El autor de la siguiente crónica nos relata su día, específicamente la parte que va desde que se levanta, hasta que llega a su trabajo, luego de tomar varios transportes, de Coquitlam a Surrey, en Vancouver.
Xavier Zavala
7:08 a.m. De mi casa al checador del trabajo hago una hora con tres o cuatro minutos, yendo en transporte público. Todos los días repito el casi ritual: abro los ojos, apago la alarma y trato de meditar diez minutos como recomiendan. Tarea que nunca he logrado hasta el día de hoy. Tengo tiempo suficiente incluso para escribir estas líneas mientras preparo mi café en la prensadora francesa, tres cucharadas de café copiosas después, me da tiempo a reposar la infusión en lo que preparo mi té en el termo. El contenedor grande en que otrora ponía repleta de hielos y agua para soportar los calores de verano se ha convertido en un segundo contenedor con té, ya que cada vez más el frío invierno se acerca. Son las 7:14, tiempo de salir de casa.
7:42 a.m. El autobús de dos pisos sale de la estación. Tengo 19 minutos para escribir. Es un viaje con una sola parada y la unidad viaja por la carretera número uno, también conocida como Trans Canadá. Una carretera que cruza todo el territorio canadiense, pero que para fines prácticos a mí me sirve para ir de Coquitlam, localidad donde resido, a Surrey, fin y destino de mi trajín diario en busca de las horas que pagan los dólares que pagan los etcéteras.
Total, que la tecnología y diseño de los camiones que circulan acá, junto con el distanciamiento socialmente aceptado, me ayudan a tener un espacio digno y estable para sacar la libreta que siempre cargo, pero que muy pocas veces utilizo de diario. Hoy ha cambiado su función primaria, que es la de tomar notas al aire o escribir poesía caprichosa y se convierte en diario de viaje.
De mi casa a la parada del primer camión (antecesor a este en el que voy) son apenas cuatro cuadras y el camión pasa a las 7:24. Tengo tiempo de ir tranquilo por la lluvia, paraguas en mano y disfrutar el aquí y el ahora. La sincronía del sistema de transporte público y la seguridad de que el camión pasará a tal o cual hora, ayudan a disfrutar incluso de esas rutinas monótonas del trabajo. Pasó el camión y a la estación de Lougheed nunca hace más de 12 minutos, hoy no fue la excepción. En la estación de Lougheed confluyen autobuses y dos líneas de Sky Train, modalidad de tren elevado que recorre la ciudad de Vancouver y zona conurbada. Yo tomo este camión cuya traducción literal sería “Autobús puente” y cuyo doble piso me hace recordar mi fugaz paso por Londres y sus típicos camiones, allá en el lejano verano del 2001. El viaje transcurre sin novedad, una única parada en la calle 156 y sólo se sube una chica más. En todo el camión con capacidad para más de 50 personas vamos a penas una docena, incluido el chofer. Esta conexión es complicada siempre, el tiempo de transbordo con la siguiente ruta, que es la que en realidad me lleva a la parada del trabajo, es siempre una moneda al aire.
El 501 Surrey central que tomaré a continuación sale a las 8:03 y este camión en teoría llega 8:01. Los escenarios que se pueden presentar son muy variados y muchos de ellos pueden terminar en verme llegando a la estación y ver salir al camión de la misma, mientras mi chofer, por cortesía, le cede el paso y adiós 15 minutos perdidos esperando el siguiente. Espero hoy no sea así, porque vamos de gane: son las 7:58 y ya estamos llegando a la estación.
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8:02 a.m. Este trayecto es breve y con muchas paradas, lo que me obliga a escribir por frases; tengo 13 minutos para hacerlo, trataré de ser conciso.
8:03 a. m. Todavía no ha nevado en forma en la ciudad, pero en las montañas de alrededor la temporada de sky ya ha comenzado; los macizos montañosos acompañan su “evergreen” con blancos ropajes que la gente recorre cuesta abajo, eufóricos, en tablas y esquíes. Se toman selfies y las comparten en sus redes para que la gente piense que es feliz, pero muchos de ellos no lo son.
8:08 a.m. Las montañas a lo lejos se vistieron de blanco apenas hace unos días y se quedarán así hasta abril del siguiente año. La vista es hermosa, me recuerda al pico de Orizaba y al Iztaccíhuatl y al nevado de Colima. Es como si hubieran venido a visitarme.
8:12 a.m. De la parada al checador son 4 minutos caminando, lo tengo contado. La zona en la que estoy es una industrial, por así decirlo. No hay banquetas, así que tengo que caminar por la calle.
8:15 a.m. Esta zona me recuerda a Los Ángeles, California, en los ochenta, cuando fui por primera vez y los fines de semana íbamos a los “swap meats”, una suerte de tianguis gringo donde vendían ropa de paca y demás curiosidades/basura.
La siguiente es mi parada.
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10:00 a.m. Pude llegar al checador a las 8:20, eso quiere decir que a las 2:20 puedo checar mi salida, ya que sólo trabajo 6 horas. Una historia larga y dolorosa que no viene al caso contar, me hace trabajar 2 horas menos de lo normal y sin la posibilidad de hacer tiempo extra. Y justo esa historia me tiene también trabajando en el patio de la compañía, fuera de las construcciones y de las “one million dollars views” que se observan cuando trabajas haciendo edificios.
Para venir al patio, o yarda como le dicen los compañeros que poco a poco se van olvidando del español, hay que cruzar el río Fraser por un puente atirantado. El río Fraser me recuerda al Papaloapan, y aunque es más grande en su superficie de cuenca, es menos caudaloso que el mítico río de las mariposas. Son las 10:10 y mi coffee u hora de almuerzo, para los que todavía nos acordamos de cómo se dicen las cosas, termina a las 10:30. Así que, con su permiso, los dejo escuchando el movimiento interminable del tren pasando a lo lejos por las vías del ramal cercano: ese ruido móvil, que sin ser molesto, envuelve en una atmósfera nostálgica.