Con una muy poderosa prosa, bien construida, con hermosas imágenes, la autora nos lleva de la mano por un recuerdo de su infancia, engarzando habilidosamente eslabones de su historia, en el que no podía faltar la educación religiosa, los escabrosos secretos de familia y, al final la seguridad de que uno se construye su propia historia, más allá de las propias convenciones.

 

 

Minerva Mendoza

Foto de Antoino Lopez en Unsplash.

 

Un cielo lleno de estrellas y un campo habitado por luciérnagas, un arriba y un abajo llenos de noche y de luz fue la imagen que me desdoblé del origami de mi infancia. Una vez puesta a recordar, otras tantas imágenes se desdoblaron mostrando las marcas de sus dobleces en mí, pero me detuve en esta, inspirada, tal vez, por la bracita del cigarro que me iba yo fumando, mientras calculaba en el pensamiento qué escribir, y, a lo mejor, porque me pareció lindo, tierno, que por ahí en la contemplación de esa noche en la montaña, se me sembrara sola y desde lo sentido la forma del Dios que me construiría en la adultez.

 

La primera esquina de esta imagen se llama Satanás.

Un día de mis 9 años, mi madre, tan llena de buenas intenciones para con sus hijas, mi hermana menor y yo, decidió que era hora de mandarnos al catecismo para que pudiéramos hacer nuestra primera comunión. Así, mi madre tramitó lo tramitable, y cada sábado, durante algunos meses, que, calculo, bien pudieron ser tres, seis, o vaya uno a saber, fui junto con mi hermana al catecismo.

Tan aplicada y obediente, como se pueda imaginar, me dispuse a ser una buena católica, y a seguir, ciega, sorda, muda, coja y manca, todo lo que mis catequistas me dijeran que era el camino de la virtud; y así, como quien entra a la casa sin ser invitado, pero sin grandes escándalos que provoquen alarma, apareció Satanás en mi vida.

Dios había llegado antes de forma apenas dibujada y muy poco comprensible en el “Padre nuestro que estás en los cielos” para ir a dormir, en el nombre  del Padre, de Hijo y de Espíritu Santo para tocarle la puerta y decirle “buenas noches”, en la cartita al niño Dios, pero el Señor del Averno, el Amo de las Tinieblas, ese, cuyo nombre no debe pronunciarse y que a todos mal aconseja para conseguir la perdición de nuestras almas, ese, que hasta entonces solo había sido un personaje de las películas de terror a las que me había vuelto fan gracias a la credencial del video club que mi mamá, insisto, tan llena de buenas intenciones, nos había dado permiso de tener y administrar libremente a mi hermana y a mí, cobró dimensión y forma fáciles para mi imaginación y mi entendimiento. Entender al Diablo resultaba más fácil que entender a Dios.

En medio de clases de catecismo que nomás no entendía por más esfuerzo que pusiera, un sinfín de dibujos del Antiguo Testamento, boletitos de asistencia con valor monetario para pagar con ellos en alguna kermes equis del templo, y pintas con mis amigos a la unidad deportiva de la colonia, me aprendí de memoria las oraciones aprendibles, las respuestas contestables para las cien preguntas del librito del catecismo y todos los mandamientos para, al fin, el 10 de mayo de mis 9 años hacer mi primera comunión en la Parroquia de Santa Sofía, y poder así empezar a entregarme devotamente al catolicismo para al final, con mucho trabajo y sacrificio, convertirme en una santa, porque, sépase, a mí me dijeron que de eso dependía la salvación de mi alma, y yo aceptaba que al morir, como a eso de los 100 años, bien pudiera irme al purgatorio un rato, pero por supuesto que claro que desde luego que no al infierno.

La idea de Lucifer y sus mil trampas se convirtió en una especie de paranoia y cerrazón que atrapó mis días con sus cosas, pero sobre todo mis noches con sus pensamientos, y así llegué a mis 10, a mis 11 años, sintiendo que mi mente, mi corazón, mi cuerpo y mi alma estaban habitados por el pecado, por todos los pecados, los veniales y hasta uno que otro mortal, como ese que tiene que ver con matar, porque yo mataba zancudos y cucarachas, y porque, además, comía animales que alguien más había matado y ya saben, se peca en pensamiento, palabra, obra y omisión, y “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”, y esto solo es un algo qué decir, porque casi a diario yo podía descubrirme en la mentira, en la envidia, en la pereza, en la gula, en la lujuria, la vanidad, y aunque a la ira, la soberbia y a la avaricia no las entendía bien, estaba segura de que tan mala persona como era yo, seguro que también andaba así yo por la vida. Todo empeoraba cuando me ponía a sacar las cuentas de las misas a las que no había ido, de las confesiones a medias que había dado y las comuniones en pecado que había aceptado, ya no se diga de mis faltas con los días de guardar. Sin darme cuenta, yo ya me había construido mi propio infiernito y mis torturas personales.

 

La segunda esquina bien podríamos llamarla Vía láctea y las luciérnagas.

En un cerro de la montaña michoacana está la Rosa Blanca, un rancho más grande que chico en donde creció mi mamá. No íbamos mucho porque, bueno, las familias tienen sus truculencias y entre las de mi familia materna había una hija, mi madre, con demasiada belleza y un padrastro, el suyo, con demasiada lujuria, pero el amor de mi madre por su madre, mi abuela, y la muy mala vida con su esposo, mi padre, la animó a viajar en muy contadas ocasiones hasta aquel lugar lejano, montada en su amor y con nosotras, sus hijas, iba, digámoslo así, resguardada a ser feliz por unos cuantos días a ordeñar y besar vacas, bañarse en algún río con agua más helada que fría, y a reírse, desde su amor, de lo ridículamente citadinas que eran sus hijas, mi hermana menor y yo.

La vida allá era de otro mundo, todo era de otro tiempo, de otro modo, con otro ritmo, todo sabía y se veía distinto, y era tanta su hermosura que no había, no hay manera de permanecer ahí un par de días para luego regresar a la ciudad siendo la misma persona. No había energía eléctrica, ni baño o regadera, gas, y las cosas tan cotidianas como un refrigerador, una estufa o una lavadora eran casi un absurdo. Y aunque mis sentidos sí daban para apreciar la hermosura del bosque, aquello para mí, casi era sólo un sacrificio y un aburrimiento de muerte, pero ahí, en medio de una total oscuridad se iluminó acá, como a la media vuelta de este doblez de mi corazón, un algo que, asustado, se había metido debajo de las cobijas en espera de la condenación eterna.

Entonces, una noche, una presión en la vejiga me despertó y me obligó a salir con urgencia; fui en busca de un arbusto cualquiera que salvaguardara una privacidad que no necesitaba ser salvaguardada de las ranas o los animales de la noche y me alejé apenas un poco de los dos cuartos que hacían de casa. Desahogada, de regreso al cuarto, casi por accidente, un cielo estrellado pronunció mi nombre para que volteara a verlo, me detuve para mirar hacia arriba, vi las estrellas, eran miles, millones de luces mirándome a los ojos, unas, se agrupaban en una franja que atravesaba el cielo y yo, ingenua, llena de sorpresa, solo alcancé a pensar en dos palabras “vía láctea” que me habían enseñado en la escuela, pero aquel pensamiento no expresaba lo que más adentro de mí se iluminaba, pasaron lo que bien pudieron ser apenas unos segundos o minutos ¿cómo saberlo?, las estrellas y yo éramos una sola cosa, un algo pronunciado en una sola palabra, después, delante de mis ojos, mirando un poco hacia el horizonte, cientos o miles de luces aparecieron, eran pequeñas lucecitas intermitentes sobre el campo, otra vez, ingenua, sólo atiné a pronunciar otra palabra aprendida, “luciérnagas” me dije, mientras acá, adentro, lo iluminado echaba sus raíces. Lo demás, lo que seguro siguió a esa noche y esos días, ya no lo recuerdo.

 

Tercera esquina, Dios de las luciérnagas.

Esto a dónde voy es más largo en el tiempo, pero más corta en cuento. A los 14 años renuncié a todo lo que oliera a catolicismo y juraba, casi en nombre de Dios, que era atea, pero a los 22 años, casi como en un paseo por el bosque de mi infancia en la montaña, de a poquito y sin darme mucho cuenta, me puse a construirme un Dios a la medida de mi corazón cariado, uno que no termina de expandírseme y, a veces, de contrariarme, profundo y complejo, pero del que tal vez no venga mucho al caso hablar aquí, porque a final de cuentas, este cuento que me traigo es sólo para contar, que ahora, desde este acá en donde estoy, desde esta orilla en que desdoblo, sé que la contemplación de esa noche iluminada de la infancia, esas luces de allá arriba y esas luces de allá abajo, me sembraron en el silencio, en la soledad, y en mis noches oscuras, a mi Dios de las luciérnagas, un Dios que había bajado del cielo a poblar el campo para regalarme en el horizonte la divinidad de las estrellas, eso, o esto es sólo una historia bonita que me voy contando para espantarme al diablo cuando me salgo a fumar a media noche a la calle y no veo estrellas en el cielo.