Ser médico es quizá una de las tareas más demandantes, pero, además, una que conlleva una serie de emociones -de la tristeza a la alegría- intensas y desbordantes. La autora de la presente historia nos cuenta un día de su vida y nos deja asomar un poco a ese mundo; además de indignarse por insensateces como la desaparición del Seguro Popular y otras cosas.

 

María Teresa Mireles

Foto de Chris Ainsworth en Unsplash.

 

Hoy sentí muchas ganas de llorar. Fue un día de esos que drenan toda tu energía. Un día que me succionó el alma al punto de quedar tan desgastada como después de lactar gemelos prematuros —cosa que aguanté solamente cinco meses y alternando con leche de fórmula.  Un día de esos, en los que el cielo se nubla y la boca te sabría a sal por las lágrimas derramadas, de no ser por el maldito cubrebocas N95, que se las tragó —antes de que mi mano pulcra por el alcohol en gel pudiera sortear el plástico de mi careta— y que no me dejó ni aspirar mi perfume favorito, cuyo aroma, inconscientemente, me ayuda a pasar un mal trago; me dejó a cambio el olor a pasta de dientes y bacterias bucales en constante reproducción de mi propio aliento, mezclado con el del polipropileno electrostático.

 

Cuando mi esposo me vio llegar, a las nueve de la noche, y le conté brevemente lo que había sucedido, me concedió el quedarme sola en casa mientras él se iba con los niños a cenar a la cochera de sus papás, una cena “juntos” pero de lejos, con cubrebocas y una línea divisoria marcada con sillas de metal, para que los gemelos no sobrepasen la sana distancia.

 

Me cambié de ropa, prendí el aire acondicionado y el televisor, pedí cena a domicilio y me puse a acariciar a mi cada vez más canoso basset hound, que ocupa siempre el lugar de mi marido en la cama cuando él no está.

 

Mi lunes pintaba para ser uno más de los de esta pandemia, en la que el trabajo ha amainado y me prometía salir de casa tan solo por un par de horas a atender dos pacientes, una de ellas, esposa de un buen amigo, a quien el resultado de la biopsia de la “bolita” en su seno nos sorprendió a todos. Esperábamos el reporte de un tumor benigno y fue grande mi sorpresa al platicar con la patóloga y enterarme que se trataba de un cáncer extremadamente raro. Me preparé durante todo el fin de semana para esta consulta, que, sin duda, sería difícil. A pesar de mis 12 años de preparación académica, los nueve años en el ejercicio de mi práctica profesional de alta especialidad y las ya incontables veces en que he dado una mala noticia, no es lo mismo decirle que tiene cáncer a un desconocido, que, a un amigo, menos a un colega, mucho menos cuando se trata de un caso tan poco habitual y para el cual tuve que revisar la escasa literatura médica reciente y comentar el asunto con varios médicos.

 

Llegué al consultorio #3 del piso 14 del Hospital Zambrano Hellion, después de presionar cuatro veces distintos botones del ascensor con el codo derecho cubierto por mi bata blanca —cuya blancura nunca será tan relucinete como la de los comerciales de detergente por más que la talle—, hacer varios rodeos protocolarios que intentan dar sentido de amplitud a los reducidos espacios en que la gente aguarda para ser transportada de un lugar a otro dentro de un nosocomio, pasar por un filtro de toma de temperatura con termómetro infrarrojo —que ojalá hiciera desaparecer algunas sinapsis tan recorridas por mis neuronas—, de alcoholizarme las manos al menos en cinco ocasiones en el trayecto, salir del elevador, atravesar el recinto a cuya izquierda se lee en letras metálicas con acabado mate: “Centro de Cáncer de Mama” y que quedan frente a la sala de espera que semeja el lobby de un hotel; saludar a las cinco recepcionistas con la mano derecha y una voz que se empeña en no perder sonoridad, a pesar de tanto artilugio cubriendo mi rostro, el suyo y de las múltiples pantallas de acrílico que las separan de las pacientes en su espacio de trabajo; pasar a través de una puerta de cristal con picaporte de metal —que solo se puede abrir después de pasar tu gafete electrónico sobre un rectángulo negro a su derecha— y recorrer otro pasillo minimalista color crema que separa el área de distribución, de los consultorios médicos.

 

Antes de cualquier otra cosa, tomé una toalla clorada del recipiente colocado en la extensión lateral izquierda de mi blanco escritorio y realicé la rutina de limpieza de superficies que me ha dictado mi TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo) y que se ha convertido en una tarea mecánica los últimos seis meses, para sentirme menos amenazada. Me senté en la silla giratoria ergonómica de malla gris, ajusté la altura y me dispuse a preparar los expedientes electrónicos de las pacientes a recibir.

 

La consulta de Gaby sucedió como lo había planeado. Por el hecho de ser médicos, ella y su esposo conocían de antemano el resultado, así que al momento de darles la noticia no les sorprendió tanto, aunque las lágrimas no dejaron de correrles por el rostro, las palabras hicieron pausas prolongadas mientras se intentaban ordenar los pensamientos, y los ojos inyectados y los párpados hinchados dejaban ver que la tristeza llevaba al menos un par de horas embargándolos. Tuve que mantener la compostura, sin dejar de mostrar empatía y comprensión. Platicamos del diagnóstico y les expliqué los pasos a seguir, mirándolos a los ojos; les dediqué con paciencia los diez minutos que requirieron para aclarar dudas y al final los abracé a ambos, uno a la vez, sin importarme el jodido COVID. 32 años de edad y un diagnóstico de cáncer son una combinación que me es imposible no abrazar.

 

Lo que no me esperaba era la sucesión de acontecimientos durante la consulta de la segunda paciente en mi agenda. En el evento de mi calendario telefónico se mostraba la siguiente información: Mayra, 34 años, consulta de primera vez, antecedente de cáncer de mama derecha, tratada en 2017 a través del programa de la Fundación TecSalud en convenio con el apartado de Gastos Catastróficos del recientemente extinto Seguro Popular —en donde atendí al menos 100 pacientes en los últimos cuatro años—, motivo de consulta: vigilancia, revisión semestral rutinaria que dura cinco años, en donde nos aseguramos que no hay una recurrencia de la enfermedad. Imaginé que la consulta duraría 20 minutos y terminaría con tonos de voz tranquilizadores y aliviados, mucho gusto en conocerte, te veo en seis meses para tu siguiente revisión.

 

Mayra y su esposo entraron y se sentaron, mientras yo me ponía de pie y les daba la bienvenida con amables ademanes. Pregunté su motivo de consulta, que, aunque ya lo tenía registrado en mi agenda, eso me permite romper el hielo con una escucha activa que les da a mis pacientes la certeza de que no soy un robot extractor de información esencial —las dejo explayarse, cosa que por lo general dura menos de cinco minutos. Comencé el monótono interrogatorio orientado de mi especialidad y no me gustaron dos cosas: 1). En el caso del cáncer de Mayra de 2017 se logró identificar que el origen fue una mutación genética de BRCA1, es decir, un cáncer hereditario y, 2). Al llegar al apartado de los síntomas, Mayra me explicó que en su mama izquierda sentía “como que algo brincaba”, al momento de palparse, expresión utilizada por muchas pacientes y que en la mayoría de los casos acaba siendo algo sin importancia.

 

El único cáncer de mama que se puede prevenir es el que va a suceder debido a una mutación genética, identificada en la paciente, antes de que el cáncer suceda. Y ahí estaba Mayra, con un riesgo muy elevado de tener un segundo cáncer de mama en el seno contralateral, una mutación identificada, ninguna acción preventiva y “algo que le brincaba” en su seno izquierdo.

 

Revisé a Mayra. Lo que le brincaba era una masa de 5.5 cm. La mandé a hacerse una mamografía y un ultrasonido en ese momento y regresó con un espantoso BIRADS 5: alta sospecha de cáncer, se recomienda biopsia, arriba del 95% de probabilidades de tener otro cáncer, ahora en la mama izquierda.

 

No hace falta decir que la biopsia salió positiva. Mayra tendrá que pasar nuevamente por un esquema completo de quimioterapia, una doble mastectomía ¡sin reconstrucción!, con resección de ganglios axilares, 25 sesiones de radioterapia, la pérdida de su cabello, la incertidumbre de una vida futura en la cual añora ver crecer a su hija de 9 años, quien antes de llegar a la consulta le suplicó que no volviera a pasar por los tratamientos; el tangible, universal y polifacético miedo a la muerte, la culpa por no haberse podido quitar el otro seno antes por motivos económicos y el ahora agregado asunto de dónde, cómo, con quién y con qué dinero tratarse.

 

Al darle el resultado unos días después, su voz se quebró y comenzó a llorar, se retiró el cubrebocas no sin antes pedirme permiso de hacerlo. ¿Cómo negárselo? El llanto se hizo más pronunciado, no después de platicar de todos los tratamientos por los que tendría que pasar nuevamente, sino en el momento de preguntarle si tenía IMSS o algún seguro de gastos médicos mayores y responderme con una negativa. “Esto es a lo que le tenía más miedo doctora, ¿dónde me voy a tratar?”, me dijo en un tono de voz que denotaba desconsuelo, mientras se sorbía la nariz y se la limpiaba con un pañuelo desechable a punto de deshacerse por tanta humedad contenida, con una mano que sostuve entre las mías, sin importarme el jodido COVID. 34 años, cáncer de mama por segunda ocasión, ausencia de un seguro de gastos médicos, extinta la atención gratuita en el mejor programa que ha existido para tratar cáncer de mama en todo el norte de México y falta del recurso económico para pagarla de su bolso, son una combinación que me es imposible no tocar.

 

¿Qué le digo a Mayra? ¿Que va a estar bien, como me pidió que lo hiciera, cuando ese cáncer que era prevenible está ahora en una etapa 3 y es agresivo? ¿Cuando el pronóstico es sombrío? ¿Cómo le miento viéndola a los ojos y tomándole su mano húmeda por las lágrimas y los mocos?

 

¡Por qué chingados nadie paga una cirugía reductora de riesgo en este país con la excusa de que es una mama sana! Pues sí, ¡es una mama sana en ese puto momento, pero después no! ¡Después significa enfermedad! ¡Después significa muerte! Después significa, bajita la mano, 200 mil o 400 mil pesos en tratamientos, si es un cáncer como el de Mayra, millones de pesos si es de otro tipo, millones que alguien va a tener que pagar. Por eso el apartado de Seguro Popular que cubría estos tratamientos se llamaba “Gastos Catastróficos”. ¿En qué jodida cabeza cabe desaparecer el Seguro Popular de un día para otro?. Ya ni para qué hablar de por qué solo los seguros de gastos médicos mayores pagan una reconstrucción mamaria en nuestro país.

 

¿Fracasamos como médicos?, ¿como institución?, ¿como sociedad?, ¿como gobierno?, ¿como país? ¿Que no se supone que la salud es un derecho? ¿Que el enfoque preventivo es el estandarte?

 

¿Fracasamos? ¿O podemos hacer más? ¿“Sana” distancia? ¿Qué le digo a Mayra? Le dije una frase que en mis nueve años de práctica como especialista en cáncer de mama nunca me habría imaginado decirle a una de mis pacientes: “consigue IMSS”.