De la pluma de Ana Laura Tanaka, una historia y sus impresiones de este “regreso” a clases inédito: escuelas vacías, alumnos frente a la pantalla (del celular, la computadora o la tableta) y cientos de añoranzas de lo que antes fue convivencia, aprendizaje, juego y socialización. Quién sabe hasta cuándo, pero esta es la realidad actual que se vive en casi todo el mundo.

 

Ana Laura Tanaka

Foto: de Feliphe Schiarolli en Unsplash

 

Primer día de clases de este ciclo escolar 2020-2021, la maestra muestra en pantalla las imágenes de la escuela desierta y a la directora sosteniendo un cartel de bienvenida a medio patio. Juegos y salones vacíos, todo silencio, todo inmaculado… siento un golpe en el corazón.

Desde que la noticia se hizo inminente, una sensación de tristeza y nostalgia colmó mi pecho al pensar en todos los niños, jóvenes y chicas encerrados en sus casas frente a una pantalla, lejos de sus amigos ya conocidos y de aquellos por conocer, lejos del ambiente ruidoso y lleno de vida de sus escuelas, de las experiencias sociales propias de su edad. Vivo un duelo nuevo, pues en el comienzo de la pandemia pensé que para estas fechas ya estaríamos de regreso en oficinas y escuelas.

Durante las primeras juntas virtuales previas al arranque de clases se me hacía un nudo en la garganta al ver titubear —y a veces tartamudear nerviosamente— a los directivos de las instituciones escolares frente a los rostros de padres expectantes, asustados, molestos, con miradas llenas de emociones diversas ante la incertidumbre. Cada quién sus preocupaciones, sus demandas, frustraciones y esperanzas ante una situación que aún después de meses de impactar nuestras vidas, sigue sin mostrarse en su totalidad y por lo tanto difusa, confusa y sin un rumbo definido. ¿Qué será de nosotros?, ¿Qué será de todos esos niños y adolescentes que no tienen internet en sus casas, que no tienen una computadora o si acaso tienen un solo equipo para toda la familia?

Es el primer día de clases, la maestra presenta a una nueva compañerita que se integra al grupo de alumnos entre los que se encuentra mi hija.

—¡Mami, mami! ¿Todos ellos son mis nuevos amigos? — dice Michel sonriéndole a la pantalla, emocionada. Y a mí se me agolpan las lágrimas en los ojos.

Me rebasa esta realidad, me pregunto qué siento y es una inmensa incógnita ante el futuro y nuestra forma de relacionarnos, sigo sin acostumbrarme a no abrazar, a no besar y me rehúso a que la nueva normalidad sea detrás de un cristal y con el uso eterno del cubrebocas.

Aria me pregunta cuándo podrá ir a la escuela, cuándo se va a acabar el coronavirus.

—¡Ya quiero ver a mis amigos y jugar!

En el chat del salón las mamás comentan que les gustó mucho la maestra, su empatía con los niños y el manejo de la clase. Algunos papás no lograron conectarse o subir las tareas, habrá que desarrollar la paciencia —dicen— y fluir para que no nos sea tan pesado acompañar a los pequeños. Por lo menos los de secundaria ya lo hacen solos.

El reto es para todos, los maestros han estado capacitándose para usar la tecnología con eficiencia e inteligencia y los padres hemos aprendido un poco a base de prueba y error.

Guardo las dudas, los temores, la negatividad y me quedo con la naturalidad de los niños para vivir esta modalidad, con el entusiasmo de los maestros que hacen lo mejor que pueden con lo que tienen y el compromiso que como padres tenemos de inculcar en nuestros hijos el amor por el aprendizaje constante y continuo.

Y sólo es el primer día.