¿Qué hacer ahora que la pandemia nos detiene para viajar? Recordar las ocasiones que viajamos. Porque como escribió Ricardo Piglia: “… el viaje es una de las estructuras centrales de la narración: alguien sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia”. Es lo que el autor de la presente crónica nos trae, del caribe mexicano.

  

Alejandro Alvarado

Foto de Camila Vázquez en Unsplash.

 

La Laguna de Bacalar es una paleta de siete tonos de azul que se resisten a la mancha del ser humano. Si hace cientos de años nadaron por estas aguas los piratas más sanguinarios de Francia, Inglaterra y de Holanda, hoy somos los turistas quienes nos sumergimos y nos embarramos el cuerpo con la arena blanca, tratando de exfoliar las marcas que nos ha dejado la ciudad de cables y de semáforos descompuestos.

Llegan decenas de turistas. Llegan en lanchas ruidosas por el motor y por las grabadoras encendidas. Bajan con cuidado para que no se mojen las papas que llevan en la bolsa y la cerveza en lata. El lanchero se apresura y les pide que no bajen ningún alimento o bebida. Devuelven todo y se van renegando al canal de los piratas donde vamos a nadar todos.

Mi esposa contó hasta tres y yo hasta cinco para brincar del velero a las aguas tibias.

 

Las gotas que no mojan

El pueblo de Bacalar lo recorrimos sin mapa. Buscamos degustar su comida, conocer sus sitios y dar una cucharada a la luna, como recomienda el poeta Jaime Sabines. Nos sentamos en la plaza principal para decidir qué haríamos al día siguiente cuando una llovizna nos sorprendió. Las gotas debían escurrir desde lo más alto del cielo porque apenas y se veían los hilos de la cortina de agua.

La llovizna no nos mojó y tampoco apagó el cigarrillo que fumaba el marinero tatuado que teníamos enfrente. Minutos atrás había estacionado su bicicleta de montaña y se sentó para afinar su guitarra vieja y raspada. Nos escuchó inseguros y como si nos conociera de tiempo atrás, nos recomendó visitar el canal de los piratas, “pero háganlo en velero para que disfruten el viaje, es una buena experiencia”, sugirió.

Aceptamos esa y otra recomendación. Seguimos las señas que nos dio para llegar a un bar ubicado a la orilla de la laguna donde tocarían música en vivo. Al fondo había una barra de bebidas iluminadas con luces navideñas y una luz de neón roja caía sobre nuestro nuevo amigo mientras tocaba una canción de The Credence, ahí, cuando lo presentaron, nos enteramos que era capitán de un velero; siguió la noche con la voz de dos jóvenes uruguayas y las cuerdas de un ukulele. Pasó la música rock, reggae y cerró un grupo de percusiones improvisadas formadas por turistas de distintos países que se quedaron a vivir en Bacalar.

Todos éramos turistas en este pueblo que los mayas denominaron alguna vez Bakjalal.

 

Once cañones y una pirata

Cuando recorríamos el antiguo Fuerte de San Felipe de Bacalar conocimos la historia de los piratas que constantemente saquearon aquella colonia que fue este pueblo. Iban por algo más valioso que el oro: el palo de tinte, un árbol de donde extraían el tinte rojizo que servía para pintar las ropas y alfombras elegantes de los reyes de entonces.

La fortificación, con una posición táctica y también privilegiada ante la laguna, conserva su fosa, sus torres y 11 de los 34 cañones que dispararon contra las embarcaciones de temidos piratas, especializados en la tortura, en la táctica del pillaje y las fortunas alcanzadas. Entre los nombres me brincaba extrañamente Anne Bonny.

Conocimos la historia de la resistencia y la insurrección de los pueblos mayas ante los españoles, después observamos las armaduras, las espadas y las escopetas que utilizaron para doblegar una cultura, pero el nombre de Anne seguía dando vueltas en mi cabeza.

Después de la exposición histórica llegamos a una sala donde se mostraban las pinturas que niños de Bacalar habían hecho de su laguna. Disfrutaba los trazos infantiles, coloridos y despreocupados cuando recordé que la historia de la pirata Anne Bonny estaba entre los “Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes 2” que por las noches le leía a mi hija. La caprichosa vida enlaza las historias de manera misteriosa.

 

Se llevaron el tesoro

Exploramos la laguna desde un pesado catamarán que paradójicamente se deslizaba con ligereza por el agua. El Trimmer calculaba la fuerza de la corriente y la dirección del viento para dar indicaciones a su equipo, el Proel y la Dos, y colocar las velas como mejor convenía. Ya de por sí, los paisajes naturales de Bacalar eran un espectáculo, pero también lo era el trabajo de los tripulantes de esta embarcación.

Nuestro interés por conocer el palo de tinte era honesto. No queríamos traficar con el preciado botín del siglo pasado, sino conocer aquel árbol originario de la península de Yucatán que tanta codicia y sangre provocó, pero los marinos nunca nos dijeron cuál era, quizá por desconocimiento o por un añejo sentido de protección.

Después supe que el árbol alto y espinoso estuvo frente a nosotros de manera anónima. Así como la Grana cochinilla la utilizaban culturas indígenas para obtener tintes, los mayas extraían del palo de tinte tonos negro, café y sepia.

 

El primer clavado

Como todos los niños, las clases de natación empezaron con la ayuda de una tabla. En una de las vueltas que dábamos, solté la tabla, no la alcancé, me hundí y tragué litros de agua clorada. El profesor me sacó de lo profundo, pero yo ya me había ingerido el veneno del miedo, uno que no se va jamás y que entume las extremidades.

No pienses que desde entonces no me he metido a la alberca o al mar, claro que sí, lo disfruto desde la orilla o donde la ola llega reducida a espuma, le expliqué a mi maestro de natación 25 años después de aquella primera experiencia. Elías, como se llama el profesor de natación, asumió el reto y en un mes logró que pudiera nadar de una orilla a otra y sin tabla.

Ese primer clavado en Bacalar fue un chapuzón a las aguas de la memoria.

 

La resistencia a punto de caer

La laguna de los siete tonos de azul ha resistido los embates de la historia, pero hoy su peor enemigo es también su palanca de desarrollo: el turismo. Con los visitantes nacionales e internacionales se produjo más basura y aguas residuales que sobrepasan la infraestructura del pequeño pueblo, de apenas 11 mil habitantes.

Bacalar todavía no resuelve cómo proteger su ecosistema, cuando ya se proyecta la construcción de una estación del Tren Maya y recibir todavía más turismo. Los ecologistas estiman que diez años bastarían para que la laguna cambie sus colores azules por las aguas negras del desarrollo.