Lo dice la canción: cambia, todo cambia, y a su vez el poema donde se inspiró: muda todo lo profundo.
Para Polifónica: Juan Valdovinos.
Cambiamos horas de nuestra vida por un cheque. El cheque por unos billetes. Los billetes por algunas monedas, y las monedas por un pasaje en el tren ligero a lo largo de esta cambiante ciudad. Nos movemos para cambiar pero también cambiamos para movernos.
La presencia de esta nueva y móvil entraña de Guadalajara coincide, en su ansiada postrimería, con los cambios provocados por la pandemia: mientras por una parte cambian los rostros y la manera como los percibimos —mayor detalle a los ojos, atención al sonido de la voz sin el apoyo visual de los labios, sumo interés en lo gestual—, por otra parte cambian también nuestras calles y plazas, nuestras glorietas y avenidas, nuestros cielos, suelos y subsuelos. Todo puede traer un cambio, y todo puede cambiar de repente y para siempre, ya se ha dicho: una pandemia, una nueva línea del tren, la remodelación constante e imbricada de esta ciudad.
En el centro tapatío, la Cruz de Plazas parece más una equis en metamorfosis. Cambiaron los arcos de la avenida 16 de Septiembre, cicatrizados ahora sus portales con un apuntalado de sepia tubería. Cambió su arroyo, antes vehicular, por una plancha de concreto, ahora peatonal.
Cambió, también, la cantera alrededor de Palacio de Gobierno. Las consignas de junio se volvieron parte de sus ornamentos durante semanas. Ahora, con su limpio regreso, las paredes esperan su próximo cambio, mutación digna de un periódico mural de cuatro paredes. Cambiaron también las ventanas y puertas del edificio; tapadas con tarimas, con maderas, con recelo, asemejan un cuento de José Revueltas.
Plaza de armas cambió su flora, y al recortado pasto lo sustituyen ahora plantas y árboles como pinos, arrayanes, mezquites y primaveras. Los débiles troncos de los jóvenes árboles contrastan con las pérgolas metálicas de la cercana y nueva estación de la línea tres. Las estructuras metálicas aparecen entre los andadores como si se expusiera parte de la espina dorsal de un antiguo saurio.
Con los cubrebocas y el virus cambiaron nuestros rostros, los saludos, las reuniones. En persona vemos ahora media cara, mas en las pantallas, los rostros se multiplican en reuniones digitales y nos permiten ampliar o eliminar la lontananza y las palabras proferidas con un solo clic. Poder digno de extrañarse cuando regresen las clásicas juntas laborales.
Todo cambia.
Negocios y oficinas cambiaron para engullirnos, entrada y salida delimitada como un brevísimo sistema digestivo, aunque muchos cambiaron también su estado a cerrado permanentemente.
Del mismo modo cambiaron los senderos del centro tapatío. Delimitados ahora por cintas amarillas de prohibido el paso, nos derivan por nuevos caminos y nos limitan las bancas de la rotonda de los jaliscienses ilustres o de la plancha de Plaza Liberación.
En esta otra ala de la cruz de plazas —la rotonda— parecen haber cambiado una noche su estado de fenecidos quienes la moran, pues de repente Juan José Arreola, Rita Pérez, Jorge Matute Remus, Irene Robledo y todos los demás decidieron ponerse el cubrebocas; lo mismo hizo Miguel Hidalgo en Plaza Liberación y una enorme cabeza en el Paseo Alcalde.
Todo cambia, y la ciudad está en ese proceso. Lo vemos, lo apreciamos o lo sufrimos a diario. Y como dice la canción: lo que cambió ayer, tendrá que cambiar mañana.
(Esta crónica fue leída en el programa Polifónica, de Radio Universidad de Guadalajara, por el autor)