Un recorrido sobre el que alguien pensaría no hay mucho qué contar —el viaje en camión de Guadalajara a Huejuquilla El Alto— se vuelve el centro nodal de esta crónica: el autor nos narra y describe todo lo que ve, en esas ¡diez horas!

 

Tastoán Castorena

 

Cuando en aquel mes de enero escuché por primera vez el nombre de “Huejuquilla El Alto” —y siguiendo mi obstinada costumbre de querer ubicar en el mapa todo pueblo que la gente me menciona— inmediatamente busqué en Google Maps la ubicación de tal población. Averigüé que es el municipio más remoto y septentrional del estado de Jalisco y que, milagrosamente, alcanzó un lugarcito en la punta de uno de los tres deditos de la entidad federativa, en su extremo boreal; si uno observa el plano cartográfico de Jalisco, contempla que a Huejuquilla por poco y le toca ser localidad nayarita, o duranguense, o zacatecana. En el mapa se ve apenas una carretera que llega al recóndito lugar. Aquel peculiar topónimo lo escuché de boca de una muchacha que por azares del destino conocí en un despacho legal en el que trabajé durante algún tiempo.

Adriana (como se llama aquella joven estudiante de relaciones internacionales), me habló durante todo el año acerca de su pueblo, sobre sus tradiciones, usos y costumbres, sus lugares emblemáticos, su gente, y, en general, todo lo referente al lugar en donde creció y se desenvolvió previo a su mudanza a Guadalajara por motivos académicos. Yo, emocionado con sus vivencias y movido por una excesiva curiosidad de conocer todo lo que tenga que ver con lo geográficamente remoto, esperaba ansioso que Adri me invitara a conocer su terruño.

No transcurrió mucho tiempo cuando lanzó, palabras más palabras menos, la propuesta que yo tanto aguardaba: “Nemo, (que así es como nos comenzamos a decir, quién sabe por qué), ¿no te gustaría conocer mi pueblito? Allá tienes tu casa y puedes ir si gustas”. Le tomé la palabra y luego de diversos preparativos, en el jueves posterior a la navidad me embarqué de madrugada en un autobús bastante modesto, color rojo con blanco, de la línea “Rojo de los Altos”, con rumbo al municipio más recóndito de Jalisco.

El transporte no tenía en su parabrisas las típicas y modernas pantallas de led de las demás compañías camioneras para anunciar el destino al que se dirigen, sino que a la usanza antigua tenía unos letreros rectangulares de plástico colgados del vidrio frontal y en ellos se leían los nombres de diversas poblaciones: San Cristóbal de la Barranca, Teúl, Tlaltenango, Colotlán, Huejúcar, Monte Escobedo, Huejuquilla El Alto. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando aquel autobús, sólo conmigo a bordo, enfiló desde la central nueva con rumbo a tierras wirraritari.

Primera parada: Zapopan ¿Zapopan? Me pregunté extrañado. Sí, el autobús llegó a una pequeña central que se encuentra a un costado del Mercado del Mar de Zapopan, porque allí sí había pasajeros interesados en ir al norte de Jalisco. Quizás vinieron al centro del estado por motivos navideños. Abordan ancianos ataviados con blancos sombreros texanos o gorras color azul marino con el emblema de los Yankees de Nueva York, mujeres de la tercera edad con canastas y cubetas; jóvenes de mirada penetrante, pero con una timidez que los hace pasar agachados por el pasillo del autobús para que uno no los mire, y no puede faltar la familia compuesta por mamá y papá cargando a sus hijos dormidos, los cuales en su mano portan el monito o el carrito que les trajo el niño Dios.

El chofer verifica que los pasajeros cuenten con boleto y una vez que se hubo cerciorado de que todos estamos debidamente etiquetados, continúa con su trayecto. Afuera sigue oscuro, pero ya hay vehículos y personas esperando el transporte público que los habrá de llevar a sus trabajos. La ciudad comienza a despertar luego del sueño navideño y la carretera a Tesistán es testigo de ello. Mientras tanto, yo le aviso por mensaje a Nemo que ya voy en camino. Luego de enviar el texto, cobra efecto la trasnochada de las fiestas y dormito durante un rato.

Despierto porque siento que el camión se ha detenido. Me asomo por la ventanilla y sólo veo el amanecer detrás de unos cerros en lontananza. Intento buscar algún vestigio que me diga dónde estoy, divisando sólo unos enormes arcos de concreto que tienen pintados diversos motivos indígenas a la entrada de un pueblo que se ve al fondo de una bajada, como en pozo. Es San Cristóbal de la Barranca. Allí se suben al Rojo de los Altos ocho indígenas wirraritari, todos ataviados con sus trajes típicos y con cubetas llenas de lo que parece ser miel. Portan hermosos accesorios hechos de chaquira con figuras y formas que retratan su cosmovisión. Hablan en su idioma y una mujer ordena de manera contundente a una pequeña que se siente en la fila de asientos que se encuentra a mi costado. Un deseo de hablar con ellos me invade para preguntarles cientos de cosas sobre su historia, su forma de vivir, su lengua, su cosmogonía, su panteón divino y su sagrado wirikuta. Sin embargo, temo ser rechazado por la centenaria y justificada desconfianza que los pueblos originarios tienen hacia los que somos mestizos, guardando así mis interrogantes y sólo me pregunto qué es lo que irán hablando desde que abordan el automotor en San Cristóbal hasta que descienden en las comunidades desperdigadas por el camino.

Conforme vamos pasando los municipios, el chofer va quitando los letreritos de plástico del parabrisas. Atrás han quedado los pueblos caxcanes y tepehuanos de García de la Cadena, Teúl de González Ortega, Tlaltenango y Momax. La mayoría de estas comunidades se observan solitarias, fantasmales, frías, sólo con ancianos sentados en las bancas de las plazas principales conversando entre sí. Los jóvenes quizás estén trabajando en alguna ciudad, o en los Estados Unidos, muy lejos del hermoso cielo azul de su pueblito y sus llanuras zacatecanas.

A eso de las once de la mañana llegamos a Colotlán, sitio que desde que estudio la Revolución Mexicana me ha causado particular interés por ser la tierra de Victoriano Huerta, calificado como traidor por la historia patria y conocido bajo el alias de “El Chacal.” He sabido sobre gente de este lugar que se siente orgullosa de ser paisana del vituperado militar, e inclusive escuché de una leyenda que decía que en el lugar existe una colonia en su honor, lo cual me causa tremenda intriga e indignación histórica.

Decidido a dilucidar estas interrogantes y aprovechando la media hora que el conductor se estaciona y nos concede para buscar alimentos, deambulo rápidamente por las calles céntricas de la municipalidad. Hay un pequeño tianguis y unos portales donde parece que venden comida. También se ven letreros en comercios que ofertan artesanías piteadas. Mi búsqueda es infructuosa; ni una vialidad, ni una estatua, ni siquiera una de esas pesadas placas de bronce que indiquen el lugar o la finca en donde nació el oportunista de la decena trágica.

La referencia que descubro más cercana a Huerta es en la plaza principal, donde a un costado del kiosco se encuentra hecho con pequeños mosaicos de talavera el escudo de armas de Colotlán, mismo que en su parte central tiene un alacrán. “Tierra de alacranes”, toponímicamente significa el nombre de aquel municipio. Al parecer la gente del pueblo se siente más orgullosa de la iglesia de San Luis Obispo con su torre a medio construir y de ser la capital mundial del piteado, que del único presidente de ascendencia cora que ha habido en el país. Satisfecho porque mi indagación no obtuvo resultados favorables, regreso al autobús para continuar con mi viaje.

Al mediodía ya voy a más de la mitad de camino. Llegamos a Huejúcar, y el autobús se detiene en una central desierta y vetusta que parece más lienzo charro que estacionamiento para camiones. Allí bajan varias personas, muchas de las que habían abordado en Zapopan. Sólo quedan un viejito atejanado, un señor que no se ha despertado desde que salimos de Tlaltenango, una wirrárika, su pequeño nieto y yo. El transporte se enciende de nuevo y da marcha, saliéndose de la carretera por la que venía que dirige hacia Jerez. Toma una desviación hacia el noroeste y al salir del pueblo toda forma de vida humana se torna inexistente.

Los estados de Jalisco y Zacatecas se alternan según el capricho de los ingenieros que diseñaron aquella autovía. Grandes llanos completamente secos, terregosos y amarillos y un cielo grisáceo de finales de diciembre que se observa en el infinito conforman el horizonte. Sólo se miran guamúchiles secos, nopales agujereados y mezquites aferrados a seguir existiendo en medio de la nada. De vez en cuando aparece una derruida casita de adobe y uno que otro zopilote merodeando sobre el lugar donde se encuentra el cadáver de algún animal. Sitios legendarios y remotos por los que pareciera que no pasaron los años ni llegó a transformarlos la presunta civilización.

El autobús comienza a subir una serranía. Desde las curvas de la carretera se va viendo cada vez más alto y lejano aquel valle enorme y seco de Huejúcar, mientras el paisaje comienza a llenarse de robles y coníferas. El camión va prácticamente a vuelta de rueda y se escucha que sube no con poco esfuerzo; se jalonea de repente y parece que se va a ir hacia atrás, pero el hábil conductor alcanza a meter velocidad para recuperar el ritmo y seguimos subiendo la sierra. No podemos continuar con una velocidad constante, pues el pavimento de la vía se encuentra en pésimo estado y hay que ir frenando cada tanto para no caer en los abismos que se van apareciendo sobre el asfalto.

No se observan carros. Ni vienen hacia nosotros ni nos rebasan. El pesado automotor va solitario sobre el camino. Tal circunstancia me genera un poco de temor, pues sé que esta región en donde convergen los estados jalisciense y zacatecano es un tanto insegura, una tierra sin ley, pero hasta que no lo vi, no lo creí. Ni militares, ni marinos, ni policías; ni siquiera una patrulla de tránsito se ha visto. El hecho de que sea un autobús de pasajeros me tranquiliza un poco, pero la inquietud no termina de esfumarse.

Finalmente se avista a lo lejos una población. Como no hay señal de teléfono para geolocalizarme, intuyo que es Mezquitic. Las placas zacatecanas de los autos que se ven a la orilla del camino me desconciertan. No es hasta que pasamos por un costado de una arbolada plaza que me percato de que estamos en un lugar llamado Monte Escobedo. Son casi las dos de la tarde. Llevo ya ocho horas a bordo del autobús, y de Huejuquilla, ni sus luces.

Nuevamente nos detenemos. El chofer desciende y se mete en una antigua casona. Pasan casi veinte minutos y nadie sube; tampoco nadie baja. El pequeño wirrárika, nieto de la mujer que viene dormida tres asientos delante de mí, es un tanto inquieto. Corre de un extremo a otro del camión sosteniendo con la mano un sombrerito típico y preguntando a los pocos pasajeros qué son las pertenencias que llevan consigo, ya sea una mochila, ya un sombrero, ya unos audífonos. Cuando aquel chiquillo llega a mi lugar, el chofer sube de nuevo a su centro de trabajo y enciende el vehículo, por lo que el niño toma asiento a mi lado. Pronto se mira fascinado con mi transparente cubo de rubik y con la biografía color rojo brillante sobre Pancho Villa que traigo para  hacer el viaje menos tedioso. Le presto el cubo y mientras lo intenta armar le pregunto su nombre, a lo que responde tímidamente “Taiyari”, que en wirrárika significa “nuestro corazón.” A pesar de su tierna edad, entiende prodigiosamente el castellano y además habla su idioma nativo. Le ofrezco un caramelo de un bolo navideño que guardo en mi mochila. La convivencia con el niñito es interrumpida, pues su abuela pronto se percata de su ausencia y le reprende en lengua originaria, debiendo de regresar a su lugar.

Ahora sí creo que vamos camino de Mezquitic. En un paraje en que milagrosamente el celular logra obtener señal, entran varios mensajes de Adriana preguntando si ya llegué o que dónde voy. Le respondo que estoy cerca del “pueblo dentro del mezquite,” o al menos eso es lo que colige mi intuición cartográfica. Cuando se pierde nuevamente la comunicación telefónica con el mundo ordinario me asomo por la ventanilla y contemplo una postal inolvidable: la sierra wirrárika se extiende enorme y plácidamente hasta donde mi conmovida vista alcanza a ver, brindándome una de las experiencias más emocionantes de la vida.

Comenzamos a descender la montaña y se ve muy en el fondo un pequeño poblado. Conforme transcurre el tiempo y los kilómetros llegamos a las afueras de Mezquitic, última parada antes de mi ya desesperado destino. Son las dos y media de la tarde. Se bajan los wirraritari, perdiéndose abuela y nieto en el polvo de lo que parece ser la calle principal de aquel lugar.

Ya estando seguro de que la siguiente parada es donde me toca bajar y una vez que dejamos atrás la sierra, le mando mensaje a mi futura anfitriona para notificarle que estoy por llegar a su pueblo. Cuando parecía que al fin iba a alcanzar mi destino, la carretera me juega una mala pasada y nuevamente vamos a vuelta de rueda. El camino está completamente devastado: baches que atraviesan de un lado a otro la vía, pedazos de pavimento levantados, tierra por doquier. Si en el monte los cráteres eran volcánicos, aquí en los límites de Mezquitic, Huejuquilla y Valparaíso se vuelven lunares.

Ya resignado al viaje interminable, enciendo el Spotify para escuchar algo de música. Pasamos tres baches y ZZ Top me acompaña; otros dos agujeros y es Óscar Chávez con un corrido sobre la intervención francesa; unos cuantos baches más y es el Intermezzo de Carmen, por Bizet. Entramos a una curva y es municipio de Valparaíso, Zacatecas; salimos de esa curva y ya es Huejuquilla. Así se vive el último y angustioso tramo del camino. Entre la carretera asolada, canciones del más variado género, y dos entidades federativas, finalmente se divisa un caserío y lo que parecen ser las torres de un templo. Intento llamar a Adriana, pero no hay señal. En el último mensaje recibido Nemo me ha dicho que su papá, que me esperaba para comer, ha decidido comenzar él solo, pues el impuntual invitado no llegaba. Apenado por la tardanza, intento mandar mis disculpas, pero todo es en vano: los mensajes nomás no salen.

Al llegar al poblado, el autobús se dirige a la pequeña centralita que tiene habilitada Huejuquilla. Son las tres cuarenta y cinco de la tarde y por fin, después de diez horas de trayecto, he llegado a mi destino. Es tiempo de descender del Rojo de los Altos para que Nemo llegue a mi rescate y me lleve a conocer el lugar de los verdes sauces.