¿Se trata de un viaje? ¿Un recuerdo de infancia? ¿La muerte de su abuelo? Esta crónica podría ser sobre muchas cosas; lo cierto es que es poderosamente hermosa y rica en historias, en imágenes, que seguramente nos parecen tan cercanas, porque la historia bien pudiera ser la de cualquiera.

 

 NoHilda

 

Una flecha cruza el cielo para herir a la nostalgia. Y, sin embargo, la revive. El cielo ha llorado, anticipado y angustiado por la pena. Y la tierra ungida en aquel llanto enternece a cada paso.

Con esas alas punzantes y cortantes las golondrinas abren heridas que creíamos cicatrizadas. Pájaros de tristes suplicios, cortan las venas de los vientos. Abren, cual escalpelo, la piel del tiempo. Y nosotros, bajo aquellas gotas de presente, cimentamos nuestra propia muerte.

 

La tierra roja estaría acumulándose sobre el féretro. Terrón tras terrón, esa tierra roja que en mi infancia se apelmazaba en las suelas de mis zapatos haciéndolos más grandes y más pesados, ese día estaría maciza sobre el cajón de mi abuelo. Hay un compromiso entre la vida y la tierra, una suerte de préstamo o intercambio entre una y otra.

 

Ramón Amézquita nació y creció en La Capilla de Milpillas, trabajó en Estados Unidos, se casó y tuvo siete hijos en Guadalajara; luego, su cuerpo regresó a su lugar de origen para ser sepultado.

 

La tierra de La Capilla es de un color sangre que no termina de secarse. Una sangre materna que no terminó de cortar. Uno o dos insectos se mueren lentamente en el parabrisas de los coches cuando uno va entrando por la carretera recién pavimentada. Cuando era niña, el número de muertes quizá superaba las tres cifras, y ahora ya ni siquiera nacen.

 

Para mis años de secundaria y preparatoria, ir a La Capilla significaba una huida. Y huir de mí era lo que más me gustaba. En ese lugar nunca era Hilda: era la nieta de Ramón, la sobrina de Salvador o la hija de Rosendo. Estar detrás de otro nombre me hacía sonreír sin tantos miedos. La nieta-sobrina-hija de alguien podía andar por todo el pueblo con la incomodidad y —también— con la seguridad de saberse observada. Al ser un pueblo pequeño, no solamente todos se conocen, sino que todos conocen la vida privada de los demás. Si hacía algo mal, todo el pueblo se daba cuenta primero antes que yo. Luego, me mandaban avisos a través de las miradas. Un piercing nunca fue tan popular en otro lugar, nunca fue tema de las miradas inquisitivas en misa de seis.

 

Mi abuelo siempre llegaba al pueblo antes que nosotros, pero el día de su entierro todos llegamos antes que su cuerpo. El día ocho de diciembre es la gran fiesta de La Capilla. Nadie en su sano juicio duerme más de tres horas. Después de Mazamitla, es el lugar en el que mis huesos más se han comprimido de frío. Mi abuelo llegaba desde el día cinco, y para mi cumpleaños —que es el seis— él estaba en su pueblo (yo haría lo mismo). En cada casa de La Capilla tenía un conocido y en cada casa tenía algo que saber, algo que preguntar o algo que callarse. Nunca lo vi platicar, siempre escuchaba. Asentía. El arte de asentir no es para cualquiera, hay que hacerlo lento, extenso, solemne. Entre más lento más solemne, esos que asienten como ataque epiléptico no están escuchando, solo refuerzan sus ideas son las palabras de otros. El asentimiento lento es la rumiación, la masticación, el paladeo. Es mi abuelo en cada quijada. Ramón siempre leía el periódico y la primera vez que salí en el periódico él ya estaba muerto. Tampoco es que hubiera dicho nada interesante, pero hubiera apreciado su asentimiento como un latido visible de su corazón.

 

La golondrina se viste de las posibilidades inexistentes y nos deja en su vuelo la duda de quién hubiéramos sido, si esa otra vez que nos visitó hubiéramos ido en otra dirección, si hubiéramos dicho que no, si hubiésemos o no, escuchado al corazón. El pájaro de la incisiva culpa, vuela y revuela entre los recuerdos como en las interminables calles.

 

Mientras mi abuelo hacía su ruta de información con todos sus conocidos —entiéndase todos los del pueblo—, los demás nos entreteníamos en su terreno regando pasto, cortando papayas verdes o esquivándonos las miradas mientras desenvolvíamos dulces de leche o cocadas compradas en la gasolinera. En esas tardes aprendí a pelar semillas de naranja y sandía. Así de divertido era. Cuando fue su entierro esas ganas de tener una sandía o naranja enfrente casi se me desbordaban por los ojos y decidí ir a regar el pasto.

 

En La Capilla hay una tienda donde tienen de todo, cosas que no conocía en Guadalajara existen en ese local. Por ejemplo: dulces americanos, panes de don Eusebio y los dependientes más hermosos que haya visto. Dos hermanos y dos hermanas de ojos verdes y azules dan el cambio en monedas mientras el trance celestial se pasa. Vendían las paletas heladas rellenas de chocolate más deliciosas que había probado y yo podía comerme tres solo por ir al trance que me proporcionaba ir a ver a esos cuatro hermanos.

 

—¿Eres hija de Rosendo?

—Sí.

—¿Vienen a saludar a tus tíos?

—Sí.

—¿Se van a ir hoy?

—Sí.

 

¿Qué más puede decir alguien cuando está en trance?

 

Por las tardes, harta de pelar semillas, salía a explorar las alturas de los cerros. No sin antes llegar por mi paleta helada. Una cruz de hierro mal pintada se imponía ante nuestros pies junto a la vista panorámica más alta de La Capilla. “Donación de la familia Ramírez”. A unos cinco metros de la cruz había una casa de madera y lona donde vivía el encargado de cuidar que nadie hiciera “vagancias” en aquel monumento oxidado, pero nunca tuvimos la suerte de verlo, siempre tuve la duda de que quien vivía ahí fuera real. Al bajar había una casa de cuatro pisos llena de nidos de pájaro. Una colmena de golondrinas.

 

No era canto de aves, no era un chillido, era un zumbido. Miles de golondrinas llenaban la casa con nidos de barro, con polluelos hambrientos, como abejas en primavera. Alrededor de las seis de la tarde las golondrinas adultas regresaban con el cogote lleno de puré de insectos que regurgitaban encima de sus pequeñas aves. En los alambres, en los postes, en los árboles, en otras casas. Una plaga.

 

La mayor parte del año, a pesar de estar cubierta de barro, esa casa está vacía. El barro rodeaba la casa. ¿Cuánto pesará con todos esos pisos? Recuerdo las suelas de mis zapatos como esa casa.

 

No pude estar en el entierro de mi abuelo, tuve que regresar a darles de cenar a mis hijos. Les conté el viaje con mi cogote lleno de recuerdos y mis tenis llenos de lodo.

 

Con su vuelo pesado y silencioso, un día desaparece. Un día, después de haber despedazado al cielo con su vuelo, y ya no hay más donde cortar, ya se ha ido. El olvido resarce las nubes y la tierra vuelve a ser firme, las hojas secas cubren las huellas y el mundo se pone a erguirse de nuevo, restaurando una nueva, más no diferente, visión.