La siguiente crónica es una hermosa estampa de un lugar como pocos, ubicado en el hermoso puerto de Veracruz: La Huaca. La autora, que ha vivido ahí toda su vida, nos relata no solo sobre cómo ha evolucionado, sino que además nos ofrece una serie de estampas verdaderamente hermosas y casi podemos sentir el sofocante ambiente y el olor a mar.
Arely de Jesús González Solís
El puerto de Veracruz puede ser definido de diferentes maneras: histórico, heroico, alegre, caluroso, ruidoso, cumbanchero, tradicional, sin duda, y al mismo tiempo un lugar en búsqueda de la modernidad que las grandes ciudades deben de tener. Aun con todo esto, hay un dejo de apapacho en cada una de sus calles que, sospecho, tiene que ver con el aire caliente y salado que nos arroja el mar, un aire de camaradería, calor de hogar, notas musicales y olor a comida, ¿o es acaso solo por mi barrio?
La Huaca es el lugar conocido por excelencia por cada jarocho, aunque nunca se hayan parado por ahí. Su nombre, se cree, fue dado así por la negra “Huacara” que vendía carbón, aunque también se lo atribuyen al dios de la muerte peruano. Al ser el primer barrio formado fuera de la muralla, es igual de histórico que el resto del puerto y se ha ido ganando su propia y única fama, como lo ha logrado Tepito o La Lagunilla, o cualquier otro barrio que se pudiese nombrar. Formado por esclavos africanos hace más de 300 años, ha pasado por diversas etapas: barrio nuevo, siempre pobre, nunca de ricos, de madera, con río, sin río, participante de batallas nacionales e internacionales, vio el fin de la muralla y fue testigo del inicio de la modernidad, ha recibido a presidentes, artistas y hasta al mismísimo Papa Juan Pablo II. Generaciones enteras se han formado en estas calles, cientos jugamos entre sus patios y callejones y lo recorrimos a pie demasiadas veces, ya que es una zona relativamente pequeña. Yo vivo al límite del barrio.
Estamos hablando de un área de aproximadamente cinco kilómetros que se recorren a pie tranquilamente. El punto obligado de partida es el mismo centro de la ciudad, la entrada a la avenida Independencia era el lugar marcado en la antigua muralla como la puerta de la Merced, justo donde terminaba la ciudad, encuadrada ahora por el monumento al tranvía del recuerdo, el parque Zamora y la Iglesia del Cristo del Buen Viaje, donde pasar a persignarse es obligatorio; el panorama te transporta mágicamente a varias dimensiones, en la primera de ellas puedes darte la idea y apreciar un retrato fiel de la antigua Habana: casas desvencijadas hechas de madera sobrante de los antiguos barcos que llegaron al puerto, adosadas con sus tejas de barro, pero pintadas de colores sumamente fuertes o con grafitis especiales que denotan que fueron renovadas para que se mantengan las fachadas tradicionales, donde el agregado aquí radica en que cambiamos el mojito por cerveza, picadas y gorditas. Gente conviviendo y jugando ajedrez o dominó en cada esquina. El callejón Toña “la Negra” es su principal exponente, con las estatuas de bronce del “Flaco de oro” y de su Negra preciosa como eternos guardianes de esas rumbas históricas en su “plaza de la alegría”, las abuelas afuera de sus casas tomando el fresco en sus sillones de estilo tlacotalpeño de madera gruesa o en las bancas metálicas distribuidas a lo largo del callejón, músicos alegres haciendo del barrio un lugar más ameno, chiquillos corriendo por todo lo largo, chicos tratando de enamorar a las chicas, vendedores de todos los antojitos posibles con mesas fuera de sus casitas y algunos comensales disfrutando; agreguen por ahí a la señora dirigente de la asociación de vecinos que generalmente no tiene nada qué hacer y que insiste en saber si pasas por ahí de casualidad para tratar de agarrarte desprevenido y aprovechar a contarte que ella sabe todo de todos, te enumerara cuántas veces ha participado en fotos y videos de artistas internacionales, y si hay algo que hacer, a ella es a la que hay que pedir permiso. Tan no tiene nada que hacer la señora que se ha organizado a todos para innovar con nuevos festivales gastronómicos, en honor a las gorditas y las picadas, que ya son patrimonio alimenticio de México y permiten involucrar a todo el barrio a que se une para complacer a la mayor cantidad de comensales hasta hartarse, cerveza incluida.
Cuando caminamos en dirección hacia el mar, siguiendo el antiguo borde de la muralla, encontramos los caserones de tinte francés y español; las viejas mansiones de lujo con sus acabados rebuscados, grandes ventanales cerrados con toques de madera y con florituras que ahora se fusionaron con el paisaje, se dieron ya fuera del barrio y fueron convertidos en oficinas y hospitales, delimitando claramente el borde del barrio como símbolo inequívoco de su época y del paso de Francia y España por estas tierras. Si continuamos al sur, deberás pasar sin dudar por la zona “peligrosa”, como todos los buenos barrios, sus épocas de peligro fueron las más comentadas: las grandes pandillas y flotas se juntaban en sus patios, todos eran familia, se conocían, sabían dónde vivías, familiar de quién eras y con base en eso decidían si cuidarte o llevarte a la perdición, si así era preciso.
La zona de patios sigue de pie, aunque algo desvencijada y ya no tan intensa como en antaño sucedía, todas sus generaciones peligrosas se mudaron hacia los modernos fraccionamientos, aunque todavía -cuando es preciso- se reúnen a cuidar al viejo barrio; prueba de ellos es que hace unos años los saqueos se hicieron presente por toda la ciudad, cientos de locales fueron robados y destrozados al norte y sur de la ciudad; el viejo barrio hizo alarde de su fuerza, las palomillas se unieron a cuidar las tienditas, restaurantes, oxxos, casas, a la gente que pasaba por la calle, todos estaban en cada esquina reunidos esperando a ver por dónde llegaba la llamada de auxilio, la Huaca salió una vez más casi intacta (con los saqueadores del Chedraui no pudieron). Igual sucedió cuando el huracán Karl: todos salieron de sus casas, escobas en mano, a ayudar a los vecinos. Cientos de picadas fueron hechas y repartidas, botellas de agua se distribuyeron junto con cientos de cervezas. Mi cuadra no fue la excepción: en esa ocasión se desgajaron los árboles tapando todas las alcantarillas y dejándonos inundadas; el vecino más delgado que teníamos saco una barreta metálica que era del doble de su tamaño y destapó a mano cada alcantarilla de concreto que tenía la cuadra para que se desaguara toda, el resto de nosotros nos dedicamos a recoger las ramas y hojas para poder librar el paso por las calles. Recuerdo a los coches logrando pasar y a la gente darnos ánimos con aplausos (quién lo diría).
Vivo en el límite sur del barrio, literalmente a la cuadra siguiente pasaste de la colonia Centro a la colonia Zaragoza. El Parque Ecológico marca el punto final y más alejado de la zona con todo y sus gatos, la antigua fábrica de chiles, que ahora es una sucursal de Price Shoes y su “castillito” en la esquina que delimitan muy bien la zona. Por aquí el asunto pinta más civilizado: hasta hace un par de años todavía existía una sección de la calle con un patio completo, de casas de madera antigua, que me tocó ver destrozado por las maquinarias industriales a pesar de la lucha que emprendieron todos los vecinos, donde hasta al INAH arrastraron sin éxito alguno. Los trascabos acabaron en una noche con el patio antiguo y sus habitantes debieron despedirse del barrio muy a su pesar.
Mi familia ya se posiciona como una de las más viejas de la cuadra. Me tocó crecer con el olor vespertino a chiles en vinagre que producía la fábrica “El Faro” y el de las donas y pelonas que se hacían en la panadería, a la vuelta de la casa. Pude asistir al antiguo cine Veracruz (recuerdo haber visto por primera vez Batman en ese cine), que se volvió ahora TV Azteca y un Elektra que todavía cada tormenta eléctrica se hace destacar por su pararrayos que hace retumbar casi a la colonia completa. Fui testigo de los chicos que se ponían a jugar futbol y agarraban la puerta de la cochera como portería (mi abuela juraba que hasta el perro salía a jugar con ellos) y las últimas fiestas que cerraron toda la cuadra, ya que no pasaban tantos automóviles. Crecí completamente en este barrio, aunque siempre contemplada como una de las niñas buenas del grupo; la secundaria me permitió recorrerlo de punta a punta al lado de grandes amistades, jugué basquetbol en sus canchas, comí en sus famosas antojerías; mi abuelo vivía en uno de los patios y todos sabían que yo era la nieta de “Toninho”, automáticamente eso me hizo familia de una de las palomillas y significaba que era cuidada por medio barrio cuando salía de casa hacia la escuela, a mis clases de música, a casa de mis amigos o hacia el parque. Todos me conocían de vista al menos y si cometía la osadía de aparecer en otro patio por casualidad, no faltaba alguien que llegaba a mencionar que me conocían: siempre sonaba importante.
Ser familiar de la palomilla tenía sus ventajas, cada que salía de la escuela, las mismas personas vigilaban que pasara más o menos en el horario habitual, si algo llegaba a suceder, había puntos intermedios a los que podía siempre recurrir. Eran bien sabidos y conocidos dónde y quiénes tenían y distribuían las sustancias ilegales en el barrio, a pesar de eso jamás nadie nos llegó a ofrecer a mi y a mis amigos nada más fuerte que un refresco, y ni mencionar el hecho de fumar. Los amantes de lo ajeno eran ampliamente conocidos, por eso tenían pacto jurado de no tocar cosas de algún integrante del barrio, tampoco hicieron intentos por asaltarnos a pie de calle, los veíamos a todos y ellos nos veían, pero nos dejaban seguir de largo y hasta nos saludaban. En una ocasión, a mis escasos 16 años, me dieron permiso de ir a una de las fiestas de la Escuela Náutica Mercante, la emoción de ver a esos cadetes hizo que todo valiera la pena, salí de ahí con mis amigas a las 3 de la mañana y nos atrevimos a irnos caminando alrededor de unas 10 largas cuadras hasta mi domicilio, cosa que hoy en día no sería prudente hacer, pero en aquel entonces, caminamos sin ser molestadas y alegremente, a pesar de la hora.
Las grandes tradiciones se forjaron por estos corredores. En sus casitas los músicos hicieron resonar hermosos acordes de los primeros danzones mexicanos, se les dio el alcance de crear “La Rama” para entretenimiento previo a la Navidad y vistieron a un viejo para cada año no dejar pasar la rumba del año nuevo. El carnaval surgió de las divertidas cumbanchas y todo el barrio tiene aún injerencia en ello. De las grandes palomillas surgieron las ahora antiquísimas comparsas, junto con los famosos y populares “reyes feos” para el carnaval, que hasta el día de hoy practican durante meses y desfilan cada temporada sin falta. A mi abuelo nunca se le cumplió el sueño de ser rey del carnaval (el asunto sale caro), solo llego a bastonero de la corte, pero cada año tenía que mandar a hacerse su traje especialmente diseñado para él, nunca fue vestido igual al del resto de las comparsas. Todos teníamos que ver, irremediablemente, en algo carnavalesco: si no desfilabas, tenías que preparar todo para los grandes paseos. Yo desfilé varias veces vestida de diferentes trajes típicos, tanto jarochos como de otras culturas y participé en las cortes reales. Mi hermana también desfiló: a ella sí le tocó el chance de ser reina de su escuelita, el abuelo no resistió la tentación de autonombrarse guardaespaldas real y salió a desfilar con ella y todos los niños, ataviado con sus gafas oscuras, su boina negra decorada con escudos de armas, su traje de piel estilo guarura y sus múltiples adornos que le daban ese toque especial; él disfrutó ese desfile mucho más que mi hermana, me trevo a asegurar.
Ese fue el último desfile en el que participó, los años de pertenecer al club de alcohólicos no muy anónimos pasaron su factura y tuvimos que obligarlo a entrar al retiro de las fiestas carnestolendas; eso no lo detuvo mucho, no se perdía los fandangos, los papaquis y los desfiles grandes, aunque fuera por televisión e incluso cuando falleció, lo hizo precisamente en lunes de carnaval. Su funeral fue todo lo que uno generalmente no espera de esta clase de eventos: media Huaca llegando a ofrecer las condolencias con harta comida en mano, las dolientes y rezadoras por un lado llorando, arrojándose al suelo con los brazos levantados, implorando algún perdón, y del otro sus hermanos y primos tomando, fumando y gritando afuera de la funeraria, escenas bélicas pero dignas de la telenovela de éxito: gritos, golpes y el resto de la gente viéndonos a mi mamá, a mi hermana y a mi observarlo todo como partido de tenis, de un lado para otro y reírnos con carcajadas nada discretas. Fue un gran funeral definitivamente, digno funeral de “Toninho”.
Son estas cosas las que nunca dejarán que olvide el barrio, incluso si algún día llego a mudarme, los mejores antojitos se hacen aquí, así que tendría que volver y todavía encuentro gente que nos saluda de viejos vecinos cada que entro por alguna causa al punto central de la Huaca. La zona tiene cada vez menos familias y más negocios, pero nos mantenemos unidos tanto como podemos, aunque no faltan las peleas entre los vecinos y algunos nuevos que se animan a vivir en el cuadro central de la cuidad. Ningún accidente vial deja de pasar desapercibido, todos los llamados de ayuda son atendidos. Las torres de vigía humanas seguirán funcionando hasta donde sea posible y nos informarán a todos para seguir siendo el barrio fuerte, al menos para nosotros. La cercanía con el mar nos provee de la atmosfera adecuada que insiste en hacernos salir por las tardes a tomar el fresco, a pesar de la hora del mosco (es un hecho comprobado), la luna llena nos da panoramas bellísimos y ahí veo que Agustín tenía tanta razón con sus cuentos de pescadores, noches cálidas y rumberas y sus palmeras con ojeras y borrachas de sol, adornando toda la ciudad, porque eso sí, seremos escandalosos sin duda, pero cada noche hacemos la parada obligada para escuchar el mar, ahí es donde sí entra perfectamente la melodía: “Noche tibia y callada de Veracruz…”