La autora de la siguiente historia no solo habla de su afición al tejido, sino que hurga en sus recuerdos para entretejer una serie de imágenes, por medio de las cuales no solo nos asomamos a la historia de Veracruz, sino que la seguimos en su recorrido personal por una afición, un arte, que la ha acompañado siempre.

 

 

María de Jesús Rojas Espinosa

Foto de Les Triconautes en Unsplash.

 

A los cinco años de edad me dieron una aguja capotera ensartada con hilo naranja, una tela de manta tensada por un aro de madera, de los que ya no hay. “Hijita, borda así”. Aún recuerdo que me pusieron a hacer el punto atrás. Era el regalo para las madres. No recuerdo si lo terminé. Tengo viva la imagen en la memoria.

Hilos, tijeras, agujas, reglas de madera, patrones, telas de colores, alfileteros tejidos de colores y diferentes formas de tela, rellenos de aserrín, máquinas de coser Singer, revistas de modas —que pesaban como ladrillos— de bellos modelos de ropa para toda ocasión; también las hay para bordar y tejer. Este es el mundo de trabajo de las artesanas, de las tejedoras, diseñadoras, modistas o costureras, al que ingresé desde pequeña por tener una abuela y una madre costureras.

En diferentes etapas de mi vida este mundo de colores ha estado presente. Con siete años de edad, estaba de vacaciones en una pequeña población pintoresca e importante por su historia, de nombre Río Blanco, Veracruz, de un clima frío por la noche y por la mañana, en el curso del día, hasta calor se podía sentir.

Los hombres se levantaban de madrugada para ir a trabajar a la fábrica textil que nació en 1892, operó por once décadas y dejó de funcionar porque su maquinaria, donde se producía mezclilla, se volvió obsoleta. Sus hombres sostuvieron una huelga que unió a todos los trabajadores del país, de ahí su historia.

El hombre obrero de aquellos tiempos de los años 50´s, vestía pantalones de mezclilla. A partir de los 70´s, se volvieron de moda y hasta las mujeres comenzamos a usarlos.

Esta historia es una bella remembranza, porque mi madre era comadre de Marcelino y Juana, él era obrero de esa fábrica y ella ama de casa, padres de nueve hijos; la mayor, Magdalena, era la ahijada; le seguía Marcelino, Minerva, Mario… era con los que jugaba al ir de vacaciones, luego dejé de ir y nacieron los otros y ya no me enteré. Lo curioso es que a todos les pusieron los nombres con “M”.

Ir a ese mágico lugar era jugar, hacer lo que no hacía en casa, vivir las costumbres de una familia ajena. Los sábados que el señor descansaba, nos sentábamos en torno a la mesa de madera de pino, gastada por el tiempo y la limpieza, a desayunar. Al centro de esta, yo veía una enorme cazuela de barro humeante de frijoles recién cocinados, que un día antes habían sido cocidos en una olla, también de barro.

Cada uno de los comensales recibía su porción de deliciosos frijoles negros; el primero, el señor de la casa. Además de este platillo tan mexicano no podían faltar las tortillas de maíz, que iba haciendo Juanita, como cariñosamente nombraban a la comadre.

Tampoco podían faltar las salsas: verde y roja, preparadas en molcajetes de piedra negra y ahí mismo se servían; el queso ranchero envuelto en hoja verde de plátano y carne asada, que se oía como chirriaba al ser servida en el plato. ¡Qué desayunos!

Pese a todo el trabajo de la casa que tenía Juanita, se daba tiempo para tejer, y yo la veía, no sabía qué hacía, pero yo, atenta a los movimientos de sus manos con el hilo y un gancho. Por fin me decidí a pedirle que me enseñara. No me hizo caso. Y literal, ese día la acosé.

Al día siguiente la perseguí desde que me levanté, no soportó el acoso y se rindió. Tomó un tubo de hilo mercerizado para coser en máquina y me dio un gancho igual de delgado. Así, a los siete años de edad, tomé entre mis manos ambos materiales y aprendí a hacer cadenetas, la base del crochet. Cuando llevaba un tramo se lo enseñé y me dijo: “sigue”. Así, todo el día tejí cadenetas.

Al otro día mostré los metros de cadenetas con gran orgullo, sin embargo, ante mis jóvenes ojos, vi como las desbarataba. Ella solo dijo: “has más cadenetas”. Yo de inmediato comencé a tejer más cadenetas, había hecho la promesa de que me enseñaría sin yo protestar. Ese día ya no la perseguí, solo tejí y tejí.

De nueva cuenta, al otro día, le presenté mi trabajo y ¡sorpresa!, me dieron otro hilo y otro gancho: me enseñó a tejer macizos, punto bajo o chato; pero las vacaciones llegaron a su fin. Mamá no volvió a llevarme a Río Blanco.

En la primaria me pusieron a bordar manteles en los tres primeros años, gracias a mi madre tenía una mesa de dos metros y medio, de ese tamaño era, obvio, ella siempre los terminaba. Mis tardes eran de hacer tarea y bordar, solo veía a los vecinos y jugar.

En cuarto año, otra vez, a bordar mantel, me encantó, era matizado. Usaba unas agujas delgadas, especiales para bordar, si la flor era amarilla, ensartaba cuatro agujas de diferentes amarillos, o bien, en color rosa. Pero también hubo tejido con la misma maestra de manualidades.

Cómo recuerdo a mi maestra: llegaba como a las doce del día, toda sudorosa. Sacaba su pañuelo y se secaba el sudor de su rostro. Comenzaba a llamarnos y ella me enseñó a tejer con agujas, hice una estola color rosa, que me quedó toda chueca. No sé por qué, pero me platicaba de su enfermedad. Ella era diabética, con ella sufría, porque decía que le hacía daño tomar agua. Imagínense, un calor del mes de agosto en Veracruz, que a veces alcanza los 39 grados de temperatura. En ese tiempo casi no se sabía de esa enfermedad y de cómo se curaba.

En quinto de primaria tejí un suéter para mí, además, un mantel. En sexto cambió la cosa: me enseñaron a cocer la ropa, hice patrones de ropa interior, me encargaron tela para un vestido. Hice el patrón a mi medida bajo la supervisión de la maestra, se cortó igual, pero en casa, mi madre cosió el vestido, rompió mi ilusión: yo quería usar su máquina. Pero el argumento fue que podía descomponerla y que era su herramienta de trabajo. Pude usar una máquina de coser hasta que yo me la compré.

Sus pensamientos eran de no verme trabajar en una máquina, me trató como princesa, cero quehaceres de la casa. Me llamaba a aprender a cocinar. Un día le dije a mi abuela: quiero hacer una sopa, y ella me enseñó. Visitaba a una señora que era mi vecina, de Puebla, para verla cocinar; recorría las casas.

Cuando nació mi hija compré un libro de cocina porque juraba y perjuraba que yo le cocinaría. Nunca lo he hecho como quería, por el trabajo; ella creció, aprendió y me hacía de comer.

Por años dejé de tejer, hasta que hace como 12 años me enteré de que mi sobrina iba a un grupo de señoras que todos los sábados por la tarde se reunían a tejer. Le dije que me llevara, invité a mi comadre. Pues comenzamos a tejer, nos aficionamos y no faltábamos. Éramos puntuales. Tejimos gorros, zapatos, chales, cojines, bufandas, mitones, collares, capas… ¡qué no tejimos!, todos estos trabajos con diferentes colores, lo mismo blancos que negros, así como rosas o rojos, verdes o bien cafés.

Como hemos dicho, Veracruz es un lugar de temperaturas variadas según la estación, que van del frío al calor extremo. Ahora se acostumbra a ir a las plazas comerciales donde hay clima, para hacer manualidades.

En la plaza Mocambo, en el área de comidas, los viernes y los sábados parece escuela de manualidades: en una mesa hacen bisutería y un chavo les enseña a hacer pulseras, aretes y collares. Ahí están las señoras con sus piedras multicolores ensartándolas; les cuento que algunas hacen este trabajo para completar el dinero de su pensión, que no les alcanza y de esta manera se ayudan, las menos lo hacen por gusto.

Otras tejen con agujas y ganchos, blusas y diversas prendas a partir de la enseñanza de una maestra. Pero, además de realizar las manualidades, se disfruta del chisme político (y el personaje de hoy es el “Peje”), de saborear pastelillos, del café americano, del lechero, del té chai, en fin, de todo lo que hay en las diferentes cafeterías.

Yo tránsito por todos los grupos y me reciben bien y participo de los festejos donde está el tamal, el pastel, el rico volován, el pambazo relleno de frijoles negros, queso y chile chipotle, la hojaldra de piña o jamón y queso, del grupo varias somos diabéticas, pero ahí comemos de todo.

Pero mi grupo favorito es donde está Guille, Isabel, Ceci, Dulce, Laura mi comadre, Elsa y yo; ahí tejemos amigurumis, una técnica japonesa que permite hacer peluches tejidos que hacen felices a los niños. Comencé a tejerlos por los hijos de mis alumnas, que para mí son mis nietos, pero como mis sobrinas me dieron tres lindas niñas, ahora a ellas les tejo muñecos y los publico en Instagram. Por la muñeca trapos me encargaron otra: se teje el cuerpo en verde, los ojos en forma de botón en negro y azul, el moño rosa y el cabello amarillo. Por WhatsApp le mandé la imagen a mi amiga Evelia, me respondió: “está fea”. Pero mis exalumnos que crecieron con Lilo y Stich me dieron varios “me gusta” y mi bella Alsatia, la sobrina nieta mayor, juega con ella y sus primas las cuatas también.