Quién no tiene en su memoria recuerdos de infancia que involucran a una tía, que se convertía en una chiquilla más y se hacía cómplice de la magia infantil. Hay una muy delgada línea entre lo real y lo que uno recuerda como fantástico, en ese mundo en el que cabía todo. Y esta historia es de esas.

 

Marisol Jiménez

Foto de Annie Spratt vía Unsplash

 

Cuando leí cuentos, en la época en la que me gustaba hacerlo, lo que más disfrutaba eran las historias donde aparecían ciertos seres mágicos y cosas imposibles, como los magos, las hadas, duendes, brujos o costureros. Espero entiendan cada una de estas referencias.

No sé si a todos les pasó igual, pero yo, entre los cuatro y los diez años, seguía creyendo que la magia existía, todo era posible: aparecer, desaparecer, volverlo hermoso, más pequeño, veloz o incluso creía que era posible volar.

Los que no entiendan por qué tantos años fue que duró la magia, les explico: Tuve una tía que tenía todos los hijos del mundo, todo el tiempo, el ánimo, el espacio, y en su momento yo creía que era mágica; entonces, basándome en esta descripción, creo que también diría que ella tenía toda la magia en su haber.

Ella, hermana un poco más pequeña que mi mamá, quizá por uno o dos años, mamá de cinco, —bueno hasta ese momento, porque han de saber que tuvo siete en total— creo que fue amante de la infancia eterna, que se prolongó hijo a hijo que nacía.

De tez blanca y chapeteada, ojos tristes cafés, de esos que la colita va hacia abajo, cabello castaño-claro, chino alborotado, 1.60 de altura, no era ni delegada ni gorda, su cuerpo, mente y actitud le daba para resistir y divertir a un batallón completo de criaturas, gnomos, duendes o niños. Los últimos eran los peores, todos los demás desaparecían cuando abríamos los ojos. Ella, muy distraída y olvidadiza a ojos de los adultos, muy divertida y mágica a ojos de los sobrinos, que llegábamos a duplicar el batallón que por hijos ya tenía.

Las mañanas y tardes transcurrían llenas de todo: peleas con dinosaurios (gallinas) en el  bosque (azotea), en ocasiones también los alimenté; llegó a ser cumpleaños de todos en marzo, celebrando con la piñata (caja de cereal) más llena de dulces (cereal) que jamás había existido; fui  cantante y me presenté en el escenario (mesa del comedor) con la mayor cantidad de  espectadores (el batallón de primos) registrados hasta el momento; nos lanzamos del tobogán (las  escaleras); nos montamos en caballos que volaban (bicicleta estática) a perseguir bandidos (batallón de primos, eran buenos también en ese papel); fuimos panaderos —los más jóvenes que  conocíamos—, esto sin trucos de la imaginación. Todo en unas cuantas horas, sin preocuparnos por lavarnos las manos, caernos, pegarnos y menos pelear.

Cuando llegaban por nosotros, la magia terminaba: todo se transformaba de un bosque, un  desierto, un escenario, una embarcación, un parque de diversiones, a una casa por la que había pasado un huracán, nada estaba donde debería estar ni como debería de estar: la sala tenía ropa o sábanas  tiradas, el comedor pintado con huellas de manos y zapatos, el colchón en el piso, las gallinas volando por todos lados, la cocina con el horno abierto, el patio con morusas de cereal y nosotros apestando a chivo correteado, y una mochila sin abrir.

En esa mochila sin abrir había todo lo que mi mamá —siempre precavida y quizá exagerando un poco— creía que necesitaríamos: cambios de ropa, liguitas, gel, cepillo, toallas húmedas, merthiolate, algodón, comida y botana nutritiva. Pero en un cuento, en uno verdadero, los cambios de ropa aparecen solos: unos vestidos largos llenos de perlas o ropa de camuflaje para pelear con los dinosaurios. ¿Cepillo? En realidad, el cabello se acomodaba con solo imaginar el color, el largo y el chino; no se necesitaban toallas húmedas porque teníamos ríos y cascadas donde nadábamos y eso era suficiente; el merthiolate y el algodón jamás fueron necesarios para los guerreros inagotables que éramos o lo efectivo de los besos curativos de la tía, aunque eso no nos salvó de alguna vez ir al hospital; la comida nunca hizo falta, pues teníamos los mejores chefs cocinando hombro a hombro con nosotros.

¿Qué si existió la magia? ¡Sí!, y duró de los cuatro a los diez años, cuando tuve una tía que tenía todos los hijos del mundo, todo el tiempo, el ánimo, el espacio y la magia para repartirle a todo un batallón completo de criaturas, gnomos, duendes o niños y estos últimos nunca se iban, ni aunque abriera los ojos.

 

 

(Esta crónica fue leída en el podcast "Las bolas del engrudo" por el autor)