La autora de la siguiente crónica toma como pretexto el recorrido que hace a diario cuando saca a su perro a caminar, para hablarnos un poco de su barrio, su entorno; pero más allá de eso, en el fondo está el tema del sentido de pertenencia, de las relaciones con los vecinos -ya sean cercanas o no- y ese que parece ser un tema sencillo, pero no lo es tanto: la narración y descripción, de esas pequeños cosas que componen nuestro entorno.

 

Ana Belén Lizardo

 

 

Cada que mi perro cumple un año más de vida, recuerdo cuanto tiempo llevo viviendo en esta colonia. Porque yo llegué a la Americana y a los pocos meses él. Los dos venimos del barrio de San Andrés y aunque son lugares muy distintos, se adaptó rápidamente y no tardó en marcar territorio por toda la zona. A mí me ha costado un poco más.

 

Sacar a Vito (mi beagle) a pasear es la mejor parte del día, sobre todo para él, que me avisa impaciente en cuanto se mete el sol que es hora de oler lo que se le ponga enfrente, característica propia de los sabuesos y un poco mía también, porque mi señal para la hora del paseo es el olor a carbón que se desprende de los tacos de asada “Los güeros”, negocio de la hija y el yerno de la finada Conchita, mi vecina, señora por demás amable con la que ya me había encariñado.

 

El olor a carbón me recuerda al campo, comienza como a eso de las ocho de la noche y termina cuando el agua apaga el asador ubicado a media cuadra de mi casa, justo frente al pequeño templo de los Santos Ángeles, desconocido por muchos debido a la cercanía del majestuoso templo Expiatorio del Santísimo Sacramento.

 

Vito es una especie de radar para localizar a otros perros que habitan en las grandes casonas de alrededor, muchos de ellos ya son sus amigos y lo dejo detenerse para que los salude muy a su manera, mientras yo “discretamente” miro hacia adentro de las casas e imagino quiénes viven ahí, los enormes cuartos que habrá y la alberca que de seguro tendrán al fondo. Conchita debió ser una de las personas que vivió, en sus tiempos de juventud, el esplendor de esta colonia, un lugar apacible y de gran categoría.

 

Si hoy vivieran los adinerados de la época porfiriana se volverían a morir si vieran sus elegantes fincas convertidas en antros, karaokes, tiendas de vestidos de novia y restaurantes con oferta gastronómica de nombres rimbombantes, que pretenden ser cosmopolitas. El mismísimo Arquitecto Luis Barragán se sentiría decepcionado al ver una de sus grandes obras de reconocimiento mundial, la casa Robles Castillo (ubicada sobre avenida Vallarta esquina Argentina), ofertando en su fachada el paquete de 5 tacos de barbacoa por la módica cantidad de 50 pesos. Afortunadamente la promoción no funcionó y ahora ese legado sigue intacto, en espera de arrendatario, como muchos otros locales y casas que debido a la crisis económica derivada de la pandemia se encuentran desocupadas.

 

Tomamos la calle Libertad, de amplias banquetas con árboles y césped, ideales para que los animales de cuatro patas hagan sus necesidades fisiológicas; por fortuna, en la división de tareas domésticas, levantar los desechos caninos no me compete.

 

Por el día es muy común encontrar a fotógrafos realizando sesiones con modelos que posan muy en su papel, sobre el largo pabellón arbolado. El turno de saludar me es concedido y con un amable, buenas noches, entablo una pequeña conversación sobre cosas banales de nuestras mascotas con otros paseantes de perros que ya nos ubican.

 

Después, nos perdemos entre callecitas hasta llegar al punto de retorno: la Mansión Clover Lawn, lugar que tiene su encanto en la belleza arquitectónica que posee y también por las versiones que existen en torno a la casa, que muchos aseguran, está embrujada. Desde sangrientos asesinatos, hasta la aparición de fantasmas y fenómenos paranormales, leyendas sin confirmar que solo favorecen que cada año, en temporada de Hallowen, se convierta en casa del terror y reciba a cientos de morbosos que esperan sentir las malas vibras que se han apoderado del recinto. Y que son los mismos que, desmemoriados, acuden a tener una bella experiencia navideña, cuando en diciembre se montan, en ese mismo espacio, atracciones alusivas a la navidad. Siempre trato de acercar a mi perro y ver si percibe algún espíritu o alguna “energía diferente”. Nada, siempre es igual: levanta la pata y con mucha tranquilidad marca su territorio.

 

El regreso a casa es por avenida La Paz, siempre cuidando que al cruzar la calle no venga ningún incauto en bicicleta en sentido contrario del que marca la ciclovía, esos que apelan por tener nuevos espacios para el ciclista y se olvidan de que existe el peatón. A salvo, llegamos a casa satisfechos, un poco cansados y muchas veces coincide con el sonar de las campanadas del Expiatorio que marcan la hora en punto.

 

A pesar de tener 11 años de vivir en estos rumbos, no fue hasta el funeral de Conchita que me consideré una más de los colonos al sentir su ausencia como parte del panorama nocturno y la falta que nos haría a mí y a Vito su saludo diario. La mayoría de los asistentes a la misa de cuerpo presente de Conchita eran personas de la tercera edad, con los que he entablado una mesurada pero entrañable amistad, gracias a que ellos o sus familiares ofrecen algún servicio del que me he vuelto cliente recurrente.

 

Los demás vecinos son jóvenes que viven en cuartos con roomies y que adoptan como estilo de vida la fiesta, que por lo menos antes de la eterna cuarentena era muy común por aquí. A esos, sinceramente, no me apetece conocerlos.

 

Caminar por las calles es quizá lo que más agradezco de esta zona, y no se malentienda: camino temerosa, como todos en este país por la inseguridad, a pesar de ya haber cumplido mi cuota de asalto y robo de camioneta. Pero salir y ver las torres del templo Expiatorio, las casonas antiguas, buscar caracoles en los maceteros de la explanada del edificio de la UdeG,  admirar el MUSA,  visitar la variedad de negocios pet friendly que aceptan a mi perro y le dan un trato digno sin llegar al obsesivo término “perrihijo”, arrancar un ramito de las plantas de romero que instalaron al lado de la ciclovía de López Cotilla para oler durante mi trayecto, y observar la diversidad de personas que atraviesan la colonia sin temor a ser discriminados, son cosas que agradezco y valoro.

Siempre me han costado los cambios, pero logro adaptarme, ayuda mucho ser como Vito: emocionarme con cosas sencillas, los recorridos nocturnos, socializar con gente nueva, saber que soy parte de la manada y, sobre todo, sentir este lugar como mi hogar.