La premisa de la siguiente historia es buenísima (de hecho, la entrada es brutal, ya lo verán): uno no debería ver cómo sus padres chocan su auto. Pero al autor de la siguiente crónica le tocó y nos lo cuenta detalladamente.
Adolfo Cota
Uno no debería ver nunca cómo a sus padres los impactan mientras conducen su carro. Eso me digo ahora, ya pasado algo de tiempo y más café de por medio. Pero el haberlo visto me da pretexto para hacer esta crónica del hecho.
Y no es que pase muy seguido, no todavía. Pero mi papá ya tiene más de 70 años y el que se aferre (de por sí, siempre ha sido muy terco, ahora con casi una década de jubilado, años más o menos, su tozudez ha crecido desmedida) a seguir manejando, habiendo tanto Uber es una manifestación de necedad. Tal vez una manifestación de querer sentirse independiente bajo la idea en la que fue educado, de que tener carro es igual a eso: a ser libre. Yo a mis años ya entiendo que ese paradigma no es cierto. Pero bueno, mi papá sigue manejando pese a todo y creo que lo seguirá haciendo aún después del choque de hace unos días.
Leo de nuevo a los estoicos y aprendo de su filosofía, ahora en la modernidad del siglo XXI bajo la enseñanza del filósofo y biólogo Massimo Pligliucci. Sobre eso precisamente venía pensando mientras manejaba camino a la casa de mis papás. El trabajo como consultor permite manejar un horario flexible cual liga, y antes de regresar al pueblo donde actualmente radico de manera temporal, siempre me doy la oportunidad de pasar a visitar a mis padres que en estos tiempos del COVID es un lujo que cuido; me reciben con café más o menos recién hecho, depende de la hora, y puedo estar con ellos unos momentos.
Así iba, manejando por la avenida Tepeyac, paso el tope frente a la iglesia de Guadalupe y la eterna farmacia Guadalajara que conozco desde niño. El barrio es la colonia Chapalita en alguna de sus vertientes: sur, colonos, campo, etc.
Me tocó el alto en el semáforo del cruce con avenida de Las Rosas, justo hasta adelante, sin ningún carro frente a mí. Hice alto y seguía con las divagaciones del pensamiento de Epicteto. Los que conozcan, sabrán que en ese cruce hay una pequeña glorieta, de lo más cómica: de unos dos y medio metros de diámetro y que solo tiene como propósito ser puerta de acceso para la bomba de agua, instalada de manera subterránea en ese punto y ayudar a distribuir el tráfico de los que quieren dar vuelta a la izquierda, ya sea viniendo de Las Rosas o de Tepeyac.
Y ahí me encontraba frente al tráfico cuando veo, por el rabillo del ojo, un auto de color rojo despintado que, viniendo por Las Rosas, quiso dar vuelta como tantos a la izquierda y tomar Tepeyac en la maniobra ya descrita; solo que llamó mi atención porque este vehículo no hizo alto, solo dio la vuelta aminorando un poco la velocidad para tratar de meterse a la calle con un acelerón del carro algo destartalado, del cual se podía ver que habría tenido mejores días.
“Seguro lo chocan” pensé, para después de eso ver cómo lo chocaban. Era embestido por una pequeña y compacta Avanza de color champagne, o dorado jodido, según la cultura automovilística del espectador, por la puerta y costado del lado derecho del carro rojo, el lado del pasajero o del copiloto. Y solo dije: “claro, lo estaba buscando”.
Como todavía no me tocaba el cambio de luz al verde y tenía el lugar de primera fila del choque, con suficiente distancia para sentirme un seguro espectador me puse a ver qué seguiría. Los que hemos chocado alguna vez sabemos que después de ver que no estés herido o algo peor, te bajas con cara de víctima, sin saber muy bien qué hacer para preguntarle al otro conductor —que casi siempre también ya se ha bajado— si está bien y todo eso. Después viene el abrir la guantera del carro y empezar a buscar el dichoso papel del seguro, que todos debiéramos traer a primera mano, pero que casi todos traemos (si es que lo traemos) bajo otros centenares de papeles, bolsas de dulces vacías, un rollo a medio acabar de papel sanitario o una caja doblada de pañuelos desechables. Yo, en lo personal, no llego al rollo de papel, pero lo he visto en diversos choques y al abrir distintos cajoncitos de la guantera de otros carros.
Ya conocía el guion de lo que iba a ocurrir, pero lo que me sorprendió al mismo tiempo de que el semáforo me dio la luz verde fue que el señor canoso que se bajó del carro rojo me era conocido, muy conocido (esa camisa estilo hawaiano de flores azules sobre blanco). ¡Era mi papá! Y al arrancar con el verde del semáforo vi claramente que el copiloto era mi mamá, que ya empezaba a dar manotazos y gritos contra la imprudencia de mi señor padre.
El asunto de estacionarse era primordial, al fin y al cabo, los iba a ver a su casa y ellos estaban ahí, en la glorieta, tapando el tráfico. Sin embargo, el estacionarme en esa zona tan llena de negocios cerca de las dos de la tarde es más que difícil. Me tomó tres vueltas intentando por distintas calles aledañas el poder estacionarme. En cada vuelta, cuando volvía a pasar por el choque de mis papás, veía una instantánea del avance.
En la primera vuelta, mi mamá manoteaba y con claridad pasmosa pude leer sus mentadas de madre con tono asustado, mientras mi papá sacaba de la guantera un legajo de kilo y medio de papales doblados. A la distancia, por más que les pité e hice señas para avisarles, no me vieron avisarles que la ayuda venía en camino o decirles lo sorprendido que estaba de ver cómo los habían chocado.
En la segunda vuelta mi papá había desdoblado el legajo de documentos y ahora tenía una bonita bufanda de papel doblado y con distintos grados de vejez que lo cubría a él y parte del cofre, mi mamá intentaba salir del carro por el asiento del conductor, ya que su puerta estaba tapada por el otro vehículo. Si bien el impacto no fue a mucha velocidad, sí me preocupé hasta ese momento por el estado de mi mamá, pero al ver cómo se contorsionaba para salir del carro, me tranquilicé. En esa vuelta ya me vieron y me reconocieron por mi uso del claxon y por mis gritos.
En la tercera vuelta me estacioné en un lugar en el que venden de tortas ahogadas y bajé apresurado para prestar ayuda. Cuando llegué, mi mamá ya no estaba en la escena, mi papá seguía peleando con la boa de papeles y el otro conductor, calmadamente, estaba hablando por celular. Ya estando al lado de mi papá, después de sortear carros que trataban de sortearlos a ellos, detenidos en medio de la mini glorieta, lo vi agitado y nervioso. Me señaló que mi mamá —chica lista— había caminado fuera del accidente y estaba bajo la sombra de unos yucatecos, de un banco. Mi papá no traía su celular, lo había dejado cargando. Mi mamá traía el suyo, pero sin saldo y todo estaba detenido por esa incapacidad comunicadora. Llegué con mi teléfono listo y mientras llamaba al número de su aseguradora, después, claro, de despedazar la tonga de papeles que mi papá manoseaba de un lado a otro y poder encontrar el único documento útil que traía.
Me puse a pensar que, si bien no creo en los milagros como los entienden en el catecismo —tan infantiles y poco realistas— ya que creo que un milagro no puede torcer o romper o brincarse las leyes de la naturaleza que el mismo hacedor de los milagros hizo en un principio, sí creo en las coincidencias como milagros diarios. Yo estaba ahí, justo al momento del choque y pude ver a mis padres para ayudarlos. Ninguna ley natural fue rota, el milagro fue consumado.
Luego, esperando al ajustador, solo pensaba en una de las definiciones del estoicismo según Massimo: “se trata de tener claro qué está y qué no está bajo nuestro control, centrando nuestros esfuerzos en lo primero y no malgastándolos en lo segundo. Se trata de practicar la virtud y la excelencia y de transitar por el mundo maximizando nuestras capacidades”.
Con esto último en mente, ya en casa, con café después de comer con mis papás, empezamos la negociación de tirar y romper todos los papeles innecesarios que mi señor padre gusta, como tantos otros, de traer en la guantera. Estos momentos hacen necesario al estoicismo en nuestras vidas.