¿Alguien recuerda acaso la primera vez que se aventuró a cocinar sin ayuda? En el presente texto, la autora nos cuenta esa primera vez que quiso impresionar a su mamá preparando un platillo y todas las vicisitudes que se le presentaron en esa tarea.

 

BRISSA ARELY MARTINEZ GARIBAY

Foto de Andrey Konstantinov vía Unsplash

 

Eran los tiempos en que las madres aún podían dejarnos solos para ir a trabajar. Y no sé si el diseño de las madres y de los hijos de antes eran diferentes a los que se fabrican en estos últimos tiempos, pero de verdad deseo que algún día vuelva a ser así. Y me refiero al hecho de que una madre que sale a trabajar, o a algún mandado, no sienta ese desasosiego en el corazón de que no exista más peligro que regresar y encontrar la nevera vacía o la casa “patas pa’ arriba”.

Tendría yo como 9 o 10 años cuando una noche mi madre me dijo: “yo, a tu edad, ya hacía de comer para mis hermanos”. Me sentí, creo, muy rara, ya que al parecer era yo una anciana inútil, perezosa, quedada, sin oficio ni beneficio.

Era temporada vacacional en la escuela, así que mi mamá tenía que dejarnos comida hecha a mi hermano y a mí y era bastante pesado en ocasiones que llegaba de trabajar y, teniendo ganas de echarse a descansar, tan solo mirar con gran nostalgia la cama, como si le invitara a saborear de una rica siesta y disfrutar el placer de que ambas se volvieran una sola, como en el acto de amor más sublime. Pero no, la pobre mujer tenía que regresar a la cocina a preparar los alimentos para que sus pequeños vástagos se alimentaran al siguiente día.

Fue así como después de ese venenoso comentario que me hiciera mi madre, tome una decisión: al día siguiente yo solita prepararía la comida, total, si mi mamá a mi edad ya alimentaba a los trogloditas de sus hermanos, por qué no podría yo alimentar al mío.

Fui por una revista de recetas, de esas que uno siempre compra con las ganas de preparar exóticos platillos y que terminas arrumbando porque los méndigos ingredientes ni en la imaginación del mismísimo Julio Verne se encontrarían; pero bueno, eso yo aún no lo sabía y al hojearla descubrí que había un platillo sencillo y sin chiste con el que no habría cabida para el fracaso: “papas rellenas”.

Con el pecho inflado de orgullo le dije a mi madre que descansara, ya que yo prepararía la comida al día siguiente, solamente le pedí que me dejara dinero para ir al mercado a comprar las cosas. Con la mirada entre asombrada, intrigada y burlona, me preguntó por lo que prepararía de comer y le respondí: es una sorpresa.

A la mañana siguiente encontré en la mesa del comedor el dinerito para comenzar la aventura. Alegremente allá iba yo, caminando por aquella transitada calle de 7 colinas para dirigirme hacia el mercado Independencia, con la bolsa del mandado en la mano llena de orgullo, hasta podía sentir cómo crecí. De repente, las vecinas argüenderas (como las llamaba mi abuela) que nunca me pelaban, ahora, al verme con esa seguridad que me daba la bolsa (de ahí también aprendí la importancia de la bolsa entre las mujeres), me miraban con cierto respeto, como que había alcanzado una jerarquía mayor: de la noche a la mañana ya tenía yo un lugar en la cadena alimenticia, esa que iban heredando los ancestros femeninos de mi familia.

Llegué al mercado y busqué entre los puestecillos las tan anheladas papas, fue un poco difícil encontrarlas, ya que yo solo las conocía cocidas con limón y sal, en caldo, en cubos, a la francesa, doradas, en rodajas y en las bolsas de Sabritas, que, dicho sea de paso, sus bolsas están más infladas que mi orgullo de aquel momento, pero sí traen una que otra papa y siempre te quedas con ganas de más. Observé a los honorables verduleros, todos hombres que parecían muy rudos (qué raro que siendo tan rudos trabajen con inofensivas verduras) y buscaba entre todos ellos a cuál podría yo dirigirle mis dudas sin ser expuesta al ridículo público. Desvié mi mirada hacia una señora robusta, cachetona y rojita de sus mejillas que me miró con algo de ternura o compasión, como entendiendo que era mi primera vez y fue ella quien me introdujo en el desconocido mundo de las verduras crudas. Ya después supe que su nombre era “La Güera”.

Elegí las papas más grandes y bonitas, casi hasta hubiera ganado el concurso de “Miss Papas”, si es que ese concurso existiera; estaban chulísimas las condenadas papas, las pagué entusiasmada y pasé al siguiente nivel, que era comprar jamón y tocino, pero ese no significaba mayor reto: con pedirle al tendero lo que necesitaba era suficiente, yo no los tenía que escoger.

Regresé jubilosa a casa sintiendo por primera vez esa ilusión de convertirme en “alguien de bien” y con la certeza de que en un futuro tendría ya ganado el derecho de conseguir matrimonio, porque al parecer las mujeres que no sabían cocinar no podían conseguir un buen marido ni hacer una buena familia, esos privilegios estaban negados.

Lavé las papas con todo el respeto que ya me merecían y el siguiente paso era cocerlas a fuego lento. ¿Qué es fuego lento? Corrí al teléfono para llamar a mi madrecita, quien me contestó con gran paciencia: “¡que le bajes a la llama!”, y me colgó. Lección aprendida. Ahí estuve horas contemplando las hermosas papas creyendo que en algún momento ellas solitas me dirían en coro: “ya estamos listas”, pero no, las desdichadas papas no decían nada y la verdad yo las veía igual que al principio. Pensé en tocarlas, pero ¡jamás!, aunque mi ignorancia fuera mucha sí vi en algún momento el importante capítulo de Plaza Sésamo de caliente y frío, así que nuevamente tomé el teléfono y le llamé a la señora que me trajo a este mundo y le pregunté cómo saber si las papas ya estaban cocidas, y esta vez me respondió con más ternura que la anterior: “¡estoy muy ocupada trabajandoooo!, ¿que no puedes meter un tenedor y ver si ya no están duras?, ¿que no piensas?”.

Alla voy de nuevo a la olla: tomé el tenedor y no se dejaban pinchar. ¡Rayos!, siguen duras, me dije. Así que decidí darles otra oportunidad de disfrutar un poco más en la olla y las dejé en la intimidad de su baño caliente. Después de un rato volví a revisarlas y ya no hubo necesidad de picotearlas, las papas estaban perfectamente desechas.

¡No, Dios mío! ¡No seas así!, yo ni loca le llamo otra vez a mamita. Saqué las papas todas mutiladas como si hubieran ido a la guerra y yo, en mi desesperación por rescatarlas, olvidé el capítulo de caliente y frío de Plaza Sésamo y me puse un quemadón marca Acme. Pero, ¿qué era esa mano quemada comparada con la tragedia de mis papas fragmentadas? Las reconstruí con amor, tratando de que se vieran bonitas y al mezclarlas con mantequilla descubrí que se volvían tan moldeables como la plastilina y así procedí al siguiente paso, total, ya ni se notaba que habían explotado.

Tomé la licuadora e introduje el jamón, el tocino y un poco de mantequilla derretida para hacer el relleno, retomé mi buen ánimo con la esperanza de que “el de arriba” se hubiera distraído para no ver la torpeza que cometí con la cocción de las papas y hubiera decidido destinarme en un futuro un marido de menos categoría.

En cuanto prendí la licuadora hizo un escándalo mayor al normal (mamita olvidó decirme que la licuadora no servía), tan solo unos segundos bastaron para que la tapa y el contenido salieran volando hacia el techo. ¡Catástrofe! Si Dios estuvo distraído en el anterior paso, seguramente en este sí había estado presente. ¡Sí, a fuerzas, con el escándalo de la licuadora se dio cuenta él y toda la corte celestial!

Creo que con lágrimas en mis ojitos quité del techo el relleno y así como que nadie vio lo metí en las desgraciadas papas, total, nadie en este mundo terrenal lo vio, solo yo.

Paso 3: meter al horno las papas. Esta vez las papas no iban solas, sino acompañadas del remedo de relleno y de un poco de queso para gratinarse. ¿Gratinarse?, me quedo con la duda, lo prefiero a arriesgarme a otra gritoniza, ya bastante tengo con mi tragedia. Las indicaciones decían meter al horno a quien sabe cuántos grados por 30 minutos; pero ¿qué son 30 minutos a los 10 años de edad? Al parecer lo suficiente para que aquellas hermosas papas de concurso todas rubias quedaran calcinadas, no bronceadas, no doradas, sino totalmente irreconocibles.

¡Ya valió! Ya tenía yo a Dios totalmente volteado desde el escándalo con la licuadora y las bajezas que cometí con el relleno, ahora también el olor a quemado llegaba hasta el infinito y más allá.

Así que se tomaron decisiones radicales desde ese momento: cuando mi mamá no pudiera cocinar, siempre sería mejor cruzar aquella transitada calle y poner carita de hambre, ahí justo enfrente vivía mi abuelita y ella nos alimentó cada vez que fue necesario.

Las papas fueron un fracaso y como no me equivoqué y los milagros no existen, imaginen el marido que me toco.