La autora de la siguiente historia documenta brevemente lo que ha sido su vida en los Uber, desde el inicio de la pandemia y hasta muy recientemente. En la actitud de los choferes, su humor y sus decires, se refleja un poco la evolución que ha ido teniendo esta al parecer inacabable cuarentena.

 

 Marcela Palacios Minakata

Foto de Dan Gold, vía Unsplash

 

Por diversos motivos que no viene al caso explicar en este momento, la plataforma de Uber se convirtió desde hace ya algunos años en el medio de trasporte que utilizo todos los días para moverme por la ciudad. De lunes a viernes, mi rutina es igualita a la de millones de mujeres en este país que al mismo tiempo que somos madres, también tenemos un trabajo que cumplir, no solo para lograr nuestros anhelados proyectos profesionales, sino porque como dicen por ahí, tenemos esa maldita costumbre que no se nos quita de comer (y bien) tres veces al día. Entonces, la cosa va más o menos así: pedir el Uber temprano por la mañana para llevar a la cría a la escuela, dirigirme al hospital para cumplir con mi jornada laboral, salir de ahí cuando se pueda y solicitar otra vez un Uber, recoger a la chamaca en casa del abuelo y, por fin, retornar al hogar. Recorridos de aproximadamente entre 30 y 40 minutos, tanto el de ida como el de vuelta, sin falta, todos los días que les dicen “hábiles” del año (soy pésima con los números, así que no sé exactamente cuántos son).

 

Para esos millones de mujeres como yo, saber que invariablemente contaremos con UNA HORA ENTERA al día (y con tantita suerte, un poquito más) es algo que puede equipararse con la dicha de encontrarte un billete de mil pesos en la bolsa del abrigo que no te ponías desde el invierno pasado, o que al voltear a ver el despertador veas que apenas son las 2:30 am y te queda aún buen rato de sueño. Si, yo lo sé: mis victorias son simples, ¡pero victorias al fin!

 

Pues bien:  esos sagrados 30 minutos por la mañana y su complemento por la tarde, en los cuales mi única y exclusiva obligación era solo sentarme, abrocharme bien el cinturón y entregarme sin reparo ni disimulo a la pena ajena que provocan los insulsos programas radiofónicos como “La Parada Morning Show” o “Los Hijos de la Mañana” que religiosamente sintonizan el 99.9% de los choferes o al morboso chismorreo de los locutores de las eternas complacencias de la Buena Onda; esto, mientras me terminaba de medio maquillar, actualizaba mis estados del WhatsApp con frases melosas, respondía cuatro chats al mismo tiempo, conversaba unos minutos por el celular con mi señor padre o ya de perdida me tiraba al pecado echándome media cajita de borrachitos del señor que vende en el crucero de Plan de San Luis y Federalismo (y obviamente, guardar la otra mitad rápidamente para que la bendición no supiera de su existencia). Al menos 60 reparadores minutos, que en el día de una madre trabajadora pueden marcar una diferencia enorme en el humor con el que enfrente lo que queda del día.

 

O al menos eso era hasta principios del año 2020 a.P. (Léase: “antes de la pandemia”).

 

A partir del mes de abril de 2020, cuando la presencia del virus causante de la COVID-19 se comenzaba a fijar en la mente de las personas como una realidad, los viajes, además de modificar un poco el destino, por aquello de las escuelas cerradas, dejaron por un tiempo de ser un me time  para irse transformando en un interesante espejo donde se ve reflejada la evolución de la pandemia en las actitudes, los pensamientos y  los comportamientos de al menos una parte de la sociedad en la que vivimos.

 

Marzo de 2020.

 

—Buenos días, ¿viaje para Marcela?

—Si, gracias. Oiga, voy a dos destinos: primero a Morelos y después al Hospital Civil Nuevo.

Silencio incómodo por 5 segundos previos a la inesperada respuesta.

—¿Va al Civil?

—Si, señor.

—O sea… mmm… errrr… ¿ahí trabaja? ¿Es enfermera o es doctora?

 

Como acto reflejo, baja inmediatamente las cuatro ventanas del vehículo, se acomoda nerviosamente el cubrebocas, me vuelve a ofrecer gel para las manos y apenas voltea a mirarme.

 

—Así es, señor. Ahí trabajo. ¿Hay algún problema?

—O sea, es que mire, doctora, a Morelos sí la llevo con mucho gusto, pero pues, híjole, ya tengo que entregar el carro y hasta el hospital no creo alcanzar.

—Pe… pe…pero…

—¿La voy a llevar o no, doctora?

—Mmm… No soy doctora. Ok. Está bien, déjeme en Morelos.

La cara de decepción en el chofer no se hace esperar.

—Bueno…

 

Mayo de 2020.

 

—¿Para Marcela?

—Si, gracias, buen día. Voy primero a la calle Morelos y después al Civil Nuevo.

—Vamos de volada. Oiga, doctora, ¿a poco si es cierto que ya van 100 muertos en Jalisco por el bicho ese?

 

Respiro profundo (no, no soy doctora) y repaso rápidamente el mini speech que siento repentinamente la obligación de repetir en estos casos.

 

—Efectivamente. Hace un par de días alcanzamos esa cifra, lamentablemente. Y pueden ser muchos más si no respetamos las medidas básicas de prevención como quedarnos en casa, usar adecuadamente el cubrebocas, lavarnos constantemente las manos y…

 

—¡Pero Gatell dice que no sirve! ¡Y el presidente nunca se lo pone! ¿Y si mejor nos dan a todos esas gotitas de cloro? Le dijeron a mi esposa que son muy buenas.

 

 

Julio de 2020.

 

—¿Es usted Marcela?

—Buenas tardes, sí.

—¿Tiene algún enfermito en el hospital?

—No, aquí trabajo.

—¡A sus órdenes, doctora!

—Gracias, marqué dos destinos.

—¡A dónde usted guste, doctora! ¡Faltaba más! ¡Ustedes que se están fletando con esta cochina pandemia y sin rajarse! ¡De verdad, muchas gracias!

—Es nuestro trabajo, ojalá la gente nos apoyara no saliendo de su casa más que a lo indispensable.

—Uy, doctora, es que la gente no se la cree. ¡Menos los chavos! Piensan que a ellos nunca les va a pegar. ¡Si viera a cuántos muchachitos llevo a fiestas los fines de semana!

—Si, caray. Es increíble que las personas aún duden… por ejemplo, aquí en el hospital…

—¡Hay un chorro de pacientes, ya se! Fíjese que una vecinita estuvo internada la semana pasada, que no supo ni cómo se contagió, dice, pero yo creo que fue en el camión. ¡Casi se muere, le dijeron los doctores! Pero ya está en su casa, gracias a Dios.

—Me alegra que todo haya salido bien.

—¡En serio, gracias por su trabajo! ¿Qué le ofrezco? Mmm… ¿quiere un chicle?

 

Septiembre de 2020.

Con algo de sorpresa, pero al mismo tiempo con agrado, me percato de que, para poder solicitar un viaje, Uber pide que me tome y envíe una selfie con el cubrebocas puesto, a manera de norma de seguridad ante el riesgo de contagios.

 

Sigo leyendo: “…deberá aceptar sentarse en el asiento trasero y abrir las ventanas para ventilar… En caso de que el conductor aparezca sin alguna protección podrá cancelar el viaje sin penalización e informar el problema a través de la aplicación. Lo mismo en el caso de que el pasajero no use cubrebocas”.

 

—Buenas, ¿usted es Marcela?

—Si, gracias.

 

Al subir me doy cuenta de que el chofer no trae puesto el cubrebocas, y por supuesto, yo, aunque la traiga tapada, jamás me callo.

 

—¡Qué buena medida esta de Uber de pedirle a los usuarios del servicio que demuestren que están usando protección! ¡Se nota que los están cuidando!

 

Trato de ser enfática con mis palabras, pero sutil en el sarcasmo.

 

—Pues, mire, es nomás, ¿cómo se le dice? …mmm… protocolo.

—Bueno, a mí me parece que son medidas muy necesarias en estos tiempos y que nada nos cuesta aplicar.

—Mire… ¿es usted doctora?

—No, no lo soy.

Ante mi respuesta, de inmediato noto el brillo en su mirada, como diciendo “de aquí soy”.

—Ah, pues, bueno, le decía. Hay científicos muy renombrados, los puede encontrar en el internet, que dicen que si estamos sanos no necesitamos usar esas cosas. Yo, por ejemplo, me tomo mi té de ajo con jengibre y me voy a hacer ejercicio todas las semanas a La Barranca. Viera, ¡ni una gripita me da! ¡Menos ese virus inventado por el gobierno para tenernos nomás apendejados! Búsquele, en YouTube hay muchos videos para que vea que no le miento.

 

En cuanto bajo del vehículo, redacto y subo mi queja en la plataforma. No, no soy doctora, pero tampoco estúpida. Ojalá y haya recibido la sanción que se merecía.

 

Noviembre de 2020.

 

—¡Qué tal! ¿Eres Marcela?

—Si, hola, te marqué dos destinos. ¿Está bien?

El chico mira la hora.

—Sí, todavía es temprano. Si alcanzamos.

—¿Cómo te va con el Botón de Emergencia?

 

Mira mi bata y mi gafete. Se que debí medir mis palabras. Pareciera que con ellas hubiera abierto esa presa que inundó Tabasco hace unos meses, permitiéndole expresar un sinfín de emociones, al parecer contenidas celosamente durante los últimos ocho largos meses.

 

—¿Eres doctora?

—No, soy psicóloga.

 

Todo parece indicar, según el Gobernador, que en enero los niños irremediablemente regresarán a las aulas. Mis destinos entonces volverán a ser los mismos. Las familias de 5 mil jaliscienses continuarán de luto… pero la vida de millones de personas jamás regresará a eso que hoy nostálgicamente llamamos “antigua normalidad”.