A través de una serie de recuerdos, tanto de su infancia, como de épocas más recientes, el autor de este texto hace un recorrido en torno a la comida, específicamente relacionando el acto de alimentarse con el apapacho, con el chiqueo. Y es en un mercado, en una fonda tradicional, donde se le detona todo, gracias al famoso caldito de pollo, «cura todo», según dicen las abuelas y las madres.
Fernando Anguiano González
El profesor Naranjo, director del colegio donde estudié la primaria, decía una frase al final de cada acto cívico: “Los papás a la oficina y las mamás a la cocina”. No sé por qué la recuerdo tan claramente, no sé si lo decía seguido, solo sé que lo dijo, al menos en una ocasión. Años después caí en cuenta que era una frase un tanto machista. Desde siempre en mi vida he conocido hombres en la cocina, empezando por mi papá.
Él nos hacía siempre el desayuno. Recuerdo claramente los taquitos de huevo con tortilla de maíz que pasaba ligeramente en aceite y los enrollaba al estilo de un burrito. Siempre iban acompañados de jitomate y cebolla rebanada finamente, con limón y sal. Las quesadillas también las acompañaba con esta guarnición, si así se le puede llamar. Después de 35 años yo sigo acompañando mis quesadillas con jitomatito, cebollita con limón y sal, en ocasiones le agrego salsa inglesa. No recuerdo si el tema de la inglesa también lo heredé de él o yo le agregué mi toque, no importa. Lo que importa es el sabor a casa, el chiqueo que siento cada vez que mi mujer me prepara un huevito o unas quecas, y le agrega ese sencillo manjar de la infancia, me traslada, al estilo Ratatouille.
Papá es un cocinero de lo improvisado. En realidad, la que hacía de comer era mamá, pero mi padre se encargaba del desayuno y la cena; es un experto en el aprovechamiento del recurso. Sacaba y sacaba tupper´s y de repente preparaba un taco de todo, con un sabor inigualable: quesadilla con la orillita de queso dorada porque se estaba escurriendo el comal, agregando ingredientes extraños que parecieran no ser combinables. Tengo claro un recuerdo de unas quesadillas con piña, espárragos y jamón, con salsita martajada. Ahora que lo escribo, no suena ni estrambótico, ni gourmet, ni nada especial, lo que importa de estos recuerdos es el cariño, el cobijo, la compañía. “El amor entra por la panza”, frase de abuelita que siempre vinculé a que una mujer podía conquistar a un hombre cocinando rico. ¿Será que uno puede conquistar a una mujer a través de ello?
Mi mujer es de buen diente. Antes de vivir juntos pasaba por ella a su terapia, que era de 8:45 a 9:45, en la noche, debido a que trabajaba de 7 de la mañana a 8:30pm, así que el único rato que tenía libre era ese. La recogía, veníamos a casa y le preparaba un sandwich angus, así le decíamos de cariño y aludiendo al comidón que nos daríamos. Tres rebanadas de pan, con harto jamón, queso o panela, jitomate, lechuga o germinado de alfalfa; el mío llevaba mucha cebolla, el de ella mucha mostaza; lo calentaba en un grill en la estufa con capacidad para dos sandwiches. Esa parrillita la heredé de mis padres, ellos lo usaron durante años y cuando migré a Guadalajara fue una de las joyas de la familia que se vinieron conmigo: aquí sigue, haciendo emparedados de lujo. A ello le agregábamos un choco-choco, bien chocolatoso, pa´ que amarre; Aura lo devoraba con la mano en la cintura. No sé si se enamoró de mí por mi sazón, pero seguro que eso configuró cómo serían las cosas en nuestra relación a partir de esas cenas: ahora soy yo el que cocino. Más ahora, en esta maldita pandemia.
Yo trabajo desde casa, mi consultorio está aquí, y tengo ya un buen tiempo estando de planta en casa, entonces me encargo de algunos quehaceres, mientras ella va y viene a su trabajo. Bendita tecnología, me permitió realizar todas mis actividades profesionales por videollamadas y así seguí dando clases y terapia. Ella se mantuvo durante varios meses trabajando de la misma forma, hasta que le empezaron a pedir trabajar presencialmente algunos días de la semana, para poner el ejemplo a otros miembros del colegio donde chambea y que no se quejaran de tener que ir mientras otros se quedaban en casa. Con cuidados y todo, se contagió de COVID, y ha estado los últimos 15 días sin salir para nada. Ambos pensamos que, si ella había dado positivo, obvio daría positivo yo, pero no. Así que más que nunca me encargué del hogar al 100%.
Las típicas gripas, y las no tan típicas como ésta, se curan con caldito de pollo, con sopitas, proteína y verdurita. Así que estos días preparé consomé. Pechuga a cocer; de las verduras, primero el chayote y la zanahoria, porque son los que tardan más, brócoli y coliflor después, y ya que está casi listo, las calabacitas. Para la sazón, varios ajos, Knorr Suiza y una cebolla completa. Al servirlo, se le agrega arroz blanco con chícharos y poquitas zanahorias, jitomate y cebolla fresca, justo como lo hacía mi mamá. Se le puede acompañar con un taco de nopalitos: tortilla hecha a mano, con algunas costras negras por haber sido calentada directo de la lumbre. Los nopales frescos, cebollita picada, cilantro, jitomate, y unos frijolitos de la olla, lo vuelven el taco perfecto.
Cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da. Mi mamá hacía justo el caldo de pollo como lo describí, y así como lo recibí, lo preparé para mi mujer: mi Aura. Ella está bien, nunca tuvo dificultades ni síntomas, solo una angustia cabrona, igual que yo, por ella y por mí.
Caldo de pollo para el alma se llama un best seller de autoayuda, que yo siempre critiqué por trivializar la salud mental, pero tengo tiempo dándome cuenta de que muchas frases, pensamientos e ideas que circulan en la boca de muchos, incluso en Facebook, dicen ciertas verdades: aunque sean triviales o trilladas, son profundas. Por ejemplo: la felicidad no es una meta, es un camino. Frase manoseada y redicha, sin embargo, es neta, uno nunca llega a ningún lugar donde ya lo tiene todo y no le duele nada, nunca nadie está completo. Y bueno, volviendo al consomé: caldo de pollo para el alma. No es la gran metáfora, sólo alude a que el cariño de mamá (es que la mamá es la mamá) reconforta, apapacha, anima, fortalece.
La vida da muchas vueltas, y a posteriori, uno va significando las cosas. Yo no era muy bueno para comer cuando niño, no me gustaba lo blanco, ¡ja!, sí, ¡lo blanco! Ni el queso, ni la mayonesa, la crema, tampoco la leche sola: lo blanco. Que mi madre hiciera caldo de pollo era un suplicio para mí y para ella. Yo pasaba horas sentado, solo, con la consigna de comer el resto de lo que estaba servido en mi plato. Desmenuzaba el pollo, se paraba de cabeza, hacía gracias para que comiera. Me daban la 4, 5 o 6 de la tarde, y ahí seguía, inmóvil. Ahora que lo pienso, había una especie de rebeldía en ello, yo tan solo contaba con 6 o 7 años. Seguro ella hacía sus cosas, iba y venía por la casa y cuando le tocaba pasar por la cocina, supongo que algo me diría para convencerme o increparme. Recuerdo que colocaba la cuchara en forma vertical, una forma de medir la profundidad de mi sopa, para mostrarme cuánto faltaba por comer, y me decía:
— Acábatelo hasta la mitad y ya te vas.
Recuerdo haber sido melindroso, y ¿pasivo agresivo? De alguna manera tenía que ser, pues; y supongo que ella lo sufría un poco, medio desesperada y tal vez encabronada también.
Hace unos años, un domingo cualquiera, fui a comer al Mercado de la Capilla de Jesús; regularmente desayunaba ahí pozole, birria, huevitos en salsa, garnacha en general. Ese día, no recuerdo por qué, llegué tarde y los domingos cerraban a las 3 pm, así que estaba cerrado todo, excepto Mi lindo Michoacán, fonda que está en el mercado, pero no da a la parte central de éste, sino que es uno de los locales que se encuentra en el exterior; es un local grande, dos en uno. En la lona donde se encuentra su nombre hay una foto de la isla de Janitzio, en Pátzcuaro. Las sillas son de la Coca, de plástico duro; la mesa, la típica de metal de la Coca también, las vestía un mantel a cuadros, y un plástico encima, como los que utilizan las mamás para forrar los libros de texto de sus hijos en la primaria. Un salero rojo en forma de barrilito con una tapa blanca, un servilletero, un par de salsas: una roja y una verde; y otro recipiente con limones partidos a la mitad o en cuartos, dependiendo el tamaño de la fruta. Los recipientes eran de plástico negro, simulando ser un molcajete pequeño. Se acercó doña Mago y me dijo:
—Buenas tardes joven, ¿qué va a querer?
Le eché un vistazo a la carta, que estaba escrita en unas cartulinas colocadas en las paredes del establecimiento y también miré hacia la comida: de la vista nace el amor, dicen. La mitad del changarro era la cocina, una barra adornada con azulejos beige y algunas flores de colores secos: cafés, naranjas, amarillos, tal vez verdes. Había una gran campana de acero inoxidable, una plancha con milanesas en una orilla para que se mantuvieran calientes, pero que no se quemaran y algunas vasijas grandes de barro, con arroz rojo, chiles rellenos, algunos guisos como chicharrón en salsa y bistec en chile verde. Había una olla metálica al fondo, tapada. La tapa tenía una manija de plástico negro rota, se alcanzaba a ver el tornillo que la sujeta al metal, y pregunté:
—¿Y ahí qué tiene?
“Caldito de pollo”, contestó doña Mago.
De inmediato vinieron a mi mente mi desamor y las historias conflictivas en el comedor de mi casa, y los gritos (exagero) y sombrerazos que viví alrededor de ese platillo materno, al mismo tiempo deseé fuertemente estar en casa, sentirme recogido, acompañado, quitarme esa soledad de estudiante foráneo un domingo en la tarde: volverme a sentir en casa.
Écheme un caldito de pollo, por fa. Musité ¿Me puede picar poquita cebolla y jitomate fresco? Y, ¿me agrega arroz blanco al caldo?
Doña Mago tomaba nota, a todo decía que sí, la impresión que me daba era de ser muy accesible, chiqueona, como si ella supiera de mi nostalgia, de mi soledad momentánea; sentí el cariño de mamá desde que me tomó el pedido. Aclaraba mis demandas, comprendía mi necesidad y con una actitud cálida se retiró, trajo el caldo y los acompañamientos solicitados.
¿Doña Mago se convirtió en mamá? ¿Toda cocinera representa esa figura amorosa de todos los tiempos que alimenta, calma y apapacha? Si, todo aquel que alimenta con amor, adquirió esa función milenaria —esa responsabilidad y placer— de dar amor a través del caldo. Es un asunto transgeneracional y se va pasando como una estafeta, generación tras generación. Así como mi padre me la heredó, así como mamá me la transmitió, así como yo la utilizo para chiquear a mi Aura, a mis amigos, a mis futuros hijos.