Mulegé es un lugar con una población de un poco menos de cuatro mil habitantes, que viven en casas desaparecidas por las palmeras altas que las rodean. No hay mucho que hacer, pero sus playas son unas de las más bonitas que he conocido. De lejos son de un color azul-verde que se va obscureciendo conforme crece la profundidad; de cerca, el agua es cristalina, de esas en las que alcanzas a ver a los pececitos dando vueltas por tu cuerpo.

 

Oriana Villarreal

 

Los viajes en carro siempre han sido los favoritos de mis papás. Los primeros años de mi vida eran con mi papá detrás del volante y mi mamá de copiloto; en esos, recorríamos la Baja. Pero para cuando tenía siete años era mi mamá la que manejaba, mi hermano el copiloto y yo atrás con las maletas que no cabían en la cajuela; en dos de esos, nos cambiábamos de ciudad, de Tijuana a Hermosillo y, cuatro años después, de Hermosillo a Tijuana. Esos últimos nunca fueron mis favoritos.

 

Hay una gasolinera en Tijuana, la última antes de salir a la carretera que te lleva hasta los Cabos, que siempre que paso por ella me recuerda al último viaje en el que íbamos los cuatro: a Mulegé. Un viaje que mi papá nunca me deja olvidar, del que siempre tiene algo que recordarme como para evitar que solo recuerde los otros quince años que vivimos sin él.

 

— ¿Todavía está la gasolinera? Esa, en la que nos veíamos siempre.

 

El Oxxo justo enfrente de esa gasolinera era el punto de reunión de nuestro carro con los otros cinco que irían detrás de nosotros los próximos días; pareciera que todas las demás familias que salen de Tijuana hacia esa dirección siempre tienen la misma idea, porque hasta la fecha se la pasa lleno. Entre las filas para pagar, mi indecisión sobre qué comprar y la platicada con mis primas que no había visto en mucho tiempo, conseguir botanas fue una misión que duró más de lo que debía.

 

Mi hermano siempre con su bolsa grande de Doritos (nunca se le pasa recordarnos, como si nos importara, que le gustan más los Doritos mexicanos que los “del otro lado”, mientras se chupa el queso de sus dedos), sus conchas y su Gatorade rojo; yo, mis hot cheetos, mi Milky Way y mi Gatorade rosita. Esas chucherías no nos duraron mucho tiempo y esos Gatorades fueron los culpables de que nos dieran ganas de hacer pipí en un lugar donde no había baño cerca; afortunado mi hermano que puede hacer donde sea, porque yo tuve que descubrir lo incómodo que es hacer fuera de un baño.

 

—¿Te acuerdas de los tacos de birria a los que los llevaba en Ensenada? Uy, como se me antojan.

 

Los burritos de machaca en tortilla de harina que nos repartió la familia encargada de hacerlos solo sirvieron para que pudiéramos aguantar el hambre la hora y media que se hace a Ensenada, porque, sin falta, mi papá llegaba a los tacos de birria que, en sus palabras, son los mejores que hay. Para la cruda, que probablemente tenían él y todos mis tíos, eran el mejor remedio; eso lo confirmé yo hace algunos años.  En esos tacos, como todos los años anteriores, empezó nuestro último viaje.

 

—¿Todavía te gusta Julieta Venegas? ¿Te acuerdas que te la pasabas escuchándola?

 

Bendita la hora en la que a mis papás se les ocurrió regalarme un iPod en mi cumpleaños unos meses antes; fue mi mayor aliado en las diez horas de camino. Preferí aprenderme las diez canciones de Julieta Venegas que me habían descargado a soportar el masticado fuerte de mi hermano, la música de banda y las discusiones de mis papás. A falta de la función de cancelación de ruido que tienen ahora los audífonos, cuando empezaba cualquiera de las cosas antes mencionadas, prefería correr el riesgo (del que siempre me advertía mi mamá) de quedar sorda por el volumen alto, que escucharlos. Así que yo iba en mi mundo observando los tramos de mar que se ven desde la carretera, cantando la letra de las canciones de la que se convirtió en mi cantante favorita por unos años después de ese viaje.

 

—Por eso creo que Mulegé era mi lugar favorito; no mucha gente sabía de él.

 

Mulegé es un lugar con una población de un poco menos de cuatro mil habitantes, que viven en casas desaparecidas por las palmeras altas que las rodean. No hay mucho que hacer, pero sus playas son unas de las más bonitas que he conocido. De lejos son de un color azul-verde que se va obscureciendo conforme crece la profundidad; de cerca, el agua es cristalina, de esas en las que alcanzas a ver a los pececitos dando vueltas por tu cuerpo. La arena es blanca, con conchitas que le terminaban cortando los pies a alguno; casi siempre a mi hermano. En esa época, antes de que lo descubrieran los gringos y lo hicieran el lugar perfecto para pasar su springbreak, no mucha gente iba a Mulegé y eso era ganancia para nosotros.

 

Encontramos la playa más vacía, nos instalamos debajo del árbol más grande y no nos fuimos hasta que terminamos con la piel tostada. Nuestras mamás nos hicieron sandwiches de jamón y mayonesa que nos supieron a gloria después de tanta agua salada que entró a nuestras bocas. Nos obligaron a hacernos trencitas tan apretadas que me rasgaron los ojos; martirio para mí que no disfruto que me toquen el cabello. Pero ellas se ahorraban el tiempo de peinarnos por unos días y nosotras nos sentíamos bonitas.

 

En esas playas probé por primera vez lo que en ese tiempo yo veía como lo más asqueroso que alguien se pudiera comer: los ostiones. Y, para mi sorpresa, me gustaron, pero solo si me las preparaba mi papá. Justo como me los preparo yo cada que me los como.

 

—Y cuando se te cayó el diente. Creo que fue con el único diente que yo te puse el dinero.

 

En el hotel del pueblo (el único hotel que había), se me cayó mi primer diente y lo puse debajo de mi almohada. No porque creyera en el ratón de los dientes (nunca fui de creer en esas cosas), sino porque quería el dinero. Mi hermano era el que sí creía y no sospechó cuando amanecí sin dinero debajo de mi almohada porque mis papás se habían quedado dormidos. Se conformó con la, para nada buena, actuación de mi papá que se levantó de la cama y empezó a mover todos los muebles; según él buscando al ratón para regañarlo por su descuido. Terminó diciéndonos que ya había hablado con él y que en la mañana siguiente ya estaría el dinero debajo de mi almohada. En la noche me despertó mi papá al levantar mi almohada sin cuidado, pero me hice la dormida. Nunca les dije nada. La mañana siguiente, como “prometió el ratón”, ya había dinero. Y yo, el resto del viaje me sentí rica.

 

—Y tu tío Armando que no aguanta nada.

 

A mi papá le encantaba acampar; solo a él de todos los que iban con nosotros. Y como él fue el que planeó el viaje, decidió que el último día dormiríamos en casas de acampar. Aguantando los mosquitos y los ruidos de los animales afuera, sobrevivimos la noche. Solo para darnos cuenta de que uno de mis tíos, a media noche, se hartó y se llevó a su esposa y a sus cuatro hijos a dormir a su carro con el aire acondicionado prendido. Después de eso, no le bajaban a la carrilla. Todavía se ríen de eso.

 

— Quisiera volver a esos tiempos.