mientras papá dormía en el sillón casi en estado de coma. Cuando lo dejé caer en la cama algo me tronó, no supe si fue la espalda o la cadera, ya me daba lo mismo. Nos quedamos abrazados como 20 minutos, mientras me hacía preguntas sobre “El Rey Virus”, así le decía al COVID-19, porque le conté un cuento donde así lo llamaban. Respondí lo poco que sabía.

 

A las 7:30 de la noche era la hora del baño y un berrinche épico se presentó. Mi hijo se rehusaba a bañarse y sus gritos nos taladraban los oídos. El dolor de cabeza regresó. Los berrinches se hacían cada vez más habituales, pero este era otro nivel: había llanto, patadas, y lanzamiento de juguetes que estaban a la mano. Hartos, mi esposo y yo lo dejamos terminar mientras nos sentamos en el sillón, no teníamos ganas de explicar, obligar o regañar. Además, parecía que el berrinche era necesario, que había algo de todos en él y estábamos dejando salir la frustración acumulada, la tristeza y el hartazgo. Después de 15 minutos mi hijo se calmó y nos pidió abrazarlo. Nadie dijo nada, nos quedamos en el sillón los tres abrazados. Yo vi el reloj, eran las 8:05 de la noche de ese horrible 26 de marzo.