Quien no ha tenido que sufrir con un trámite en alguna institución bancaria, no sabe de lo que se ha perdido. En ocasiones, el simple hecho de pretender obtener una tarjeta se convierte en una tarea digna de equipararse a obtener una presea. El autor de la siguiente crónica nos comparte su reciente experiencia al respecto.

 

Humberto Orígenes Romero Porras

 

El lunes por la mañana, después de un sueño intranquilo, desperté convertido en un monstruoso Kafka. Uno pensaría que todo lo que había que escribir acerca de los trámites burocráticos ya fue escrito en El proceso, en el Bartleby de Melville y en la literatura rusa; sin embargo, existe una variante mexicana. Historia de un informe. El inventor de trámites, relato de Jorge Ibargüengoitia, fue publicado en el diario Excélsior, en 1971, para ironizar sobre la inútil burocracia en México.

La empresa donde laboro me solicitó sacar una tarjeta de nómina. Jamás imaginé que una tarde se convertiría en cinco días cumpliendo las doce tareas de Hércules.

Salí, sintiendo el imponente sol de las dos de la tarde, rumbo a una institución bancaria de cuyo nombre no quiero acordarme. Mi silla de ruedas opuso la primera resistencia a mi travesía: sus llantas duras, inmóviles no avanzaban por el defectuoso pavimento.

Pasé las penas de Sísifo con la tarea de un Atlas. Sostener mi propio mundo se convirtió en un reiterado ejercicio de tres cuadras.

Y no, señor, no puede usted sacar aquí una tarjeta que no sea de PyME, debido a las características de la cuenta que “aperturó” con nosotros antes.

Inicia la romería. Mi celular se quedó sin pila y tuve que volver a casa, ligeramente decepcionado, pero las opciones no se agotaban.

Segundo día, segunda travesía, segundo banco, ahora cruzando la avenida que de semáforos carecía.

—Oiga, aquí no viene el número de emisor, ¿a quién vamos a enlazar la cuenta. —Ah, deje les hablo. No, me dicen que no saben.

—Uy, pues cuando tenga el número vuelve a venir.

La casualidad quiso que otro banco estuviera al lado. Ahora sí va la buena.

Pues no, no fue la buena.

—Claro que aquí le podemos ayudar, señor, nada más traiga otro comprobante de domicilio porque el de gas no nos sirve.

Volver a casa, pedir Uber, llegar tarde al trabajo. Me pagan por horas y eran horas las que desperdiciaba.

Fue hasta el tercer día que pude comprender que me habían asignado los turnos L001 y D001 el primer y el tercer día, como para jugar con aquello que dice “los últimos serán los primeros”.

Los bancos se llaman así porque unos hombres sentados en bancos se dedicaban a prestar dinero. Las vueltas que da la vida quisieron que los asientos sean lo más añorado en las filas del cajero automático. Llevar mi propio asiento a todos lados les pareció seguramente ofensivo a los dioses de las tasas de interés.

Y sí, dirán que la tercera es la vencida, pero no. Fue error mío. Llevé otro comprobante: del agua, pero ya pasado de fecha.

Mal día. En la noche me ocurrió que un Uber dijo: “dame un minuto y voy”. Se me apagó el celular, jamás llegó. Me entregué esa noche a las fantasías. Me supe atrapado en la irrealidad. O mejor: en la más mordaz de las realidades.

Al cuarto día llevé un nuevo comprobante del agua, mi padre hurgó en el cajón de la oficina donde los guarda. Por fin todo se arreglaba. Imprimían mis papeles, abrían el sobre de la ansiada tarjeta.

¿A quién pone uno de referencia en el banco? ¿Quién será esa alma caritativa que conteste llamadas a nuestro nombre? ¿Quién contesta? ¿Quién contesta por uno? ¿Quién está dispuesto a escuchar cuánto debemos sin ir a contárselo a alguien más?

Una dosis de irrealidad ajena: al lado de mí, un sujeto bien vestido, de zapatos oxford de un negro reluciente y apabullante. Un tic nervioso lo delata: no para de mover los pies. “He recibido sesenta llamadas, cuatro mientras estoy aquí. ¿Debo? No, me dice la señorita que es un recordatorio. En el lapso de cinco días ya no te van a molestar, —dice el sujeto de al lado imitando a un desafortunado funcionario del banco—. Son como changos.”

Y el asesor que tiene enfrente le responde: “sí, la verdad no entiendo. Es lo que les decimos, si el cliente está regular…”

Casi lo logro. Ignoro por qué la fatalidad me persiguió por cuarta ocasión. “Oye, aquí el señor me trajo un comprobante que no tiene nombre; uy, no, es que necesita ser de una persona física. Mire, señor, la cuenta que le acabo de hacer se va a cancelar en cuatro días si usted no me trae un comprobante”.

Al salir de la sucursal ¡oh, sorpresa!: trabajadores de la CFE tapando el paso por la banqueta. Los servicios públicos y el banco conjuntándose para imposibilitar la felicidad de los mexicanos.

Me bajé, resignado en mi derrota, a la calle con vehículos pasando peligrosamente cerca de mí. No me importaba un carajo si alguien tuviera la bondad de atropellarme.

Crucé el primer tramo de la avenida y en el camellón vi un arcoíris que se formaba con el agua del aspersor. Un rayo de esperanza o la burla exacerbada del destino.

No hay quinto malo. Un nuevo comprobante me fue prometido por correo electrónico. Mi padre lo envió a una dirección que ya no existe. Una hora arrojada al olvido; después pude imprimirlo. Uno de luz, porque luz le faltaba a mi camino.

Llegué al banco. Listo. “Pero se activa mañana probablemente porque aún falta validar el comprobante.”

El banco validó mi existencia horas más tarde con un correo electrónico. Ingrese esta clave en su súper aplicación para recibir el súper token.

Varios súper intentos después, sigo hoy intentando lidiar con el banco.

Asumiendo mi fracaso termino la historia de cómo fue que, por querer unirme al gremio de los asalariados, terminé en la legión de los derrotados.

 

(Esta crónica fue leída en el podcast "Las bolas del engrudo" por el autor)