El autor de la siguiente crónica se aventura a calificar a la calle Parque Juan Diego, en Chapalita, Zapopan, como las más bonita de América. Y eso, además, le sirve de pretexto para, al ir recorriéndola, evocar una suerte de recuerdos.

 

 Adolfo Cota

 

Llegué temprano a la invitación a desayunar, por ser sábado había menos tráfico y veo que ni siquiera son las ocho todavía. Estaciono y me bajo con el firme propósito de no romper mi racha de ejercicio y al menos caminar los 15 minutos que tocaban hoy en el programa que sigo, además de que es el mismo tiempo que hace falta para que el restaurante abra y pueda pasar a sentarme y seguir leyendo a Rabelais, voy en el libro 3 de Gargantúa y Pantagruel. La decisión es fácil y conocida para mí: caminar y recorrer toda la calle Parque Juan Diego que se me presenta enfrente a donde me estacioné.

 

Hay frases que te dicen cuando eres niño que se te marcan para siempre, sin cuestionarlas, sin investigarlas; además, cuando me la dijeron, era la época antes del internet y no iba yo, como niño de 4 o 5 años, a pedir ir al archivo del estado, hemeroteca o cosa similar a revisar que esto fuera verdad. Por eso me queda claro que, a unas cuadras de la casa de mi mamá, en la colonia Chapalita, en Zapopan, está la que es la calle más bonita de toda América Latina: la calle Parque Juan Diego.

 

Cuando era niño me lo dijeron y se me quedó grabado para siempre. Cuando era adolescente me daba mucho orgullo saber que algo así de importante estaba a unas cuadras de mi casa mientras la recorría en bicicleta buscando rampas de tierra en los jardines para brincar. En cuatro bicicletas distintas, en cuatro etapas de mi vida, esta calle ha sido destino obligado de muchas veces. Ahora como padre, la he recorrido con mis hijos, siendo lugar, cómo no, de bicicletas con ellos también.

 

La calle Parque Juan Diego es, como lo dice su nombre, una calle que es un parque. Lo es tanto por sus servidumbres frente a las casas de más de 30 metros (en el puro jardín del frente fácilmente cabrían un par de casas de estos atestados tiempos), lo es por sus altísimos árboles, que hacen de sus banquetas hermosos sitios para caminar y regocijarse con la naturaleza en plena ciudad. Lo es también por las casas: la colección de mansiones de familias de abolengo que conforman la calle. Si bien es de doble sentido, es ese doble sentido de antes, de un ancho que dejaba todo un tercer carril de la calle para que fuera usado para estacionar carros, dejando suficiente espacio para que pasen otros dos, cada uno en su sentido de tránsito. Tiene sus dos pequeñas glorietas, en las que se puede caminar dentro de ellas y que hace unos pocos años fueron tomadas, temporalmente (gracias a Dios), por las hordas de motociclistas con mochilas cuadradas de Uber Eats o Rappi, que ahí estacionaban sus vehículos y se tiraban a la sombra de los árboles, disfrutando del paisaje con el celular en mano a esperar que su app les dijera que tenían trabajo y comida que repartir. Los vecinos se unieron rápidamente y pusieron sendos letreros para prohibir que estas hordas de autoempleados, a lomo de motocicletas, siguieran tomando las glorietas.

 

La verdadera calle Parque Juan Diego abarca solamente tres cuadras: desde Niño Obrero hasta Av. de Las Rosas. Si bien trató de continuarse muchos años después cuando hicieron la ampliación hacia lo que son los terrenos de la Ciudad de los Niños del Padre Cuéllar, se ve claramente la diferencia de época, de estilo arquitectónico y de altura en los árboles. Solo pudieron copiar, en parte, el tamaño descomunal de las servidumbres frente a las casas. Así, la calle Parque Juan Diego es, como todo lo bueno y mágico, escasa y algo escondida. Y con ello mantiene su estirpe de única.

 

Bajo a caminarla, la calle solo está siendo transitada por mí y un madrugador paseante de un perro. Me coloco el cubrebocas para no infringir las actuales buenas costumbres y pongo el podcast sobre el fin de la humanidad que previamente había puesto en fila de reproducción. Ya había consumido el último capítulo de Las Bolas del Engrudo que inicia con poesía de Raúl Aceves. Pienso en el artículo que escribí en LinkedIn hace unas semanas, donde mencionaba que los objetos que usamos cotidianamente son parte y son formadores de nuestras vidas. Lo recuerdo ahora porque mis audífonos Skull Candy ya son parte imprescindible de mi EDC, Every Day Carry o cosas que usas diariamente.

 

Siempre me ha encantado caminar por Parque Juan Diego, sobre todo de mañana temprano, como ahora, o ya tarde, cuando empieza a oscurecer. La mañana apenas abre sus puertas, desperezando a los jardineros que empiezan a trabajar en los bien cuidados terrenos del frente de las casas. La humedad de la pasada noche todavía se respira y la banqueta, angosta, algo ruinosa en ciertas partes debido a las raíces de los árboles con más de 60 años que la van rompiendo y torciendo de a poco, hacen la caminata siempre lenta, disfrutable. Me gusta ver las casas: grandes mansiones de los años 50´s y 60´s, calladas a esta hora. Casas que guardan historia de familias y expolíticos de tiempos pasados, como la de Juan Manuel, aquel amigo de mis abuelos que vivió en esta calle. Puedo decir con orgullo de récord que conozco su mansión de Parque Juan Diego por dentro. Él había sido guardaespaldas de cierto militar venido a político después de la Revolución y de premio por dormir en el piso, al lado de su cama para cuidarlo, le pagó mucho dinero y favores, de esos que la política da, y con ello se compró una propiedad en esta calle. Fue hace mucho cuando entré en esa casa y aún recuerdo su patio interminable, la cocina como de restaurante, toda de acero inoxidable y azulejos amarillos y la alberca que me asustaba de niño porque me dijeron que estaba tan honda que si caía tardaría mucho tiempo en llegar al fondo y no podrían sacarme. La mentira funcionó durante mucho tiempo. No es que fuéramos a casa de Juan Manuel muy seguido, pero en las pocas veces que íbamos fue cuando me contaron la historia de cómo la calle Parque Juan Diego era la más bonita de América Latina y lo creí desde entonces.

 

Ahora al caminar, veo que algunas casas han sido remodeladas, hechas con los cánones arquitectónicos actuales y manteniendo su extensión apabullante. Solo la casa al final de calle, cuando corta en Av. de Las Rosas, fue convertida en un hotel boutique fallido y en su cochera han desfilado tres o cuatro restaurantes de finura pretendida y de comida que deja a desear más.

 

Doy la vuelta a la calle para retomar, regreso por el otro lado de la acera, no sin ver la estatua en piedra de Juan Diego en posición de quarterback de fútbol americano, hincado como cuando se recibe un balón y se pone la rodilla en tierra. La pusieron junto a las otras esculturas y pretendidos monumentos fallidos de Chapalita, en la época cuando Juan Diego se puso de moda porque después de muchos años, siglos, la iglesia se dio cuenta y comprobó, bajo sus métodos, que sí era santo, que era San Juan Diego. Fue la época cuando sacaron a la luz ese conocido y horrible cuadro que es la imagen oficial, la cartita de santo donde la iglesia presenta a un San Juan Diego con tez apenas oscura y barba de chivo con bigote que vemos en los altares; de indio como dice la leyenda, ni el huipil, todo lo cual suma a la comprobación del mítico evento guadalupano. Así, hincado como en el cuadro, quiso seguramente un estudiante de artes plásticas que no pasó con las mejores notas la clase de escultura 1, hacer la imagen de Juan Diego para la calle que lleva su nombre, logrando solo una evocación de jugador del deporte del emparrillado. Al no ser original de la calle, se nota impuesta, sobrepuesta, pegoteada. No le presto más atención.

 

La calle de regreso se sigue presentando casi sola, sé bien, lo tengo contado, que recorrerla de un lado a otro me lleva entre 15 y 20 minutos, según el paso, y yendo de regreso sigo escuchando, atento, cómo la vida humana presenta como uno de sus posibles finales el transhumanismo, tanto tecnológico, electrónico como genético, todo para salir del planeta e ir a conquistar las estrellas; esta idea será el germen de nuevas ilustraciones futuristas que implicarán monjes franciscanos patrocinados por marcas de tenis, que irán a llevar la nueva teología espacial a otros planetas. Pero esa, literalmente, es otra historia.

 

Y es un efecto que siempre ha tenido en mi la calle Parque Juan Diego: la de alterar mi percepción y hacerme imaginar actividades y proyectos creativos y artísticos.

 

La caminata tropieza con señoras del aseo de estas grandes propiedades que empiezan a sacar la basura de la casa al tiempo de comenzar a barrer las grandes entradas para que los carros lleguen a las mismas. Camino por esta calle y paso por el único terreno baldío, bien cuidado, con el pasto recortado y cercado perimetralmente por malla metálica. Recuerdo cuando iba en secundaria: entonces estaba abierto y algún muchacho de esta calle haría una rampa para bicicletas cross, con tierra apelmazada, a la que otros, por el hecho de pasar por ahí, hacíamos uso y sentíamos el vértigo de levantar las dos ruedas de la bici solo si llegábamos a la rampa con la velocidad suficiente. Ahora este terreno es un amplio solar verde, de pasto bien cuidado, esperando seguramente a que su feliz dueño crea conveniente venderlo como una buena inversión heredada.

 

Llego al final del periplo, termino del otro lado de la calle, frente a donde empecé. Veo que ya es hora de que el restaurante esté abierto y me dispongo a ir a tomar café y leer mientras espero a los amigos que me invitaron a desayunar gorditas de guisos. Es como salir de la selva o el bosque húmedo, regresar a la calle, a la ciudad; dejo atrás la calle Parque Juan Diego, la que, sin duda, para mí siempre será la más bonita de América Latina.