El autor de la siguiente crónica es argentino, vive en Buenos Aires y nos comparte su reciente experiencia al haber sido voluntario para probar en su cuerpo la vacuna china contra el COVID-19. ¿Cómo es el proceso? ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo le fue? Nos lo cuenta todo.

 

Darío Silva

Foto de CDC vía Unsplash.

 

Que la ciudad de Buenos Aires tenga un polo cultural, audiovisual, gastronómico, artístico y otros tantos polos, no es ninguna novedad. Lo novedoso es que ahora se agregó otro polo más en el barrio de Las Cañitas: el “polo vacunal”. Allí se prueban dos de las diez vacunas contra el Covid-19 que se encuentran en fase 3, última etapa experimental antes de ser aprobada para inmunizar a toda la población.

Apenas separados por la Avenida Luis María Campos se encuentran estos dos centros donde acuden los voluntarios y voluntarias de entre dieciocho y ochenta y cinco años a poner su brazo para el ensayo médico.

En el gigantesco Hospital Militar se está probando la vacuna del laboratorio estadounidense Pfizer y justo en frente, en una pequeña sede de Vacunar, se realiza el ensayo de la vacuna producida por el laboratorio chino SinoPharm.

La vacuna de Pfizer se produce con lo último de la biotecnología, los investigadores yanquis realizan “magia” con el material genético del virus; en cambio su par asiática pertenece a la vieja escuela de las vacunas, utiliza virus atenuado al igual que, por ejemplo, la vacuna contra la polio o la hepatitis.

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¿Se consiguen voluntarios?

Es tal el agotamiento frente a esta interminable situación de distanciamiento y barbijo, que voluntarios sobran para ambos proyectos médicos. La respuesta

a la convocatoria on-line fue mucho mayor de lo esperado y en pocas horas se agotaron los cupos.

Las motivaciones pueden ser diversas: altruismo, curiosidad, orgullo, amor por la ciencia, etc; pero existe un sentimiento común entre todos los voluntarios y voluntarias, y es éste en definitiva el que los lleva a asumir el riesgo que implica probar una vacuna experimental: el sentimiento de hartazgo.

Un hartazgo social que fue creciendo día tras días a partir del 20 de marzo, recordada fecha en la que el presidente Alberto Fernández decretó el distanciamiento social, preventivo y obligatorio, que al principio fue recibido con entusiasmo por la población en general, pero con el correr de los meses fue sumando cada vez más detractores. Algunos por causas ideológicas, otros por causas económicas, filosóficas, de salud mental, amorosas, por libre albedrio o por lo que fuere.

Y ante esta situación desgastante, pareciera que incluso una reacción adversa provocada por la vacuna sigue siendo negocio comparado con seguir de rodillas, y por tiempo indefinido, ante el nuevo coronavirus SARS-CoV-2. Al menos ese fue mi razonamiento al momento de postularme como voluntario para el ensayo de la vacuna china.

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Cuando recibí el ansiado llamado sentí alegría. Del otro lado se escuchaba una voz joven, como esas que venden promociones de tarjetas de crédito o planes para celular. “Usted fue preseleccionado para la prueba de la vacuna contra el SARS-CoV-2 coordinada por la Fundación Huésped, le recordamos que la prueba es voluntaria y no tiene ningún tipo de remuneración económica.

¿Sufre epilepsia?, ¿tuvo convulsiones?, ¿alguna vez se hizo el test de HIV?,

¿toma algún medicamento?, ¿es alérgico a algún medicamento?… Así trascurrió un largo cuestionario de antecedentes médicos, con ritmo rápido y monótono. El prontuario patológico sería analizado por los investigadores y de ser aprobado recibiría una citación para una entrevista personal y más profunda con una médica. Al colgar el teléfono quedé muy confiado de que sería llamado nuevamente.

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La red Vacunar cuenta con una docena de sedes desperdigas por la Ciudad de Buenos Aires. Funcionan como vacunatorios y laboratorios de análisis clínicos. Pero ahora la Fundación Huésped sentó su base de operaciones en algunas de ellas para realizar las pruebas de la vacuna china.

Aquellos voluntarios que son citados al centro Vacunar y se muevan en transporte público, son recogidos por un Cabify y devueltos al domicilio también por un Cabify. Es uno de los pocos beneficios que reciben los valientes que se le animan a la vacuna del gigante asiático.

Es que, al parecer, los investigadores de la Fundación Huésped no quieren que los “conejillo de India” anden juntado microbios en el bondi antes de ingresar en los consultorios para realizar las entrevistas o los ensayos clínicos.  Como si en las horas previas no hubiesen estado combinando en colectivo, tren o subte, recogiendo la más diversa fauna microscópica de la ciudad. Pero si así lo quieren, por algo será; ellos son los que saben. Así llegué a la primera entrevista.

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Una amable y simpática médica de alrededor de treinta años, con tonada que no puedo descifrar, pero que sin dudas es del norte argentino, me hace pasar a un diminuto consultorio con un escritorio, dos sillas y un biombo que apenas oculta un pequeño grupo electrógeno. Todo es pequeño en el lugar, incluso la médica. El austero mobiliario se completa con una repisa atiborrada por test de embarazo. Mi curiosidad pudo más y pregunté a qué se debía tanto entusiasmo por detectar futuras madres. “Cualquier voluntaria en edad fértil es acompañada al baño para que se haga el test, y de resultar positivo queda automáticamente excluida del experimento debido a las consecuencias aún desconocidas que pueda sufrir el feto”, me explica muy simpáticamente la facultativa.

“¿Sos de Tucumán?”, le pregunto a la joven médica, eligiendo una provincia al azar. “Soy de Bolivia, pero del oriente, por eso tengo una tonada parecida a la del norte argentino”, me contesta y no puedo ocultar la sorpresa ante semejante pifiada geográfica. Me entrega un flaco cuadernillo titulado “INFORMACIÓN PARA EL VOLUNTARIO Y FORMULARIO DE CONSENTIMIENTO INFORMADA”, cuyas diez páginas leemos a vuelo de pájaro: información de la vacuna, derecho del voluntario a dejar la prueba en cualquier momento, seguro de indemnización ante alguna reacción adversa grave… Firmo el “contrato” sin pensarlo mucho, me asignan el código 02_0401 DAS y a partir de este momento mi identidad son números y letras, así me conocerán en China, donde periódicamente recibirán mis muestras de sangre para analizar la evolución de los anticuerpos.

Además, el cuadernillo explica someramente cómo se realiza el experimento. Todas las vacunas experimentales se prueban con la modalidad de doble enmascaramiento o doble ciego. Esto significa que a la mitad de los voluntarios le darán la vacuna verdadera y a la otra mitad se le suministrará sólo un placebo, es decir una sustancia inocua que puede ser solución fisiológica. Tanto el investigador como el voluntario desconocen qué productos fueron inoculados para evitar que ciertos comportamientos o subjetividades alteren los resultados de la investigación. ´

Recién a los doce meses, que es el tiempo que dura el ensayo, se da a conocer desde China quién recibió placebo o la vacuna “posta”. De esta manera se puede comparar de forma más efectiva si el grupo que fue inoculado con la vacuna experimental tuvo una protección significativa contra el virus, comparado con el otro cincuenta por ciento que no la recibió. En ese sentido, la única “remuneración” a la que pueden aspirar los voluntarios es una paga en forma de anticuerpos neutralizantes contra el Covid-19. Sólo hay que tener la suerte de caer dentro del cincuenta por ciento correcto.

Luego de la entrevista la médica me invita a regresar a la sala de espera para que me extraigan las muestras que serán enviadas al laboratorio y definirán en última instancia si mi perfil clínico es compatible con el experimento. En esa sede de Vacunar todos los espacios son muy reducidos y todo está encimado. Apenas separada de otros voluntarios por un biombo blanco, me espera una simpática extraccionista de unos cincuenta años, también petisita y debidamente enfundada en camisolín, mascarilla N95 y protector facial.

Tras sacarme varios mililitros de sangre con una aguja más gruesa de lo normal, la señora me dice: “bájate solamente el barbijo en la parte de la nariz”. Introduce por una de las fosas un hisopo largo y fino, con cabo de alambre, que llega hasta el fondo y provoca una molestia nunca antes experimentada, como si hurgaran a milímetros del cerebro. La operación se repite en la otra fosa nasal, y las lágrimas y un moqueo profuso no se hacen esperar. “Bueno, en setenta y dos horas te van a llamar para avisarte del resultado”, me dice la extraccionista a menara de despedida. Y agrega, “ahora te van a dar un juguito y un alfajor”. Un jugo chico en cartón y un Guaymallen, esa es la retribución simbólica por la entrevista y las extracciones de fluidos corporales. Además del Cabify, claro.

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En el laboratorio se define si finamente el voluntario o la voluntaria pasarán a formar parte del ensayo clínico. Lo más importante es que de negativo el test de HIV y la famosa PCR de Covid-19. Éste porque crearía anticuerpos iguales a los que tiene que producir la vacuna, y no se podría distinguir entre uno y otro; aquel porque es un virus que baja las defensas y la vacuna no lograría el efecto de protección esperado.

Mientras aguardaba en la sala de espera el Cabify contratado por Vacunar para regresar a mi casa, observé a una señora recién inoculada con la vacuna china que esperaba protocolarmente los treinta minutos críticos en los que puede aparecer una reacción alérgica grave. En esa media hora convenía estar cerca de un médico munido de corticoides. Pensé que ya era un hecho que a la siguiente semana me llamarían a mí para recibir la primera vacuna y veintiún días más tarde la segunda dosis. Luego me harían seguimiento telefónico para estar al tanto de cualquier cambio o síntoma indeseado y realizaría visitas periódicas durante un año para que me realicen extracciones que serían enviadas a China para analizar la evolución de los anticuerpos, esos soldaditos invisibles que son la única protección efectiva contra el nuevo coronavirus.

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Pasado el fin de semana largo de octubre, la ansiedad por escuchar el llamado de la Fundación Huésped crecía hora tras horas. Debían llamar por sí o por no, es un deber ético y principalmente legal informar a una persona si le detectan una enfermedad como el HIV o Covid-19. El miércoles a la tarde por fin llegó el llamado.

“Hola, habla la doctora C… de la Fundación Huésped. ¿Podés hablar en este momento?” el tono de voz poco entusiasta de la mujer hacía presuponer que estaba preparando el terreno para comunicar una mala noticia. Algo no andaba bien. “El hisopado te dio positivo a Covid, vas a tener que comunicarte con tu obra social o ART. Desde ya que esto es excluyente para la prueba de la vacuna. Cualquier cosa que necesites estamos a tu disposición”.

A partir de ese momento empieza la búsqueda de signos en el cuerpo, algún síntoma imperceptible, la más mínima señal; y si no las hay reales, la sugestión crea alguna por aquí y por allá. “¿Esto es ser uno de los famosos asintomáticos?”, me preguntaba. “El sábado y ayer martes, que hice entrenamiento fuerte sentí un poco de cansancio, más de lo habitual, sin dudas debe ser por el virus. Por ahora la estoy sacando muy barata”. El soliloquio patológico-existencial se interrumpió cuando tomé conciencia de que el mayor riesgo no lo corría yo.

“¡Mis viejos!”, pensé con desesperación. Recordé que había comido varias veces con ellos durante los últimos días. El malestar orgánico que hasta ese momento había estado ausente, se presentó en forma de angustia al pensar en las pocas posibilidades que existen de no contagiar a un contacto estrecho con este virus implacable, que tiene una contagiosidad pocas veces vista.

Haber compartido la misma mesa incluso hasta unas horas antes del llamado hacía prever un desenlace poco auspicioso. Pero me agarraba de la esperanza que me daba ese hisopado oportuno, probablemente realizado cuando la carga viral era apenas detectable en mi organismo, y que activó las alarmas con algunos días de ventaja.

Luego vino una la larga espera aislado en una punta de la casa, aguzando los sentidos hacia dentro para detectar en mi organismo alguna señal de Covid- 19, que finalmente nunca llegó. Pero más alerta aun a cualquier cambio en la salud de mis padres, que encerrados en otra parte de la casa trataban de continuar su vida con normalidad. Por fortuna ellos tampoco sintieron los implacables síntomas de la enfermedad. El fantasma del Covid-19 se había alejado.

Si bien mi experiencia con la vacuna china se frustró, el destino quiso que mi postulación como voluntario tenga una retribución invaluable. Ese hisopado fortuito cortó de raíz una cadena de contagios que de haber seguido su curso natural, seguramente habría tenido un final dramático.